En este espacio pretendemos establecer un dialogo cordial en torno a La Alpujarra, sin más limitación que el respeto que todos merecemos.
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martes, 10 de julio de 2018
EL PIOSTRE DE SOPORTÚJAR YA NO BAILA CON LAS MAYORDOMAS
Germán Acosta Estévez
Corren
malos tiempos para la lírica de añafiles, cítaras y laúdes, aquellos que otrora
animaran tantas leilas y zambras en los confines alpujarreños. Las cadenas del
fantasma del Barroco resuenan en la agonía del fin de siglo granadino entre
sospechosos hallazgos en la torre de Turpiana que, tiempo atrás, San Cecilio
habría puesto a buen recaudo de la llamada por entonces secta de Mahoma, (una
verdadera reafirmación de la antigüedad cristiana de la Cora de Ilbira),
mientras que desde la colina de Valparaíso se ciernen plúmbeos y aljamiados
nubarrones; desde un pozo de Ugíjar se exalta la herencia martirial
rebautizando a la protectora de la Batalla
de Lepanto, la virgen del Rosario; la conocida también como Cruz de la Esmeralda
se aferra a la verja de la entrada al recinto sagrado de Órgiva por orden y
capricho del hermano bastardo del rey “Prudente”, o ya, bien entrado el XVII,
en una noche de plenilunio, un viejo y misterioso mendigo dejaba en Lújar un
curioso lienzo del Cristo de Burgos o de la Cabrilla, tan venerado entonces por
aquella hermandad de recios vaqueros trashumantes de Sierra Nevada con sede en la
villa del Buen Varón.
Como
negros eran los nubarrones que se cernían aquel mediodía del 14 de julio en los
primeros años del nuevo siglo. Un zagal y dos mozuelas se afanaban en dejar acunadas
las doradas gavillas segadas sobre la
alfombra rota del hiriente restrojo y, de repente, el cielo se cubre de una
preñada renegrura que preludia la inminente tormenta y da paso al aguacero:
parecía como si el mundo se fuese a hundir en agua. Los jóvenes segadores
corren a refugiarse al amparo del saliente de un tajo, maldiciéndose el mozo de
no haber tenido en cuenta las señales que emite la madre naturaleza: ahora se
explicaba el porqué del sapo que avistó entre dos luces por las calles del
pueblo cuando terminó su larga faena el día anterior o la bicha estirazada al
sol en mitad del camino esa misma mañana.
Cuenta
la leyenda que, ateridos y confusos por la lluvia y el deslumbrante aparato
eléctrico, alzaron sus miradas al cielo buscando la clemencia divina y, con el
rostro lleno de lágrimas, se encomendaron con todas sus fuerzas al santo del
día, prometiéndole hacer en su honor una fiesta religiosa todos los años y, si
salían ilesos, celebrarían un gran baile para que el pueblo entero participase
del gran júbilo.
Se
dice que la calma renació al punto, cesó la lluvia y, en el horizontede la impresionante
mole que conforma el perfil de la Sierra de Lújar, comenzó a lucir un
esplendoroso arcoíris que ellos interpretaron como un signo de paz y progreso,
por lo que raudos y veloces, dada la imposibilidad de proseguir con su tarea,
bajaron al pueblo y rindieron visita al cura quien, santoral en mano a modo de Almanaque Zaragozano, les reveló la
gracia de su milagroso protector: San Buenaventura. Nacía así, de forma
apresurada, una genuina y corta hermandad de tres miembros: el piostre y las
mayordomas fueron ungidos y bendecidos urbi
et orbe por la vía de apremio (y sin derecho a la condonación de pena
mediante bula o indulgencia) por aquel ministro de la iglesia de Soportújar.
Para
la ocasión, las dos zagalas habían de vestir exactamente lo mismo una que otra,
estrenando tres vestidos con su calzado correspondiente a juego; el piostre
debería lucir con un traje elegante y acompañar a las chicas en los actos de la
mayordomía, colocándose en medio de ellas en cualquier acto que tuviera lugar
ese día, incluso en las ceremonias religiosas.
El día
13, víspera de la fiesta y poco antes del mediodía, las mayordomas y el piostre,
con su ropilla de domingo y ante el curioso gentío, se dirigen a la casa del
señor cura donde, por anticipado, depositan sus buenos cuartos por los derechos
de la función religiosa, le solicitan las llaves de la iglesia para repicar las
campanas ellos mismos y hacer el anuncio de la función del día siguiente. La
misma liturgia se seguirá el día 14, dedicándose, entre medias, a adornar como
corresponde la imagen del santo.
Llegó
tan señalado día 14 de julio y, a eso de las diez de la mañana, la orquesta, al
son del pasodoble, espera al tan renombrado piostre y a las mayordomas
ataviadas con lujosos trajes para acompañarles a la iglesia donde los tres
escucharán misa minutos más tarde frente al altar del santo. Terminado el
oficio religioso, sale la procesión a la calle entre salves de cohetes y palmas
reales; detrás de las andas y en riguroso orden, los miembros de tan exigua
hermandad, el sacerdote y la banda de música. Se ha encerrado la imagen del
santo en el templo y las mayordomas son acompañadas a sus hogares por la banda
de música con la misma solemnidad con la que vinieron a la iglesia.
