En este espacio pretendemos establecer un dialogo cordial en torno a La Alpujarra, sin más limitación que el respeto que todos merecemos.
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martes, 26 de mayo de 2015
La casa de La Alpujarra: Enix, el pueblo de Gómez Arcos
La casa de La Alpujarra: Enix, el pueblo de Gómez Arcos: Placa en la calle de Enix Textos de Francisco Gil Craviotto Fotos de Juan antonio Aguilera Enix, el pueblecito de la Alpujarra...
domingo, 24 de mayo de 2015
Enix, el pueblo de Gómez Arcos
Placa en la calle de Enix |
Textos de Francisco Gil Craviotto
Fotos de Juan antonio Aguilera
Enix, el pueblecito de la Alpujarra almeriense donde el 15 de enero de 1933 vino al mundo el escritor Agustín Gómez Arcos, sólo dista de la capital de su provincia veinte y cinco kilómetros; pero, cuando se va de Granada a Enix, no es necesario entrar en Almería. Basta, al llegar a Aguadulce, con desviarse por una carretera secundaria que, abriéndose paso por las estribaciones de la abrupta Sierra de Gádor, sube hasta el pueblo. A la izquierda del viajero queda Félix y, un poco más allá, hacia el Oeste, Vícar, que es el más populoso de los tres pueblos: 25.000 habitantes. Huelga añadir que Enix es el más pequeño de los tres -sólo 400 habitantes-, pero sin embargo es el único que tiene el honor de haber dado al mundo un escritor de fama internacional: Agustín Gómez Arcos. Los tres cierran el triángulo que pone fin a la Alpujarra almeriense. Tierra hostil de lomas y roquedas, donde crece el esparto y anidan las rapaces. Allá, hasta donde ha llegado la mano del hombre, verdean los pinos, almendros y olivos; en el resto de las lomas y alcores prosperan las retamas y el tomillo o gime el viento sobre las atochas y la roca viva, paraíso del alacrán y el lagarto. La carretera sube y sube hasta alcanzar los 750 metros sobre el nivel del mar, que todavía es posible ver, allá al fondo, cuando no hay brumas ni calinas. A la entrada del pueblo llama la atención un monumental cartelón en cerámica almeriense con el escudo de la aldea y debajo, en grandes letras, este lema: “Enix, tierra de hombres libres”. Hermoso adagio que deberían hacer suyo todos los pueblos de la Tierra.
Aparcamos
en un anchurón que deja la calle y salimos del coche. Somos tres los
viajeros: Juan Antonio Aguilera, profesor de biología de la Facultad
de Ciencias en la Universidad de Granada; Marisa Viana, su compañera,
profesora de lengua francesa, y un servidor. A los tres nos anima la
misma razón viajera: conocer la casa y el pueblo de Agustín Gómez
Arcos. En seguida iniciamos nuestras pesquisas:
--¿La
casa dónde nació Agustín Gómez Arcos, por favor? –preguntamos
al primer tran-
seúnte
que vemos.
--Suban
un poco hasta llegar, a la izquierda, a la Plaza del pueblo. Allí
tomen la calle que está frente a la iglesia. -En seguida llegamos a
la plaza. La típica plaza de pueblo, rectangular, con el
Ayuntamiento a un lado, la iglesia al otro y varias calles que suben
o bajan ladera arriba o ladera abajo. Enix es un pueblo serrano y no
tiene una sola calle sin cuestas. Es este desnivel uno de los
encantos del pueblo, pues nos permite disfrutar de hermosas
panorámicas, pero también uno de sus riesgos mayores: en invierno,
después de una noche de escarcha o una nevada, debe ser toda una
aventura subir o bajar por cualquiera de estas cuestas. En la plaza
preguntamos de nuevo por la calle, aunque ya la tenemos localizada.
