GERMÁN ACOSTA ESTÉVEZ
El pasado 10 de diciembre, la Asociación Cultural La Casa de la Alpujarra concedía el
galardón de Alpujarreño Destacado a
la Asociación Amigos de la Cultura de
Órgiva.
Entre los méritos acreditados por este grupo, con un marcado
enfoque cultural y social hacia la comarca alpujarreña, estaba el haber
conseguido la construcción en 1966 de un Instituto de Bachillerato, tras
sortear varios problemas y con mucho esfuerzo por parte de sus miembros
fundacionales. Para completar la tarea, en los terrenos sobrantes aledaños y
empeñando sus respectivos patrimonios, en 1972 comienza su andadura el Colegio
Menor Fernando Castellón, al que poco después se le agrega la Escuela Hogar,
dos referentes, sin duda, entre los lugareños de aquellas tierras, pero, sobre
todo, entre los cientos de niños que allí vivieron y estudiaron, que quedaron
marcados por su impronta y las múltiples vivencias entre sus muros.
Sin duda, estos centros supusieron una oportunidad única
para la formación y el estudio de aquellos rapaces, hijos en su mayoría de
esforzados labriegos alpujarreños, en cuyos pueblos (sobre todo los más
pequeños) la segunda etapa de la Educación Primaria había quedado desaparecida
o muy debilitada con la Ley de Educación de 1970. No es menos cierto que, en estos
niños, el despertar de la responsabilidad nace quizás demasiado pronto: con tan
solo 11 ó 12 añitos tuvieron que priorizar el mantener su beca, pasando los
juegos a un segundo plano, pues el fracaso suponía un horizonte de manos
encallecidas para, sin horario, arrancarle a la tierra un fruto bastante
escaso.
Tiempo de formación y disciplina en tiempos de cambio.
Monjas y seglares a cargo de un centro mixto, tan raro al uso por aquellos tiempos,
donde los educadores también tuvieron que adoptar distintos roles: tutores o consejeros, o incluso de
padres de familia muy numerosa por obra y gracia del destino siempre romántico
e imprevisto de La Alpujarra.
Para nosotros, algunos de los que pasamos por allí como alumnos
hace ya la friolera de casi 40 años, fue un tiempo que marcó nuestras vidas
para siempre: amén de estudio y normas de convivencia y comportamiento, nuestro
pasaporte esta sellado de cientos de vivencias, de múltiples anécdotas y de
relaciones interpersonales intensas, capaces de conectar enseguida a dos
personas que estuvieron allí, aunque en distinta época, porque los que tenemos
ADN de aquel colegio, nos une una esencia más fuerte incluso que la sangre.
Pero sobre todo, de allí salieron amistades que aún perduran pese a la
distancia y al tiempo. Y cuando te reencuentras o hablas con alguno de aquellos
compañeros de fatigas, al final la memoria se precipita en un torrente de
recuerdos:
_ ¿Te acuerdas? _ No
se me olvidará en la vida.
Llegué a aquella Escuela Hogar a finales del solsticio de
verano de 1977. Atrás quedaron en Motril, “los Rompetechos”, Ayudarte y
compañía, y también compañeros como Manolo Jiménez, Salvador, Miguel Maldonado,
Daniel y toda la caterva de rubiteños que allí había. Reconozco que mi primera
experiencia en aquel internado de Órgiva no fue muy agradable: el potaje de
habichuelas tenía ciertos invitados minúsculos negros en suspensión; del
comedor pasamos a los aposentos comunales donde colocamos nuestros escasos
pertrechos en una taquilla y donde conocí a mi primera amistad, un chico rubio
con gafas que blincaba a lo alto de la litera como un choto, que andaba
continuamente acomodándose el flequillo y sobre el que decían los más veteranos
que tenía algún tornillo suelto: Andrés Carbelo, de Cojáyar, amigo y compañero
de camareta y con el que me estrené en las tareas de limpieza del dormitorio el
primer fin de semana.