Hay
que darse prisa. A las tres de la tarde estas mozas deberán lucir ya sus
mejores galas para ser conducidas otra vez por la banda a una plaza del pueblo
engalanada para la ocasión y abrir el baile: la orquesta de turno toca una
pieza, y entonces, la mayordoma de mayor edad se adelanta, empuña una palma de
cohetes, cuya mecha prende el piostre, comenzando al instante a bailar juntos,
mientras la otra mayordoma lo hace con algún pariente suyo o con su novio; le
toca ahora a esta otra joven repetir el ritual de antes. Bailarán a
continuación los tres juntos: hasta ahora, toda la plaza ha sido para ellos,
también para ellos han sido todas las miradas, pero ya es hora de que entre en
escena el resto del elemento joven del pueblo y de los límites, que luego irán
pasando por los puestos de dulce o de las socorridas tabernas para aliviarse la
sed y el gaznate de los rigores del baile en la tarde estival.
Y así,
entre animosas danzas ejecutadas con rancia maña, transcurre la tarde hasta la
hora de la oración de la noche. Toca dirigirse de nuevo a la casa parroquial
donde se procederá en secreto a la elección de la nueva mayordomía para el año
venidero y comunicar de inmediato la buena nueva en las casas elegidas bajo la
consabida fórmula: “Mayordomía en casa, ¿pasa o no pasa?”
Aceptada
la encomienda, sólo queda desearse salud y suerte, porque, para sus designios,
el bolsillo no entenderá el año próximo de telarañas: Amén de las vestimentas,
las mayordomas habrán de pagar dos comidas para todo el pueblo durante los
festejos, y ya se sabe que: “buenos días, si convías”; el piostre acarreará con
los gastos de la banda de música y la pequeña orquesta de “tocaores” del
terreno. Pero estos alpujarreños, que son más listos que el hambre y expertos
en el arte de la supervivencia, en numerosas ocasiones, derivarán esta tarea
hacia las casas con buen lustre, sabedores de que la vanidad de sus moradores podría
más que el tener que “soltar la manteca”.
Corría
el año 1956 ó 1957. Una negra sotana, revestida de un sermón de un también
agrio y negro limón, arremete desde el púlpito contra esta fiesta y sus
artífices, a quienes acusa de “manzanas podridas” por mezclar lo religioso con
lo pagano: el baile queda prohibido.
De
nuevo, 14 de julio. Mientras en el parisino barrio de Montparnasse se apagan
los ecos de una brillante velada con fuegos artificiales japoneses, se cierran
los escaparates de la carne trémula en Pigalle, y los últimos bohemios vuelven
a casa empapados en alcohol cantando desentonados La Marsellesa, Estrella y
Loreto, las últimas mayordomas, lloran su mala estrella por las esquinas de regreso
a sus casas. Manuel, el último piostre, intenta conversar con la copa que tiene
en la mano y se dice a sí mismo, a modo de consuelo, que, al menos, la joven
que ha tenido el privilegio de pasar la hoja del libro que porta el santo,
tendrá la suerte de casarse hogaño, pues de todos es bien sabido la buena mano
que tiene San Buenaventura en asuntos de amoríos. A estas horas en que las brujas
han tomado las riendas de la noche, su mente intenta ahogarse en un suvenir de olvido
y coñac: el piostre de Soportújar ya no bailará más con las mayordomas.
viernes, 15 de junio de 2018
LA LEYENDA ALPUJARREÑA DE LA CRUZ DE LA ESMERALDA
GERMÁN ACOSTA ESTÉVEZ
Acabo de llegar del pueblo en la Alsina y me he bajado en el apeadero
del Zaidín, allí donde, en sus años álgidos de terror, ETA sembró de metralla
el despertar de Granada. He puesto rumbo caprichosamente al Alcázar del Genil, para
después detenerme ante la singularidad de ese antiguo morabito que hoy se
encuentra rebautizado y se conoce con el nombre de ermita de San Sebastián: aún
parece como si allí resonara, entre el ruido de las aguas del Genil, el trasiego y ceremoniosidad de la entrega de
las llaves de la ciudad por parte del “Zagoibi” a sus Católicas Majestades; más
adelante, se dibujan en mi mente las
feraces huertas de Gomminabataubín en las que la paz se ve alterada al instante
por el arrastre sin piedad de ese cadáver desmembrado, cuya cabeza pende de la
puerta del Rastro clavada en una pica. El último reyezuelo de Al-Andalus ha
caído, víctima de su propia medicina.
Y
me ha venido de repente a la memoria el nombre de Juan de Ariza, ese motrileño
que de la mano de su paisano, el ínclito Javier de Burgos, paseara las calles
de la capital del reino y desparramara por sus mentideros literarios todo su
talento y tocando todos los palos: periodista, dramaturgo, poeta, novelista,
relator de cuentos… Precisamente, esta última faceta de él es lo que más me ha
llamado siempre la atención: en esa red social del Romanticismo español que fue
el Semanario Pintoresco Español,
Ariza tuvo el atrevimiento de publicar entre 1848 y 1850, la primera colección
de cuentos españoles bajo el título de Cuentos
de vieja, y que contiene cuatro relatos: "Perico sin miedo", "El caballo de
siete colores", "La princesa del bien podrá ser" y "El caballito
discreto". Ariza los contará
a su manera, dándoles forma literaria.