La razón de la pregunta es sobre todo buscar un pretexto para
iniciar charla sobre Agustín Gómez Arcos. En seguida vemos que la
gente del pueblo se siente orgullosa de tener un escritor tan
importante, pero nadie lo ha leído. Es algo parecido a lo que ocurre
en Fuente Vaqueros o Valderrubio con García Lorca: todo el mundo lo
admira y muy pocos de estos dos pueblos lo han leído. En el caso de
Gómez Arcos, el hecho de que su obra esté en francés, aunque ya
existen traducciones muy valiosas, ha contribuido aún más a su
desconocimiento. De todas las personas a las que les hemos ido
haciendo preguntas el más locuaz es don Juan Quero Zamora.
Precisamente él vive un poco más arriba de la casa donde nació
Agustín Gómez Arcos y se dispone a acompañarnos. La calle, que
lleva el nombre del afamado escritor, -así lo confirma una hermosa
placa de cerámica almeriense-, sube en cuesta entre casas encaladas,
impecablemente blancas. Por el camino el señor Quero nos va
contando.
--Claro
que lo conocí. Lo mismo a él que a los otros hermanos. Agustín
salía con las cabras y siempre llevaba un libro consigo. Mientras
pastaban las cabras él no paraba de leer.
--¿Eran
amigos?
--No.
Nos separaba la edad. Yo tengo ahora 92 años y él, si viviera,
sólo tendría 82.
--Sí,
diez años de diferencia.
--Pero
es que además, cuando llegó a adulto y hubiéramos podido ser
amigos, se marchó a Barcelona y no le vimos nunca más por aquí. Yo
también me marché...
--¿A
dónde se marchó usted? ¿A Barcelona también?
--No.
Yo me fui a Alemania. Estuve en un pueblo cerca de Colonia.
Hemos
llegado a la casa de Agustín. Don Juan Quero nos lo dice, pero
también hay una placa de cerámica que lo indica. Dice así: EN ESTA
CASA NACIÓ EL ESCRITOR AGUSTÍN GÓMEZ ARCOS (1933-1998) UN HOMBRE
LIBRE. Es una casa pequeña, de un solo piso, toda blanca como el
resto de la calle, que tiene su entrada por un patio enlosado.
Pedimos permiso para hacer fotos y la dueña actual, que no es
familia del escritor, nos lo concede sin el menor problema.
--Allí
–nos dice, señalando a la izquierda- estaba el horno, porque la
madre, como ustedes sabrán, hacía pan para la calle.
--Sí,
claro que lo sabemos.
Hacemos
fotos hasta la saciedad y, después de dar las gracias a la señora,
seguimos calle arriba.
--La
casa –nos dice Quero mientras subimos la calle- ha tenido muchas
obras y ya no se parece mucho a como era antes.
--Es
normal. Cada propietario pone su casa a su gusto.
Hemos
llegado al final de la calle. Otra placa de cerámica, idéntica a la
que había al principio, lo indica. Después hay otra calle,
perpendicular a la que nosotros traíamos y más arriba, encaramada
en unas rocas, está la casa de la cultura, hoy cerrada, y, poco más
allá, a la derecha, se halla la mejor casa del pueblo. Seguro que el
lector ya lo ha adivinado: es la casa de don Juan Quero. Se alza
sobre un roquedal, allanado con máquinas y barrenos, y desde sus
altas terrazas se puede contemplar el mar y una buena parte del Oeste
de Almería: otro mar de plástico que se pierde en el infinito.
--Aquí
no había nada, absolutamente nada –nos dice don Juan- Todo lo que
ahora hay he sido yo quien lo ha construido.
--¿Cuando
volvió de Alemania?
--Sí,
cuando volví de Alemania. Pero el primer proyecto de casa era mucho
más modesto que la casa actual.
Don
Juan entra un instante en el edificio y vuelve con una foto.
--Así
era la casa primera que hice. Después le añadí un piso más y las
terrazas.
--Ha
quedado muy bien.-le decimos.
--Creo
que sí. También tengo un cortijo y un piso en Almería. ¿Ven
aquella casa blanca que se divisa allí, a la izquierda? Es mi
cortijo. ¿Y ven esa casa que hay ahí debajo? Era un huerto de mi
propiedad, pero lo vendí para que hicieran la escuela, hoy cerrada.