A la mañana siguiente en aquel amplio comedor, nombrado
jefe de mesa por aclamación de un dedo señalador desconocido, me sentaba y
bendecía la mesa, según costumbre, junto a otros cinco compañeros, entre los
que estaba un chico de Almegíjar al que todos llamaban Manolo “Nervios”, cuyo
tembleque de manos propiciaba que su servilleta siempre estuviese de aquella
manera. Y a mí que, por cuestión inherente al cargo, me tocaba llevarla siempre al servilletero…La
mantequilla y el foie-gras siempre andaban justos, sin embargo, la mermelada no
era muy requerida y un servidor aprovechaba la ocasión, aunque sin saberlo,
para lograr un aporte extra de fibra y antioxidantes.
Como tampoco olvidaré aquella mañana en la que, a propuesta de mi tutor y bajo
la supervisión en persona de la mismísima Madre Méndez, me fue ofrecido un
desayuno propio de la realeza por el simple hecho de acceder a la fase
provincial de un concurso de redacción patrocinado por una afamada marca de
refrescos: ni que decir tiene que me puse como el Quico.
Tras volver de clase y casi sin más tiempo que el de soltar
los libros en el estudio, nos preparábamos para el almuerzo, para lo cual formábamos
varias filas debajo de aquella baranda que protegía las escaleras de acceso a
la primera planta, momento en el que las collejas volaban por todos lados,
hasta que Salvador se daba cuenta del percal y nos las devolvía con IVA
incluido. En aquel refectorio el menú era casi siempre el mismo semana tras
semana: garbanzos, los martes tocaban macarrones cachondos (había que comer
rápido, pues luego tenían que hacerlo los chicos y chicas del Colegio Menor) y
los viernes siempre había lentejas, tortilla de “papas” ya curada con aceitunas
Gran Reserva que se apuraban más rápido que de costumbre, ya que muchos se iban
el fin de semana a sus lugares de origen y la Alsina salía a las 15´00. Sin
duda, los mejores manjares estaban reservados para los domingos: albóndigas o
pollo en salsa, pero en su justa medida…La merienda se dispensaba tras volver
del cole por la tarde en la puerta del comedor, donde sobre un banco se
colocaban unas cajas con trozos de pan y otra con chocolate, porciones de carne
de membrillo, etc. Comer rápido y a jugar, pues a continuación venían 120
minutos de estudio hasta la hora de la cena, donde se nos obsequiaba con distintas
sopas o patatas revueltas con huevos que yo, de vez en cuando, les pongo a mis
zagales. Pero, en ocasiones, sabiendo que la última comida del día no iba a ser
muy consistente, cuando llegaba el buen tiempo y con él las ciruelas, nísporas
y demás frutos apetecibles, decidíamos regalar a nuestros cuerpos serranos una
aportación alimenticia suplementaria. Era entonces cuando Manolo “el Lagarto”,
entre la hora de la merienda y la de comienzo del estudio, pronunciaba la
contraseña: “vamos a merendar”. Y desaparecíamos en el acto sin dejar rastro
para rendir visita a la vega de Órgiva: Tíjola y las ranas de San Antonio y las
tortugas de la Charca del Borriquero echaban a temblar ante aquel grupo de
operaciones especiales.
Y para dar de comer a tanta boca, en la cocina a pleno
rendimiento siempre, estaban Loli y su hija, Rafaela, Loli y otra chica joven
de cuyo nombre no me acuerdo. A estas últimas, con el despertar de nuestra
pubertad y las ansias por conocer el desnudo femenino, recuerdo que solíamos
espiarlas por un trozo de cristal descolorido que había en el estudio que
estaba contiguo a las duchas y vestidores del personal laboral. Todas ellas
estaban comandadas por la madre Pilar, quien con su llegada mejoró
sustancialmente la variedad y calidad de nuestras viandas, siempre bajo la
estricta supervisión de Lucy, la hermana de la madre Méndez, aquella mujerona
no muy agraciada que los domingos se apretaba un par de Larios con cola en el
bar del Oeste. Con el personal de cocina mi relación fue siempre excelente,
sobre todo el segundo año en el que estuve de puesta de comedor el curso
completo: de los seis que realizábamos tal cometido, siempre me mandaban a mí al
almacén a por cualquier cosa que faltase, acción que se veía recompensada a
escondidas con algún trozo de tocino para la “pringá” o cualquier otra
fruslería. Aunque también conocimos los recortes ese año, quedándonos sin la ansiada
bollería durante tres domingos seguidos. Pero un descuido de la Madre Tomasa el
último fin de semana del mes de abril, dejándose la puerta abierta de la
lavandería, nos permitió el acceso a la despensa y arramblar con los desayunos
de todo el personal: suizos, cuñas o bilbaínos fueron devorados en un santiamén
en el dormitorio de abajo. Aunque luego vino el remordimiento, no hubo
confesión de tan placentero delito, como era de esperar.