Pero hoy, con los fastos y
preparativos del 450 aniversario de la Guerra de Las Alpujarras, me apetece más
mostrar el relato de este autor conocido como La Cruz de la Esmeralda: cuento fantástico y legendario, de
tradición popular, publicado también en el Semanario
Pintoresco Español el 27 de mayo de 1849. Compuesto por dos capítulos y
centrado en los años 1569 y 1570 durante la sublevación de los moriscos en La
Alpujarra, y cuyos aspectos clave se encuadran dentro del ideal romántico de la
época: el exotismo de lo morisco, la honra, el duelo, la muerte como fin
irremediable, la aparición sobrenatural como origen de la leyenda…
1569
“No es necesario poseer grandes conocimientos
históricos para recordar que el 2 de enero de 1492 se rindió la ciudad de
Granada, último emporio y baluarte del poder árabe en España, a los gloriosos
reyes Católicos doña Isabel y don Fernando; y que los moros, reducidos a la
dominación cristiana, tascaron el freno impacientes y aprovecharon cuantas
ocasiones se les presentaron sus pesadas cadenas de sacudir y promover graves
disturbios. Las tentativas de insurrección de los árabes y moriscos cedieron
siempre en grave daño de sus mismos promovedores, que perdieron en cada una de
ellas buen número de las garantías estipuladas al entregarse la ciudad, y
acabaron por quedar reducidos a la más humilde condición. Trece años después de
la conquista murió la reina de Castilla doña Isabel; nueve años después que la
reina, murió el rey de Aragón, don Fernando; y como desde muchos años antes
estaba turbada la razón de la legítima heredera de ambos reinos, denominada
Juana la Loca, empuñó las riendas del gobierno su hijo primogénito, don Carlos
I de España y V de Alemania. Durante los treinta y ocho años del reinado del
hijo de Felipe el Hermoso, hicieron varias tentativas los moriscos de Andalucía
para reconstituir su perdido Reino de Granada, tentativas que se estrellaron en
la fortuna y el poder del armipotente emperador. Retirado a Yuste este monarca,
empuñó el cetro su hijo único Felipe II, príncipe cauto y poco belicoso, que en
vez de buscar los laureles como su ilustre predecesor, confió a los capitanes
de su padre el cuidado de hacer respetar en ambos mundos las armas españolas, y
se consagró especialmente a robustecer el poder real, aliándolo con el
religioso, para que la unidad política y de las creencias se ayudasen:
contribuyendo la primera a cerrar las puertas de España a la reforma que tan
crudamente combatía a la segunda, y la segunda a extinguir los últimos restos
del feudalismo de los municipios y los grandes, sombra que aterraba a la
primera. Los moriscos de Andalucía debieron sentir los efectos de esta política
alianza, como súbditos poco sumisos y como sectarios del Corán; y después de
haber promovido, durante los trece primeros años del reinado de don Felipe, más
o menos serios disturbios, acabaron por presentarse en declarada rebelión. Ni
astucia ni arrojo escasearon para hacerse dueños de Granada; y no habiéndolo
conseguido, merced a la gran vigilancia de las autoridades reales, se retiraron
al país montañoso, llevando el fuego de la guerra a las Alpujarras, Almijara,
Rio de Almanzora, Sierra Nevada y los fértiles y profundos valles escondidos
entre estas fragosas montañas. A extinguir el repentino incendio acudieron de
toda la península las banderas de las ciudades y algunos tercios aguerridos;
pero a pesar de los esfuerzos de los marqueses de Mondéjar, los Vélez y otros
ilustres capitanes, la desesperación y el terreno multiplicaban de tal modo las
fuerzas de los moriscos de Granada, que, con próspera o adversa fortuna, pero
siempre caprichosa e incierta, iban prolongando la guerra, mucho más que
convenía a los planes y gran poder del monarca, a quien hostilizaban. Cansado
Felipe II de tan prolongada contienda, y queriendo ponerla término a la posible
brevedad, mandó reunir un poderoso ejército, y tomando una extraña
determinación, poco conforme a su carácter y política, lo puso bajo las órdenes
de su hermano don Juan de Austria, hijo natural de Carlos V. Esta elección
debió parecer a todas luces incomprensible y desacertada: lo segundo porque el
joven príncipe había pasado sus primeros años dedicado a serios estudios; pues
Luis Quijada, por orden del emperador, lo destinaba al sacerdocio: y viniendo
después a la corte, a pesar de su gran corazón y ánimo marcial, no había
presenciado, ni mucho menos tomado parte en ningún reencuentro ni batalla; y lo
primero porque habiendo meditado y vacilado mucho Felipe II antes de decidirse
a declarar a don Juan de Austria su real origen, como temiendo que el águila
imperial quisiera remontarse alto, le proporcionara una ocasión de unir a lo
ilustre del nacimiento el esplendor de la victoria. No es fácil hoy adivinar
las causas, y debieron existir muy graves, que hicieron obrar al monarca del
modo que hemos referido, y dejando la cuestión histórica entremos en la
tradición popular.
Entre los varios capitanes que servían bajo las
inmediatas órdenes de los marqueses de los Vélez y de Mondéjar, se distinguía
particularmente el hidalgo Diego Velázquez, brioso capitán de caballos, que
había medido su tizona con las moriscas cimitarras de los más valientes
guerrilleros, y a quien los moriscos miraban con un invencible terror ; contaba
el capitán Velázquez a la sazón treinta y seis años, y, soldado desde la
infancia, se había hallado en el sitio de Metz, última y desgraciada expedición
guerrera del emperador Carlos V, y en la batalla de San Quintín , primero y
glorioso hecho de armas del hijo del emperador. Su estatura casi gigantesca; su
tez morena y a más tostada por el sol de los campamentos; sus facciones duras y
singularmente varoniles; su voz bronca y sus imperiosos ademanes, estaban en
perfecta armonía con su gran ánimo marcial: y los moriscos, como los
cristianos, le concedían las altas prendas de guerrero.
A las cuatro y media de la tarde del 24 de diciembre
de 1569 se encontraba Diego Velázquez a corta distancia de Órgiva, acompañado
de cien guerreros que lo secundaban de ordinario en sus peligrosas correrías.