--¿Cerrada?
--Sí,
cerrada porque no hay niños. La abren dos veces por semana que viene
una peluquera a peinar a las mujeres del pueblo. No necesitamos más
para comprender que se trata del hombre más rico del pueblo. Emigró
para hacer las Américas y, sin necesidad de cruzar el charco, las
hizo en Alemania. Sus últimas palabras también nos confirman algo
que ya habíamos observado: Enix es una aldea sin niños. ¿Qué va a
ocurrir el día que desaparezcan las generacio nes presentes? Es la
gran interrogante de casi todos los pueblos de la Alpujarra. Enix,
desde aquí, todo blanco, con sus casitas en forma de cubos -antes de
que los pintores de París inventaran el cubismo ya existía en
Almería-, y su aire de aldea moruna, se hace querer por el visitante
y, sólo pensar que un día pueda desaparecer para siempre, como ya
ha ocurrido con otros pueblos de España, nos produce una inmensa
tristeza.
El
dios Cronos no para y, sin darnos cuenta, ha llegado la hora del
almuerzo. Nuestro amigo Quero Zamora nos recomienda el restaurante
Almería y, por si no diéramos con él, se decide a acompañarnos.
Nos llevamos una gran sorpresa: todas las mesas del restaurante están
reservadas. No comprendemos cómo puede ser que haya tal agobio de
clientela cuando apenas si hemos visto gente en las calles. La única
explicación es que parte de los bañistas de Aguadulce y Roquetas de
Mar suben hasta aquí a almorzar. Al fin encontramos acomodo en una
tasca que hay al otro lado de la iglesia, donde nos sirven un pisto
con bacalao que tiene de todo menos bacalao.
Terminado
el almuerzo aún nos queda el epílogo de la visita a Enix: ver la
fuente y lavadero del pueblo. Se hallan un poco más abajo de las
últimas casas en un paraje verdaderamente hermoso. El agua nace al
pie de unas enormes rocas y va a una fuente de tres caños en cuyo
frontispicio hay un cuadro de la joven pintora Mariquina Ramos,
(Almería, 1982) titulado “La pizarra de Nix”, que fue inaugurado
-según indagaciones de mi amigo Juan Antonio Aguilera-, el 13 de
mayo del 2013. En este cuadro, a pesar de los estragos de la
intemperie -enormes fríos en invierno y enormes calores en verano-,
todavía es posible ver una cama y, en el cabecero de la cama, una
camisa blanca puesta a secar. A la izquierda del cuadro, aunque con
dificultad, logramos leer el siguiente poema de Agustín Gómez
Arcos, relativo a la única camisa que él tenía cuando niño:
Una
camisa blanca,
que
mi madre tendía,
al
viento se movía
como
un barco de vela
y el
viento se reía:
mañana
será fiesta.
Una
camisa blanca
que
mi madre tendía
en
esa cama sucia
donde
duermo mis penas.
Agustín
Gómez Arcos.
El
cuadro, que podríamos incluir dentro de la renovada escuela
indaliana que, hace más de medio siglo, inició en Almería el
pintor Jesús Perceval, engarza perfectamente con el paisaje hasta el
extremo de que, algunas de las rocas reales continúan en el cuadro,
sin que, a primera vista, el espectador sepa dónde termina la
naturaleza y empieza la obra de arte. En ese aspecto, acaso no sería
exagerado calificar este óleo de “tableau trompe l ́oeil” y
produce pena ver los estragos que la humedad, que sube de la fuente,
unida a la intemperie, han producido en esta obra de arte. Si esto ha
ocurrido en dos años, es fácil imaginar lo que quedará del cuadro
cuando pasen veinte o cincuenta.
Poco
más abajo, al otro lado del camino, está el antiguo lavadero, hoy
pura antigualla museística. Las modernas lavadoras del mercado han
ganado la batalla a todos los lavaderos del mundo. Ni merece la pena
bajar. Ha llegado el final de nuestro viaje literario. Ya sólo nos
queda decir adiós al pueblo y volver a casa.
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