El estudio era parte fundamental de nuestro día a día. Para
ello disponíamos de un salón en la parte baja del edificio. El nuestro, el de
7º y 8º, estaba junto a la sala de la televisión que había justo en frente de
la entrada de esa planta del sótano; más allá de la sala de esparcimiento se
encontraba una dependencia para material deportivo y otros menesteres y la sala
de mecanografía; en el otro sentido se hallaba el estudio de 6º, los vestidores
de las cocineras y, tras unos pocos escalones, nuestro dormitorio; 5º y los
cursos inferiores se encontraban en la parte superior del ese ala del edificio.
Allí mi tutor me facilitó por vez primera un método de estudio, recibía ayuda y
me resolvían dudas, y se respiraba silencio…Bueno, casi siempre. Difícil tarea cuando hay más de
cuarenta chavales juntos, cada uno de su pueblo, y de su padre y su madre. Allí
ocuparía dos años el mismo banco y el mismo pupitre, y dos años me acompañaría
el mismo compañero: Gonzalo Chinchilla Fernández, de Notáez, gran persona y
amigo, y que siempre me llamaba: ¡primo! Cosa rara, porque en aquel refugio
difícilmente nadie te llamaba por tu nombre, sino por tu apodo o mote. “Perro”,
“Trucha”, “Medusa”, “Rata”, “Ballena” no eran más que una muestra de aquel arca
de Noé que contenía de casi todas las especies. Pero también había otros de más
amplias miras: “Perkins”, ”Tocino”, “Bomba” o “Violín”. En fin, un extenso
catálogo.
La llegada de las notas era otra cuestión: en algún caso se
pagaba con privación de salidas, apoyo de limpieza en espacios comunes,
refuerzo de estudio o con el homónimo de la forma consagrada por suspenso y
entonces había cinco evaluaciones: comprenderán pues el duro destino de algunos
de mis compañeros menos capacitados o más relajados. No era quizás la pedagogía
más adecuada, pero ningún chico desarrolló trauma alguno o necesitó de
sicólogo. Los padres tenían una fe ciega en el maestro.
Para los que permanecían en el colegio durante el fin de
semana había ocupaciones varias: limpieza y aseo, el omnipresente estudio,
deportes y juegos, y el domingo acudíamos a misa a la iglesia del pueblo con
sus espectaculares torres gemelas, para después tomarnos una cerveza en “el
García” con su tapilla de hamburguesa en salsa o con unos pimientos fritos en
el antro que había en el callejón que comunicaba la parte trasera de la iglesia
con el casino y regentado por “Juanico Falange” , Sí, cerveza con13 ó 14 años.
Nada de extraño en esa época, pues la mayoría de nosotros ayudaba en las tareas
del campo a sus padres e incluso iba a ganar jornal cuando se terciaba. ¿Éramos
suficientemente mayores para trabajar? ¿También para echarse un quinto de
cerveza? Ciertamente, no, pero así era. Antes del almuerzo del domingo solíamos
pasarnos por el barecillo de Paco “Pollas” que estaba justo frente a la salida
del colegio, donde recuerdo como si fuera hoy: a Pino y Salvador echándose unos
chatillos de vino, los “hits” del
momento de Travolta y los Bee Gees sonando machaconamente en la sinfonola una y
otra vez, a las novedosas maquinitas de marcianos o comecocos, y al entrañable
lugareño Joselete retorciéndose al jugar en ellas y diciendo: “¡qué fino soy!”.