Ocupaban una alquería que les servía de alojamiento, guareciéndolos de la
ventisca y menuda nieve que iba tendiendo su blanco manto sobre las praderas y
colinas. Los compañeros de Velázquez reposaban cómodamente sobre la paja, se
calentaban al hogar, jugaban a los dados y bebían; pero el capitán, preocupado
con alguna idea muy importante, se paseaba apresuradamente, asomándose de vez
en cuando a la puerta de la alquería, como si esperara impaciente la llegada de
alguna persona. Cerraron las sombras de la noche; la impaciencia del capitán
crecía por momentos, y no pudiendo entretenerla con asomarse a la puerta,
porque le era imposible descubrir ni el más corto trecho de camino continuo sus
rápidos paseos, derribando al paso las cántaras de los que bebían y las cajas
de los que jugaban; pisando a los que estaban acostados, y empujando a los que
se calentaban al hogar. De improviso se abrió la puerta y un morisco, envuelto en
un albornoz negro, sembrado de menudos copos de nieve, se adelantó hasta el
capitán que, a su vista, había interrumpido el paseo. Velázquez lo cogió de un
brazo, y después de haberlo llevado al rincón más apartado de la cuadra, le
preguntó en voz apenas perceptible:
— ¿Qué noticias me traes?
— Las mejores, repuso el morisco en el mismo tono
misterioso.
— Separaos.
— Una partida de moriscos rebeldes, al mando de Aben
Aboo y algunos otros guerrilleros, se encuentra a una legua corta de aquí.
— ¿Cuántos son en número?, preguntó el capitán,
radiantes los ojos de alegría.
— Doscientos, repuso el morisco, temiendo que el
número desanimara al capitán.
— ¡Voto a Santiago que estás haciendo un buen negocio!
Esta exclamación manifestó al morisco que se había equivocado,
creyendo a Velázquez capaz de intimidarse por el número, y repuso, con la
satisfacción de un usurero que ve asegurado un buen negocio cuando perdido lo
creía:
— Hemos estipulado que me daréis por cada cabeza de morisco
diez ducados.
— Así es la verdad: y siendo doscientos los moriscos
te corresponderán dos mil ducados, si todos perecen al filo de nuestras
espadas, respondió el capitán Velázquez.
— Tomad bien vuestras disposiciones, pues no me
gustaría perder, por culpa vuestra, ni un solo ducado.
— Así lo haré. Pero ya que me has recordado una de las
condiciones de nuestro contrato, la favorable para ti, no estará demás que yo
te recuerde la onerosa. Si me engañas y erramos el golpe, pagarás con la cabeza
tu torpeza o mala intención.
— Nada más justo, capitán. De un lado ponéis dos mil
ducados, del otro pongo mi cabeza; no puede ser más igual la partida. Pero si
queréis que no se malogre no perdamos un solo instante.
— Señores, gritó el capitán dirigiéndose a sus
soldados: dejad el vino, tirad esos malditos dados, apartaos del fuego, estirad
esos miembros entumecidos, y empuñad las armas.
Los soldados
de Diego Velázquez estaban muy acostumbrados a obedecer las órdenes de su
intrépido jefe para que hicieran repetírselas. Los jugadores se levantaron,
dejando en suspenso las partidas: los bebedores apuraron de un solo trago sus
anchas cántaras: los más frioleros se apartaron de la chimenea, como si
temieran quemarse: y los que dormían profundamente se despertaron como si
sonara la trompeta del juicio final; y a uno solo, que no consiguió disipar los
densos vapores del sueño, lo cogió Velázquez por un pie y sacó arrastrando
fuera de la puerta de la alquería, sin hacer caso de sus aves.
Puestos en orden los soldados, y después de haberles
encargado que marcharan en el más Vigoroso silencio, se colocó Diego Velázquez
a la cabeza de su gente, llevando a su izquierda al morisco, garante y guía de
aquella arriesgada expedición. Caminaron más de dos horas, despreciando
intrépidamente el frío y la humedad de la noche; pasaron por un estrecho y
frágil puente el rio Guadalfeo, que arrastraba sus turbias corrientes en ronco
y compasado son: dejaron a un lado el Lanjarón, pintoresco lugar, oculto entre
sus perfumados bosques de limoneros y naranjos, y avanzaron resueltamente,
internándose en las asperezas de la feraz sierra de Lujar. A medida que se
internaban, caminaban con más cautela; y tanto importaba a los cristianos no
ser oídos, que el ruido sordo y prolongado de sus pasos más parecía el de una
serpiente que se arrastra, que el de una hueste que camina.
Acababa de trepar la hueste una agria cuesta, y se
preparaba a descender hasta una profunda cañada, cuando el morisco dijo al
capitán.
—Manda hacer alto a tus soldados, si quieres conocer
por ti mismo la posición de los rebeldes.
Velázquez cumplió inmediatamente la indicación del
guía, y adelantándose con él, vio una inmensa hoguera que ardía a la puerta de
una gran alquería, situada en la pendiente de la montaña, y oyó distantemente
las voces de muchos moriscos, que con la mayor seguridad gritaban, cantaban y
reían. Las pupilas de Diego Velázquez se dilataron y brillaron, como las del
tigre al ver su presa; dividió su gente en pelotones, marcándoles los distintos
caminos que debían seguir para llegar a la alquería; y media hora después,
caía, espada en mano, sobre los alegres moriscos, que no esperaban encontrar la
muerte por término de su festín.
