Germán Acosta Estévez
No. No es un nombre ni un fruto más. La pepita, que diría
un castizo capitalino de Rubite, es un fruto muy calioso; más aún, es una seña
de identidad de este rincón alpujarreño.
Los que frisamos ya cierta edad, recordamos cómo, por marzo, en los bolsillos de nuestros
esmirriados calzones, nunca faltaba un puñado de sal guardado, de forma cuidadosa
y secreta, en un trocillo de aquel papel de estraza en el que envolvían los
alimentos a nuestras madres en la tienda del pueblo. La mezcla de sal con la
almendra verde y tierna era el snack más delicioso y asequible de aquellos
tiempos.
De camino a la escuela, los almendros de Los Sifones, los
de La Haza de la Era o aquellos de los alrededores de la Cruz se poblaban, de
repente, con un auténtico enjambre de rapaces en busca del preciado tesoro
compuesto por un simple puñado de allozas. Después de las horas lectivas, tras
imitar un rato a los monos pasándonos de un ailanto a otro (llamado también
árbol de los dioses o árbol del cielo) en el patio de la escuela o de jugar a la banda o a borrego y, asegurados de que no había “moros en la costa”, dábamos
otro rebezo a la alloza. Y eso que
Antonio “el Encargao” ponía todo su celo en evitar nuestros asaltos: algunos
tirones de orejas, alguna amenaza de decírselo a nuestros padres, alguna que
otra multa cayó; también alguna capuana, jerpa o mojicón al llegar a casa…Daba
igual. Éramos tan cansinos y tan inconscientes que, al día siguiente, volvíamos
a insistir en tan placentero delito o simplemente las cogíamos para surtir de
munición a nuestro letal tirachinas.
Había auténticos profesionales en dejar pelados los
“fardales” de los almendros: los de la Haza Llana eran unos “atélites” en este
cometido; los garranchines del Barrio de Allá, avezados especialistas en la
materia.
Esas allozas eran el sustento básico del pueblo desde que
las viñas se fueron abandonando. Ya a mediados del verano, la niebla agostiza
pintaba de otro color los bodoques bordados sobre el mantel de la fronda de los
almendros. Era tiempo de aforar: en algunos pagos había un frutazo, en otros
tan sólo un pintorreo. Poco después los campos se llenarían de vida: numerosas
cuadrillas inundaban las parcelas con los ecos de sus risas, sus bromas y sus
chascarrillos. Tan sólo un poco de sosiego cuando el manijero decía de parar un
rato para beber agua, “echar una punta” o “jumarse un pírfano”.
-“A dos manos, que con una sola, amargan”-decían los más
viejos...Y eran sacos y sacos de hilo de pita o de yute, auténticos talegones
que hacían bufar a las bestias de carga al afrontar las empinadas cuestas que
salpican los caminos y veredas de Rubite. Terminado el “roal”, había que
pregonarlo a grito pelado y “echar los cigarrones” a los que todavía les
quedaba faena por los alrededores.
Por otra parte, para las madres que tenían varios miembros
en el tajo era un auténtico quebradero de cabeza el articular las comidas: unos
se tenían que ir habiaos, a otros dejárselas preparadas para cuando los muleros
llegaran al pueblo con las cargas, y a otros había que llevarles la comida al
último confín, “pasando las abelicas” al ir cargadas con varios cenachos o
cestas de mimbre por aquellas insufribles cuestas: migas, pimientos fritos,
fritaílla, algún que otro puchero o tortilla para el almuerzo; fiambre, una
latilla de atún, jamón de forma excepcional, mina (eso de paté o foie-gras
sonaba tan refinado y extraño) para el desayuno y, en los últimos tiempos,
algún batido de sabores, de vez en cuando, para la merienda. La vuelta a casa
la aprovechaban nuestras madres para empaquetarse un hacecillo de leña con un
ramal con tarabita de madera.
Esa lluvia de jornales, que eran inferiores en cuantía económica
para las mujeres, propiciaba un ambiente animado en los bares y en los bailes
domingueros; la puerta del Casino era un INEM o SAE improvisado donde la gente
aguardaba la llamada de algún patrón para los próximos días.
Después de “dar de mano” o de haber apurado ya una finca, la
rebusca era una tarea básica, sobre todo para los más jóvenes, pues un buen
copo de almendras “pelaícas” garantizaba un atuendo y unos zapatos en
condiciones para la Función en octubre, así como también un dinerillo extra
para convidarse con los amigos de la pandilla o las novietas. Algunos metían la
mano directamente en el saco aprovechando cualquier despiste del encargado de
la cuadrilla o capataz de turno y ganaban el jornal en un instante. Para esta
labor se llevaban bien dobladas en el bolsillo o bien una talega de tela, o
bien una bolsa de “tu-tú”, ese detergente en polvo de entonces que utilizaban
las mujeres para lavar la ropa en el Barranco del Ferrer y que después
blanqueaba tendida en las enhiestas junqueras o en las espinosas esparragueras
del entorno.