Tras la comida, toda la chiquillería a la sala de la televisión para ver las
series de moda: “La isla del tesoro”, “Sandokán” u “Orzowei”. Después vendrá el
dilema de cómo rellenar la pesadez y ociosidad de la tarde, a la espera del tan
temido lunes y del regreso del resto de nuestros compinches que disfrutaron del
fin de semana en su casa.
Entre los educadores que contaba aquel centro podemos
nombrar a Yáñez y Antonio Jerónimo, si bien nuestro contacto y relación con
ellos era mínimo, ya que estaban encargados del personal masculino del Colegio
Menor.
Caso distinto es el de Pino, encargado de los chicos de 6º,
el papi de todos ellos, creo que tuvo ese curso le cayó en suerte el tener a su
cargo endemismos de una singularidad asombrosa como Benjamín, “el Rubio” o “el
Rascaleño” entre otros. Hombre corpulento y con cierta pachorra, con el que
nuestros fines de semana eran más relajados cuando le tocaba guardia, pues
algunos días del señor solía irse a comer a su casa y eso nos daba cierto
cuartelillo, pues el pobre Salvador era más condescendiente y no podía
abarcarlo todo. Eso sí, esos domingos por la tarde estaba pendiente del
transistor y de la quiniela, atascando de vez en cuando un cigarrillo de
Ducados con un golpe seco en la esfera de su reloj y esperando un buen
resultado de su Barça y no tan bueno del Madrid, temiéndole quizás a las
chanzas el lunes por parte de su” primo” Carvajal.
Don Antonio era más serio y a veces se gastaba malas pulgas
cuando se saltaba uno ciertas reglas. Apasionado del deporte y de la elocuencia
teórica, me inculcó que el descanso de
mis compañeros era sagrado. Pero a veces, ese descanso se rompía de la forma
más inesperada, como por ejemplo, la noche en la que haciendo un verdadero
ejercicio de contorsionismo, nos colamos entre las rejas del baño de nuestro
dormitorio y volvimos ya de madrugada con saco y medio de mandarinas que
disfrutó toda la peña. Para justificar tan concentrado olor, dijimos que a uno
de los compañeros, que ya por entonces apuntaba maneras de metrosexual y tenía
el bolsillo medianamente abrochado, se le había roto y derramado en pleno
dormitorio el bote del champú. ¡Menuda trola! O qué decir de aquellas noches
cuando algunos soñaban en voz alta con algunos pasajes intensos de su actividad
cotidiana. ¡La que se liaba! Por no referir las noches en vela que pasábamos en
los baños contando batallitas o leyendas de nuestros respectivos pueblos.
Carvajal solía montar en el colegio cada año un equipo de
futbol cuyo estadio majestuoso estaba en Sortes, donde entrenábamos cuando
encartaba y venía bien, por muy adversas que fueran las condiciones del clima;
llegó D. Antonio a conseguir hasta 16 camisetas y pantalones a los que tuvimos
que pintar el número con rotulador y que llevamos con orgullo en el 78 a la
clausura de los Juegos Escolares en los Paseos Universitarios y, con las
mismas, nos fuimos a disfrutar del Corpus en las inmediaciones del Violón.
El Balonmano también fue otra de sus improntas dejadas
allí. Cómo no acordarse de aquellos épicos partidos contra el Ave María de Pepe
Pozo, apoyados por la masa enfervorecida y al grito unánime y genérico de
¡colegio!, ¡colegio!, ¡colegio!, aunque acabáramos perdiendo con ellos, como
siempre.
Él fue también el responsable del vallado que se puso tras
la portería de la cara sur del campo de deportes a fin de proteger los cipreses
que se habían plantado. Para ello fuimos reclutados Antonio Rodríguez, del
cortijo Los Payares, Manuel Sáez “el Lagarto, mis paisanos Gonzalo esteban (a
quien un día metimos en la rueda de un camión y lo tiramos rodando por las
escaleras de la salida sur del colegio), Miguel Ángel Dueñas y un servidor. En
el Simca 1200 marrón de nuestro tutor nos encajamos en Tablones y pasamos ese
fin de semana cortando troncos de los pinos quemados en el devastador incendio
ocurrido meses antes. Dispensados de asistir a misa, después del transporte, mi
amigo “el Lagarto”, que era muy ocurrente, nos lanzó el reto de afeitarnos por
primera vez la poca pelusilla que teníamos por bigote, acción que los niños de
Escuela Hogar teníamos vetada. El resultado: la cara hecha un cromo. El remedio
a tal urgencia vino de la mano de Rodríguez al decirnos que había escuchado que el
pelo del mostacho crecía rápidamente si se untaba uno tocino y se restregaba
también con ajo. Así que tuve que tirar de mis influencias en cocina para que
nos suministrasen los ingredientes de tan milagrosa pócima, pero el resultado
fue aún peor, y la pringue y el perfume
acabaron por delatarnos. Creo que Carvajal se descojonaría al darse la vuelta.