Aunque sorprendidos y aterrados, Aben-Aboo y sus
compañeros procuraron vender sus vidas al más alto precio posible, y se trabó
una brava pelea, que tiñó de sangre la alquería y se prolongó largo tiempo. La
intrepidez de los moriscos cedió sin embargo al valor de los soldados de
Velázquez; Aben-Aboo, con algunos pocos, se retiró en el mejor orden; y los
moriscos que no sucumbieron al filo de los aceros toledanos, se desbandaron por
las breñas, esperando hallar su salvación entre las sombras de la noche y lo
espeso de la maleza. Diego Velázquez y sus soldados habían jurado no dejar un
morisco con vida; y tan decididos estaban a cumplir este juramento que, sin
temer las emboscadas ni detenerse ante las tinieblas de la noche, se lanzaron
tras los fugitivos, acosándolos como perros que siguen el rastro a la caza. En
esta lucha de hombre a hombre, cupo en suerte al capitán Velázquez un morisco
de alta estatura, vigorosos miembros, cuarenta y cinco años de edad, y que se
había batido con el mayor encarnizamiento. El capitán lo persiguió largo
trecho, y, cuando esperaba rendirlo, se le perdió entre la espesura, como si se
hubiera abierto la tierra para albergarlo en sus entrañas. Un hombre menos
temerario que el valeroso capitán hubiera temido una emboscada, y retrocedido
hasta los suyos; pero Velázquez se había prometido a sí mismo acabar con aquel
rebelde, y era incapaz de no cumplir esta palabra. Prosiguió internándose en la
sierra, y de repente descubrió una casita solitaria, perdida en un bosque de
encinas; y que debía estar habitada, porque una columna de humo se desprendía
del encendido hogar. Pensó Velázquez que aquella casita podía encerrar alguna
presa capaz de recompensarle dignamente la pérdida del morisco que perseguía,
pero antes que pisara el dintel, cayó sobre su bien templado yelmo una pesada
cimitarra. Vaciló un momento el capitán, de sorpresa y dolor a un tiempo; pero
reponiéndose al punto cerró con su fiero antagonista a mandobles y cuchilladas;
viendo con asombro que su contrario era el mismo con quien había lidiado antes
y perdido entre la maleza. Diego Velázquez se regocijaba de haber encontrado su
presa, y el morisco combatía cada vez con mayor encarnizamiento, cerrando la
entrada de la casita misteriosa. Este encarnizado combate era sumamente
desigual, sino por el valor y la fuerza de los antagonistas, por lo desigual de
las defensas; pues Diego Velázquez combatía completamente armado, y el morisco
solo oponía a los rudos golpes del cristiano su tosco vestido de lana; que
empezó a teñir en su sangre, vertiéndola en tanta abundancia, que cayó en
tierra bajo el umbral que defendía.
Defensa tan desesperada y sangrienta, hecha por un
enemigo que había huido momentos antes, confirmó al capitán la idea de que la
casita misteriosa encerraba un rico tesoro; forzó la puerta, sin hacer caso de
los rugidos del morisco, que se revolcaba en su sangre, y se encontró en un
aposento, alumbrado por una lámpara y adornado con cierta riqueza y buen gusto.
Una morisca de diez y seis años no cumplidos, y más hermosa que las huríes que
pueblan el perfumado Edén, lanzó un grito al ver al cristiano; y cubriéndose el
rostro, corrió a ocultarse horrorizada. Diego Velázquez la siguió, cogió las
delicadas manos entre las suyas, que las oprimían como un gran tornillo de
acero; la estrechó una vez y otra vez entre sus brazos, y empezó una lucha
terrible entre la doncella casta y pura, que quería defender su honor, y el
guerrero indómito, que se irritaba más y más con la obstinada resistencia.
Moraima era débil, Velázquez fuerte, la victoria no era dudosa. Sucumbió al
cabo la doncella, y el capitán la dejó casi desmayada, pasó sobre el cuerpo ensangrentado
del morisco, y se fue en busca de los suyos.
Vuelta Moraima de su letargo, comprendió todo el
infortunio que acababa de sucederle; pero al mismo tiempo recordó que su padre
había combatido en la puerta de la casita, y salió en su busca: lo halló, pero
lo encontró moribundo. Olvidando su inmenso dolor, vendó las heridas del
morisco, y, a fuerza de amor y cuidado, consiguió volverlo a la vida. Cumplido
este deber sagrado, se entregó a pobre morisca al recuerdo de su desgracia;
siendo tanta su melancolía, que enfermó gravemente. Su padre quiso consolarla,
pagarle los afanes que acababa de pasar por él; pero sí Moraima consiguió curar
al morisco las heridas del cuerpo, el morisco no pudo curar a su hija las
heridas del alma, y Moraima murió de vergüenza.
II.
1570.
La espada, el nombre o la fortuna del bastardo de
Carlos V, D. Juan de Austria, héroe un año después de Lepanto, había terminado
felizmente las penosas y largas campañas a que dio lugar la rebelión de los moriscos; y
solamente en lo más apartado y áspero de las Alpujarras destellaba de vez en
cuando alguna centella de la vencida rebelión. El prudente Felipe II tenía
demasiado talento y experiencia para no comprender que una chispa mal apagada
puede reproducir el incendio; y, lejos de dar poca importancia a los subyugados
rebeldes, los tuvo en memoria; mandando a sus capitanes generales de Andalucía,
especialmente al de Granada, que no los perdiera de vista, y que estableciera
presidios, muy particularmente en las fortalezas enclavadas en las montañas que
se extienden desde el fértil valle de Lecrín hasta muy cerca de Almería.