La labor de la partidura era realizada por las mujeres de
la casa en colaboración con otras del núcleo familiar o de aquellas vecinas
serviciales e impagables que se tenían entonces; escoger la pipa concentraba a
gran parte de la familia en torno de una mesa, a la que de vez en cuando se
sumaba el pretendiente de alguna de las jóvenes que había acudido al evento
(una colaboración interesada, pero bienvenida). Los cascos o trozos partidos de almendra, que no tenían
buena venta, se tostaban y se metían dentro de un higo seco para comerlo con
fruición (un manjar humilde, pero que no desentonaría en eso que ahora llaman
alta cocina) o para hacer garrapiñá, pan de higo, o para el “majao” de la salsa
del choto o de los caracoles, o que encontramos en tantos y tantos postres y
platos que salen de los fogones alpujarreños para servirse en sus mesas:
¿alguien da más?
Un buen escandallo era señal de unas Pascuas en
condiciones: desde la Purísima hasta Reyes habría diversión en la calle y en
las tabernas: en estas, era habitual que el común, como parte de su
divertimento, jugase a los prohibidos , o dicho de otra manera, “echarse un
punto al monte”: una apuesta “a salto seco” al caballo que había venido “en
puertas” desataba la locura en el personal que, de inmediato y al unísono, prorrumpía en canticios muy sonoros, pero
poco melódicos, mientras se arremolinaba bruscamente sobre la mesa para cobrar
su premio, lo cual precipitaba al croupier encargado de tallar los naipes que,
con voz enérgica y apitonada, pronunciaba las consabidas palabras: “¡ no me
toquen posturas!”.
Enero y febrero volverían a obrar el milagro otro año más
en esa especie de Jerte que es aquel rincón alpujarreño de La Contraviesa para
auténtico disfrute de los sentidos: el blanco y el rosáceo intenso formarán de
nuevo una postal de ensueño; unas semanas más tarde, con la brisa sostenida o un
poniente más recio, se podrá contemplar el espectáculo de ver a los almendros
derramar un mar de lágrimas blancas.
Marzo está aquí de nuevo y, de forma instintiva, me tiento
el bolsillo. Ya no hay escuela, y los pocos niños que quedan llevan en el
bolsillo un móvil (al que miran una y otra vez como si les fuera la vida en él)
en lugar de sal para el tan preciado banquete de las allozas.
Perdonadme, pero creo
que me quedé traspuesto con este tibio sol poniente debajo del renombrado
y frondoso albaricoquero del patio de mi antigua escuela y estaba soñado con el
ayer.
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ResponderEliminarPrecioso Germán. Artículo alpujarreño para enmarcar. Los alpujarreños de la era moderna tendrán que usar el diccionario, pero un verdadero placer a los que "frisamos" muchos años.
ResponderEliminarQué riqueza de vocabulario, cómo manejas nuestros términos rescatando palabras de nuestra infancia, moribundas las llaman ahora, como aquel “papel de estraza” donde envolvíamos las arencas para prensarlas en el quicio de la puerta; esas palabras mal pronuniadas por esa mania nuestra a la “d” o por esa imperiosa necesidad nuestra de administrar la miseria, como roal, o esmirriaos; expresiones tan alpujarreñas como “dar de mano” para finalizar la faena, “quedar traspuesto” para adormecer; o ese sentido tan certero, superando al diccionario, que le damos a algunas palabras, como “rebusca” que aquí no es investigación, ni exploración, sino volver a buscar para sobrevivir; o ese homónimo que has usado y que a mí me gusta tanto en “hechar de menos” por “echar de menos”, cuando los peones “iban habiaos” repletos, comidos, porque si no, con lo largo que es el día “iban aviaos”.
Como digo una maravilla.
Qué satélite de los que frisamos más de cincuenta no le hemos regalao, entre el pintorreo y el frutazo, a otro garranchín, siempre algo más esmirriao que nosotros, porque de lo contrario podría respondernos con una capuana o mojicón, cuando rondabamos los fardales, un generoso porcino dibujandole un bodoque en la frente, y luego hemos ido fardando del asunto entre chascarrillos, mientras jumabamos un pírfano.
Un artículo magnífico. Enhorabuena.
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