No hubo castigo, solo que también fuimos elegidos para colocar los palos y la
correspondiente tela metálica.
Con el transcurrir de los años y con la marcha de estos dos
pilares de aquel internado, se perdió, de alguna manera, parte del mito o la leyenda que lo habían alimentado
a lo largo del tiempo.
Antonio Serrano completaba aquella terna de educadores en
el colegio. Aquel durqueño de prominente nariz era quizás el más serio y menos
cercano con los alumnos del colegio y solía decir que con la ingesta de cebolla el apéndice nasal se hacía más pronunciado, lo cual desataba las carcajadas de
los que estábamos alrededor, risas que él acogía de buen grado. Tenía a su
cargo, junto a la madre Tomasa, a los chavales de menor edad y fue muy de agradecer su empeño en el fomento de la lectura entre sus tutelados. De vez en cuando
departía con los seis chicos que estábamos en el servicio del comedor, e
incluso nos dejaba con la boca abierta cuando nos mostraba sus habilidades a la
hora de pelar la fruta con cuchillo y tenedor.
Salvador Serrano era tal vez la persona más entrañable y cercana
a nosotros. Llegaba todas las mañanas con su cara algo roja, su marcado abdomen
y su jersey verde de lana con la correspondencia en la mano. Siempre le
recuerdo como queriendo mostrar un ataque repentino de carácter que pronto
desaparecía, porque no era su condición, aunque durante la enfermedad de su
hijo Adolfo, que luego le sustituyó en sus funciones, estuvo un tanto perdido y
agrio. Le recuerdo también sesteando en la sala de la televisión los domingos
al medio día y disfrutar de su vinillo con D. José Pino en el bar. Confieso que
solíamos engatusarlo para que nos dejara salir alguna tarde del fin de semana
al pueblo; cuando se negaba, poníamos caras de circunstancias y el argumento de
que alguien de nuestra familia estaba por allí de visita. Al final acababa
cediendo y mirando con pose y señalando su reloj, nos concedía media hora de
permiso que nosotros rara vez respetábamos, pues nos entreteníamos intercambiando por un duro novelas del Oeste en el quiosco de debajo de la iglesia, o con nuestras
amigas “güeveras”, o pasábamos el rato en los recreativos abusando de una
máquina que abríamos con un cortaúñas o engañábamos con una moneda de cinco pesetas sujeta por un
hilo de pescar, obteniendo todas las partidas gratuitas que deseábamos.
Asesorados por los compañeros más veteranos era costumbre en el estudio del fin
de semana el ponerle en un brete para que nos explicara la reproducción, y era
entonces cuando el rojo de su cara se volvía más intenso. En mi memoria aún
está muy viva la comida que tuvimos al final de curso del año 79 en el río
Guadalfeo, en un remanso a la altura del Castillejo: aquella carne con tomate
que nos preparó a los de 8º acompañada de cerveza y buena compaña durante todo
el día es uno de los recuerdos más reconfortante que tengo de mi paso por aquel
hogar.
Y luego, en mitad de aquella Babel alpujarreña, estaban las
monjitas, las Siervas de San José. Apenas si recuerdo a la Madre Inmaculada,
fallecida este pasado noviembre, y a otra hermana, conocida entre el alumnado
como la “metralleta”, por su acusada tartamudez.
La Madre Pilar, mujer guapa y con cara de buena gente, de
sonrisa abierta, agradable y humana, puso todo su empeño en mejorar nuestra
alimentación, pero las condiciones económicas la hicieron replegarse y pasó a
un segundo plano al tiempo que mudaba un poco su carácter comunicador.