Estaban muy acostumbrados los capitanes de don Felipe a obedecer sus
mandamientos para que dejaran de cumplir uno tan expreso como importante: y,
además de proveer los fuertes de soldados, artillería y municiones de boca y
guerra, nombraron para gobernar los presidios, jefes conocedores del terreno,
curtidos en la guerra, experimentados en duros trances, y que gozaran gran
prestigio cutre los soldados por su intrepidez personal. El gobierno de la
extensa y áspera comarca de Órgiva y la custodia de su fortaleza eran cargos
que requerían tanta actividad como valor, y el capitán general de Granada puso
los ojos en el capitán de caballos Diego Velázquez, a quien había tenido mucho
tiempo bajo sus órdenes durante la pasada guerra, y cuyo carácter entero
conocía en toda su verdad. Recibió el capitán Velázquez con júbilo y
reconocimiento el difícil cargo confiado a su vigilancia y valentía; y
recordando con deleite las varias hazañas que había acabado, y el terror que
supo infundir a los rebeldes, juró mantener en paz la comarca y sentar la mano
tan de recio a los moriscos mal avenidos con el reposo, que, según su
expresión, « no volvería a nacer vello en la piel sobre la cual sentara una vez
su guantelete.» Diego Velázquez era hombre que cumplía fielmente su palabra, y
si vivieran los moriscos que estuvieron bajo su dominio, atestiguarían que la
cumplió el cristiano alcaide de Órgiva. Instigado por su rencor hacia la secta
mahometana, y por temperamento infatigable, corría en todas direcciones su
comarca; y lo mismo de día que de noche, con huracán, granizo o lluvia, se
presentaba en los extremos más distantes con tan prodigiosa rapidez, que el
vulgo comenzó a creer, que por buenas o malas artes se multiplicaba a su
antojo.
Tres meses habían transcurrido desde que llegó Diego
Velázquez a la fortaleza de Órgiva, sin que el menor amago de rebelión viniera
a turbar la comarca; pero el celoso capitán no se descuidaba por ello, antes creía
ver en la calma un presagio de tempestad. Llegó el 24 de diciembre, día cuya
noche consagran los cristianos a celebrar el nacimiento del hombre Dios, y
creyendo Diego Velázquez que los moriscos podrían aprovecharse del general
descuido y júbilo para dar un golpe de mano, en vez de entregarse a los
placeres , montó a caballo, y sin escudero ni escolta dejó al anochecer la
villa. Ni lo empinado de las cuestas, ni lo fragoso del terreno, retardaban la
veloz marcha del fogoso tordo cordobés, que montaba el activo alcaide; y desde
las cumbres de los montes, descubría Diego un panorama tan imponente y
pintoresco, que cautivaba su atención. Se alzaba a su espalda como un gigante
de alabastro, la aromosa Sierra Nevada,
envuelta en su manto de nieve, y decorada, como una gran catedral gótica, por
sus dos esbeltas atalayas que la sirven de torres, los picos de Veleta y Muley Hacen.
Mucho más humilde, y manchada apenas dé nieve, se extendía a la diestra del
capitán cristiano Sierra de Lújar, y a su falda se descubrían las blancas casas
del Lanjarón, casi perdidas entre sus jardines de limoneros y naranjos. Entre
estos jardines y la huerta de Órgiva, corría el cenagoso Guadalfeo; sucio y
turbulento como una serpiente mal herida, que arrastra sus negras escamas sobre
rocas, causando un desapacible rumor. A su frente descubría Velázquez los
lugares de Capileira, Pitres, Pampaneira, Trevélez y otros, pequeños fantasmas
envueltos en la neblina de la noche. La luna, próxima a su ocaso, iluminaba
este cuadro majestuoso; y sus claras olas de luz ya se quebraban en los ángulos
de las montañas, ya reflejaban sobre la nieve de las sierras, ya rielaban en
las llanuras y los ríos, y ya se perdían en las profundísimas cañadas. El
ambiente era tan apacible como el de una noche de primavera, y no dejaba
sospechar siquiera la adusta presencia del invierno. Sin embargo , un ojo
avizor y experimentado, como el de pastor o marinero, hubiera predicho la
lluvia , al descubrir en occidente un grupo de nubes cenicientas, que se
elevaba pausadamente, para robar los últimos rayos a la luna, muy próxima a
tocar su ocaso. Estas anticipadas sombras no alarmaron al capitán, antes bien
las deseaba más densas, para proseguir su larga ronda sin temor de ser
descubierto.
El risueño aspecto de la noche se fue cambiando
lentamente en melancólico; las colinas cambiaron sus tintas plateadas por otras
cenicientas y tristes, las cañadas se ennegrecieron; el ambiente comenzó a
humedecerse, y los arroyos y los ríos, perdidos entre pardas sombras, solo
indicaban su presencia con el ronco ruido de sus pasos: pero el capitán Diego
Velázquez no pensaba volverse a Órgiva; y seguía corriendo los lugares, muy
satisfecho de no descubrir ningún síntoma de revuelta. A las once y media de la
noche desapareció el amortiguado reflejo que despedía la velada luna, y de
improviso las tinieblas rodearon al intrépido alcaide, hasta el punto de no
permitirle ver a dos pasos de distancia; como si se acercaran los horizontes
para chocarse y confundirse. La repentina oscuridad y una lluvia menuda y lenta
que empezaba a caer, advirtieron al capitán lo conveniente que le sería volver
sus pasos hacia la villa, si no quería correr el riesgo de perderse entre los
espesos encinares, o de rodar y perder la vida en el fondo de algún torrente.
Incomodado por la lluvia, y no queriendo perder tiempo, hirió los ijares de su
poderoso caballo, y con toda la rapidez que la maleza permitía, tomó la vuelta
del castillo. Habría caminado media hora, sin encontrar otros obstáculos que lo
fragoso del terreno, cuando notó que su caballo había perdido la vereda, y por
más que quiso reconocer las particularidades del sitio en que se hallaba, no le
fue posible conseguirlo, a causa de la impenetrable oscuridad. Hombre de
mermada paciencia era el alcaide, y ya iba a prorrumpir en juramentos, cuando
oyó los pasos de un hombre que debía traer su mismo camino.
