Siempre te enseñan, Paco lo hace muy bien, que, para limpiar el paladar, para que no se quede impregnada la boca de esos aromas del vino que acabas de probar, para que no se confundan los sentidos al tomar la siguiente copa, ya de otro vino, con diferente tono y con otros aromas, para que se pueda apreciar correctamente toda la información que de nuevo te inunda el paladar, entre una y otra, hay que tomar un sorbo de agua.
Beber agua, por tanto, limpia. Es un punto y aparte: implica que uno degustó el vino anterior, que, con mesura y traguitos cortos, lo miró, lo balanceó para ver su lagrimeo, movió el buche en la boca para que la lengua se empapara y que todas las papilas gustativas se activaran, lo resbaló despacito por la garganta, y antes, tras agitarlo, lo olió, cerrando un poco los ojos para buscar una mayor concentración, aspiró los efluvios de sus partículas.
Pero, como todas las buenas experiencias de placer, eso es un instante efímero, quedando sumido en la memoria como patrón de nuevas experiencias, que parecen hechas a hurtadillas y que deben terminar a poco de comenzar, como esta acaba con el trago de agua, que simboliza purificación, limpieza, pero también disposición para nuevas prácticas de olor, color y sabor que nos han de venir, para que con la siguiente experiencia, de nuevo, se sorprendan nuestras expectativas y acumulemos más referencias.
A lo largo de mi vida, he probado algunos vinos. Lo que quiero decir en realidad es que he participado en diversas batallas, que he estado o vivido en diversos lugares, en distintas circunstancias, por períodos de tiempo más o menos largos. Las razones de mis regresos han sido igualmente diversas y en condiciones diferentes cada vez. Recuerdo y añoro a todos esos vinos que probé y creo que no sabría escoger entre ellos, que en cada uno cerrando o abriendo los ojos y mirando al trasluz podría destacar algo: matices, colores, olores, sabores, flavores, momentos y compañías.
Ahora que estoy anclado en la parte norte de esta sierra nevada y, a veces, me pesa esta asombrosa y desenfrenada monotonía que soporto, siento que el agua es buena pero además tengo alterado el estómago, lleno de reflujos y ansiedad, y se me antoja pensar que este trago de ahora es ya demasiado largo. Antes, necesitaba mi vaso de agua entre copa y copa de vino; si no lo bebía, si abría una segundo botella, perdía reflejos, me parecía no estar listo para lo que sin duda acabaría por llegar, notaba que mis sentidos no se prestaban de la misma forma para captar (o catar) lo que estaba presto a probar.
Es esencial quedarse un tiempo y desintoxicarse para tener la mente clara, pero, hoy, esta terapia dura ya demasiado y me ha dejado tan lúcido que podría volverme loco en cualquier momento. Necesito moverme, no quiero más agua que ya siento croar las ranas en mi estómago.
Quisiera saber donde tomaré mi próxima copa de vino, quizás la tome por aquí cerca, quizás deje de tomar vinos y, para mi salud y a mi pesar, me quede con el vaso de agua que todo lo limpia. Todo puede ser. Por ahora, aquí estoy varado, en esta tierra fría del sur y calurosa como la que más, pero deseando levantar el ancla y empinar el codo, siempre con moderación, y así, de nuevo, ansiar el volver a refrescarme con el agua de esta sierra que hoy, a pesar de la fecha, está tan poco nevada.
A Paco Molina, a Juan y a su hermano que a veces me creo que es Juan.