La Madre Concha era uno de los estandartes de aquel
internado. Se solía ocupar de los pequeños percances o enfermedades comunes que
nos afectaban: nada que no se pudiera solucionar con Aspirina, Okal u
Optalidón. Cómo olvidar sus salidas de tono en las celebraciones de las Flores
de Mayo o su lazo rojo cuando se celebraba San Valentín, diciendo con su
sonrisa entre infantil y picarona que ella estaba enamorada de Jesucristo: Por
cierto, era muy mala vigilante en los bailes que celebraban los mayores o se lo
hacía. Quedarán para la posteridad sus clases de Religión en el Instituto:
especialmente movidas eran aquellas de 2º de BUP en las que hacía aprendernos
para luego recitar de carrerilla aquel Himno del Amor (Corintios, 13). Claro
está que cuando ya llevábamos 7 u 8 alumnos con la misma cantinela monocorde,
el calorcillo de las cuatro y el madrugón de los maitines comenzaban a hacer
mella en ella, momento para que el espabilado de turno del pueblo o de Lanjarón
nos contase pormenorizadamente la película que había visto en su casa la noche
anterior. Terminada la impostura, la despertábamos súbitamente y ella asentía
que lo habíamos bordado, tal vez por no reconocer su pequeña cabezadita.
Por allí también deambulaba la Madre Tomasa, aquella
viejecita de tez blanquecina con algunas manchas y ojos penetrantes, muestra de su firme
carácter e imparable actividad, aunque he de reconocer que en las distancias
cortas era adorable por su guasa y su retranca. Además de compartir las riendas
del estudio de los más pequeños, llevaba la lavandería y se ocupaba de repartir
y vigilar la comida de sus niños, aunque a veces se empecinaba en que dos
renacuajos como Cortés y Orteguilla se tragaran aquel plato de Duralex colmado
de macarrones.
Luego estaba la Madre Emérita, venerable viejecita que
enseñaba mecanografía mientras camuflaba el martilleo de las teclas con el
sonido del piano. Un poco encorvada y menuda, esbozaba una eterna sonrisa que
sólo se truncaba cuando golpeábamos los cristales de las ventanas de su clase
jugando al frontón.
Comandando aquella partida de hábitos estaba la Madre
Méndez, mujer de baja estatura, de mirada firme y carácter marcado. Se ocupaba
de la dirección del centro y en gran parte del estudio de las chicas del
Colegio Menor. Difícil no reconocer la ardua tarea que tenía que realizar,
aunque supo tener la suficiente mano izquierda para armonizar un colegio mixto
en cuyo puchero hervían más las
hormonas que los propios garbanzos. Su marcha a comienzos de los 80 supuso un
antes y un después en aquella casa: los veteranos acabarían echándola de menos,
pues su sustituta, la Madre Vicenta no entendió la filosofía ni las costumbres
y derechos adquiridos en todos los años pasados. Históricos varones como
Vargas, Juani, Viñolo o Ramón que llevaban allí 5 ó 6 años, en el 83/84acabaron
por marcharse en COU, en el curso estrella para los que se consagraban en aquel
colegio.
Y luego estaban los mayores, aquellos chicos del Colegio
Menor a los que me parece aún ver bajando las escaleras como potros desbocados
y oír el eco de sus poco melifluas voces: Murcia, Cohetero, Ansé, Sabio, Mingo, Salas,
Cruz, Matías,…A todos ellos los envidiábamos, no sólo por la estatura, sino por
estar en unos cursos todavía muy lejanos para nosotros, pero sobre todo, porque
andaban siempre con las chicas: compartían con ellas fines de semana frente al
televisor dándole caladas a un cigarrillo prestado, allí donde se entrelazaban sus manos las recién surgidas y nerviosas
parejas; participaban en excursiones organizadas por el colegio o en festivales
donde se preparaban canciones para la ocasión al son de aquella banda mítica compuesta
por varios educadores, donde Pino atizaba a la batería mientras sujetaba un
cigarro casi de forma perenne y con arte antiguo en la comisura de los labios;
realizaban representaciones teatrales, por no hablar de los ansiados bailes en el comedor, con la luz de la cocina
de fondo como único testigo cuando se trataba de bailar lento y con la
animación que proporcionaba el alcohol guardado en los bolsos de las niñas a
modo de improvisado y embrionario botellón. Todo eso fue lo que la nueva
dirección intentó limitar en exceso y derivó en un malestar crónico.