— ¿Quién llega?, preguntó el capitán, seguro de
encontrar un guía.
— Un pobre paisano, le respondió una voz sumisa,
aunque ronca: v un segundo después se encontraba a su lado, un hombre de
elevada estatura, aunque encorvado, envuelto en un mal capote de monte.
— ¿A dónde vas? le preguntó Velázquez.
— A Órgiva: respondió el paisano humildemente.
— Esta no es la senda.
— Es verdad; pero lo mismo que vuestra señoría, he
tomado el campo a traviesa, para llegar más pronto a la villa.
— ¿Y cómo sabes que yo me dirijo a la villa?
— ¿A dónde, sino a Órgiva, puede dirigirse el señor
alcaide?
— ¿Me has conocido, según veo?
— Toda la comarca conoce al señor capitán Diego
Velázquez, que la mantiene en paz.
— Está bien. ¿Y tú quién eres?
— Yo señor, soy un pobre morisco, que obedezco a S. M.
el rey católico.
— Pues supuesto que vas a Órgiva, ponte delante de mi
caballo, y haremos juntos el camino.
El morisco no replicó, se puso delante del caballo y
volvieron a caminar.
No habían andado cincuenta pasos, cuando el capitán
Diego Velázquez dirigió la palabra a su guía, diciéndole:
—Para hacer más corto el camino, vendría bien que me
entretuvieras con alguna conseja o cuento.
— Haré muy gustoso lo que su señoría me mande:
respondió el morisco, con su acostumbrada humildad:
—Ya te escucho: añadió el alcaide.
— ¿Quiere vuestra señoría que le
cuente alguna leyenda de mis antepasados los árabes?
—Te escucharé con atención: aunque no he tenido nunca
gran cariño a tus ascendientes, no lo tengo mayor a tus hermanos, y creo que
tampoco lo tendré a tus descendientes.
—A mis descendientes: murmuró el morisco tan bajo, que
el capitán percibió el rumor de las palabras, sin poder entender la frase.
— ¿Qué dices? pregunto el alcaide.
—Que voy a empezar mi leyenda.
Hizo el morisco una breve pausa y prosiguió de esta
manera:
—«Un palomo de noble casta, que había vivido mucho
tiempo en el palomar de un soberano, se cansó de su vida ajilada, y uniéndose a
una casta paloma, trasladó su nido al hueco de unas peñas, ocultas en lo más
fragoso de una sierra. Entregado completamente al púdico amor de su apacible compañera,
consiguió olvidar los dolores de su vida pasada, y, sin ambición ni esperanza,
veía correr sus tranquilos días, tan risueños como el manantial cristalino que
brotaba bajo las peñas. La suerte parecía empeñada en proteger al feliz palomo,
y, para colmar sus delicias, le dio, por fruto de su amor, una palomita, que
prometía ser tan hermosa como su madre. La suerte es de suyo inconstante y se
cansó de proteger al pobre palomo; su esposa murió, poco tiempo después de ser
madre, y el viudo palomo tuvo que ahogar sus dolientes suspiros para atender
únicamente al alimento de su hija. Conforme iba creciendo esta se aumentaba su
dulce encanto y su prodigiosa hermosura, siendo un retrato de su madre. Tenía,
como ella, blancas plumas, más blancas y brillantes que la nieve de la altiva
Sierra Nevada: tenía, como ella, pico rosado, más rosado que el coral puro y
trasparente: tenía, como ella, ardientes ojos; más ardientes que los de los
caballos del desierto y las águilas de las sierras: tenía, como ella, blando
arrullo; tan dulce y blando que parecía a la vez una música y un suspiro. El
pobre palomo estaba loco de contento, contemplando tanta hermosura, tanta
gracia y tanto candor. Hubiera querido ocultar su nido a las miradas de las
aves y de los nombres; encontrar un mundo muy pequeño y desconocido para
encerrarse en él con el tesoro de su amor. Difícil seria reducir a peso todos
los quilates de aquel amor paternal, único, inmenso, reconcentrado: amor que
anudaba todos los amores; que se alimentaba con el fuego de todas las pasiones,
fundidas en una pasión pura y santa. Felices horas pasó el palomo cuidando de
su hermosa hija, en su rústico y apartado nido: pero las horas fueron breves, v
la tranquilidad del nido no fue más larga que las horas: bandadas de aves de
rapiña aparecieron en los horizontes; los pájaros de la comarca huyeron, pero
no lograron con la fuga dejar de caer entre las garras de los buitres y los
milanos. El palomo corrió afanoso a cernerse sobre su nido, no para salvar su
propia vida, que estimaba en poco, sino para resguardar a su hija, oponiendo su
pecho a las garras de las conquistadoras aves. Un buitre, más negro que esta
noche, siguió el vuelo del pobre palomo, y cuando este quiso cerrarle el paso,
para que no llegara al nido, le escondió su pico en el pecho, dejándolo en
tierra moribundo. En tanto que el herido palomo forcejaba por levantarse...
—Llegó el buitre al nido y mató a la blanca paloma:
interrumpió el capitán Velázquez, queriendo manifestar que había adivinado el
fin del cuento.
—La mató y no la mató: repuso el morisco con voz
entrecortada y ronca.
—No te comprendo.
—La deshonró.
— ¿Conque los buitres pueden deshonrar a las palomas?
—Sí. La paloma murió de vergüenza un mes después.
—No sabía yo que las palomas morían de vergüenza.