Las circunstancias hicieron que yo buscase acomodo fuera de
aquel recinto para estudiar bachillerato. Mis compañeros seguían allí. Me
seguía pasando por aquella casa con el pretexto de verlos, aunque coincidíamos en
el Instituto, donde tuve nuevos compañeros e hice grandes amistades con otros
que también estaban residiendo en el Colegio Menor. Aquellos mismos me
visitaban tras la merienda en la pequeña y coqueta casita que estaba al final
del paseo, y allí se arrimaban al brasero para calentarse un poco los huesos
antes de irse para el estudio o para echar un ratico de casquera compartiendo
un pitillo.
La lógica y los nuevos tiempos terminaron por determinar el
cierre en 2004de aquellos muros que habían guardado dentro tanta vida y
juventud. Una buena amiga que había pasado cuatro años en aquel lugar de culto
me comentó que había llevado a su marido y a sus hijos para contarles sus
batallitas y mostrarles el centro que tanto le había marcado, pero que le
produjo un tanto de pena el enterarse que, desde 2007, aquello era un Centro de
Estancia de Día y Residencia de Mayores.
Confieso que, alguna de las veces que he visitado Órgiva,
he tenido la tentación de pasarme a contemplar aquel barco encallado que me
acogió en aquellos tiempos, pero no he podido o he sido un cobarde: quizás
porque nunca me fui del todo, quizás por miedo a que me asalte mi propio espíritu
errante por aquellos contornos, quizás porque temí recordar: las collas de
niños jugando a las canicas con las manos llenas de tierra, al abejorro, las
partidas interminables de frontón, los partidos de fútbol donde nadie era
excluido pese al número infinito de contendientes, a aquellos que a tan
temprana edad buscaban furtivamente los servicios para fumarse el cigarro
prohibido, aquellas escapadas a la vega o al río en busca de la molicie u
ociosidad, las sempiternas horas de estudio, las confesiones o los chistes en
voz baja en el dormitorio, los paseos de ida y vuelta en pandilla de las chicas
para recitar de corrido el examen de Historia de aquella tarde o comentar los
nuevos romances surgidos intramuros, o el encaminarse al Instituto con los
libros aferrados en el regazo. Así, cada uno de los que pasó por aquel lugar
podrá contar cientos de experiencias y anécdotas vividas en primera persona o
conocidas a través de sus más allegados.
_A mí no se me olvidarán en la vida. ¿Te acuerdas?
Grades recuerdos, bonito artículo, Germán
ResponderEliminarQué recuerdos!!! Buenísimo el artículo. Un abrazo Germán. Cuanto tiempo...
ResponderEliminarCuantos recuerdos!!! Gracias por un artículo con tantos detalles de una época pasada pero que quedará grabada en mi memoria para siempre. Saludos a todos, Shalan (Catalina de Yégen)
ResponderEliminarFelicitarte por el realista artículo que describe como era nuestro Colegio. Estuve allí desde 1974 a 1980 (7º, 8º de EBG, 1º, 2º y 3º de BUP y COU). Guardo los mejores recuerdos.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarSoy Antonio Serrano, felicidades, colaboro desde hace más de treinta años en un periódico y creo que nunca he encontrado un artículo tan real y ameno, ¿O es que a mis años conmueven los recuerdos aún con más fuerza?
EliminarSeguro que los recuerdos tienen ese gran poder. Gracias y saludos de este antiguo alumno.
EliminarYo estuve en ese colegio desde 1996 hasta que cerró en 2002 .que recuerdos Madre de Dios pero qué recuerdos y cuando yo estaba ahí lo odiaba y no me gustaba pero ahora me encantaría volver atrás para poder portarme bien con los maestros gracias al maestro Don Enrique al maestro José Manuel a moya a la madre Marina a Mari Carmen Bueno a las dos maricarmenes gracias a todos
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