—Sí, señor alcaide: las palomas mueren de vergüenza.
— ¡Pobres palomas! ¿Pero qué sucedió al palomo? ¿Murió
también de sus heridas?
—No, señor capitán Velázquez. El palomo vivió, sin
duda para que cumpliera su destino.
—Sepamos su destino
—Era noble. Primero debía verter amargo llanto sobre
el sepulcro de su hija.
— ¿Y después?
—Después debía vengarla.
— ¿De modo que continúa la historia?
—Continúa: repuso el morisco, poniéndose al lado del
alcaide, y bajando la voz, como si los sucesos que iba a referir exigieran el
mayor secreto.
—Sepamos: insistió el alcaide.
—Pasado algún tiempo, el palomo fue dueño de la vida
del buitre.
— ¿Y se la quitó?
—Diego Velázquez, acabas de dictar tu sentencia: gritó
el morisco enderezándose y atravesando con su gumía ambos costados del alcaide.
— ¿Quién eres?, murmuró el capitán, cayendo al suelo
moribundo.
—El padre de la niña Moraima, a quien deshonraste hoy
hace un año.
—Castigo de Dios: murmuró el alcaide, y cerró los ojos
para siempre.
El morisco contempló a su víctima por espacio de
algunos minutos, y luego que adquirió la certeza de que estaba muerto,
desapareció entre las breñas lanzando una siniestra carcajada, que hicieron más
horrible, al repetirla, los sonoros ecos de las sierras.
Cuando abrieron las puertas de Órgiva, al amanecer del
25 de diciembre, el caballo de Diego Velázquez entró en la villa sin jineta, lo
que produjo grave alarma. Salieron en busca del alcaide varios destacamentos de
soldados, y después que hubieron recorrido la mayor parte de la comarca, lo
encontraron entre dos rocas, atravesado el corazón con la rica gumía del morisco. En el puño
de esta gumía brillaba
una hermosa esmeralda, de extraordinaria magnitud, que enamoró a todos los
soldados, mucho mejor que lo hubiera hecho la más hermosa sarracena.
Disputársela preludia, pero el jefe cortó la querella diciéndoles:
—Señores, fuera una impiedad considerar como botín el
arma alevosa que ha traspasado el corazón de nuestro alcaide, el esforzado
capitán Diego Velázquez, que aquí vemos. A uso más piadoso es necesario
destinarla, y propongo lo que vais a oír. La riqueza de esa gumía consiste particularmente en la
esmeralda que adorna su mango; ahora bien, arranquemos esta esmeralda de su sitio,
vendámosla a algún judío, y con su importe levantaremos sobre estas rocas una
cruz de piedra, que perpetué la memoria de Diego Velázquez. Y ya que no
podamos depositar aquí su cuerpo, porque sería poco piadoso privarlo de lugar
sagrado, pondremos, debajo de la cruz, la gumía que le ha dado muerte, teñida en su sangre corno
está, para que no vuelva a manejarla mano de moro ni cristiano.
Los soldados se conformaron con el parecer de su jefe:
trasladaron inmediatamente el cuerpo del difunto alcaide a la villa; vendieron
la hermosa esmeralda; con su importe levantaron la cruz, bajo la cual
depositaron la gumía.
Cuenta la tradición, que, durante más de veinte años,
todas las noches venía un hombre a sentarse al pie de la cruz, no se sabe si a
orar o maldecir, porque el visitante era el morisco. Pasado este tiempo, nadie
se acercaba diariamente a la cruz piedra; pero en la noche del 24 de diciembre
de cada año se acercaban, por distintos caminos, dos esqueletos a la cruz, y
trababan porfiada lucha, lucha que se repite en nuestros días, siendo los
combatientes los esqueletos de Diego Velázquez y el morisco.
La cruz es
conocida en la comarca con el alegórico nombre de LA CRUZ DE LA ESMERALDA”.
JUAN DE ARIZA
Este ha sido el relato sobre el último reyezuelo
andalusí, Diego López,
más conocido como Aben Aboo, natural
y vecino de Mecina Bombarón, primo de Aben Humeya y sobrino de de Hernando el
Zaguer, alguacil de Cádiar quien, en la noche del 20 de octubre de 1569 junto
con Diego Alguacil, dio muerte a Aben Humeya, tirando cada uno de un lado del
cordel que le habían colocado en la garganta.
Elegido para ocupar el lugar de su primo, tomó
el título de Muley Abd Allah
Aben Aboo, rey de los andaluces, y que logrará mantener aproximadamente
durante año y medio la rebelión. Este “patán” conquista Órgiva, logra sublevar
Galera y consigue una victoria sonada en Huéscar, así como también ataca al
duque de Sessa en Órgiva el 21 de Febrero de 1570 después de que hubiera salido
de Granada con el cuerpo del ejército. Ante tal circunstancia, el duque idea
una treta con tintes de guerra sicológica: hacerle llegar al nuevo cabecilla de
la rebelión un escrito en lengua árabe en el que se hablaba de la falsedad de
los Jofores que, en 1568, auguraban una victoria incontestable para las huestes
moriscas.
Los enfrentamientos con las tropas de don Luis de Requesens en Órgiva,
Pitres y Trevélez o con las de don Lope de Figueroa en Ugíjar, Cádiar y
Jubiles, el ajusticiamiento cruel y minucioso de los moriscos mayores de 20
años y la aplicación de cautiverio a mujeres y niños, van a ir minando la ya
debilitada moral de los sublevados y preludian un final nada halagüeño. Aben
Aboo huye a las inmediaciones de Bérchules, donde uno de los monfíes locales, Gonzalo
el Xeniz, le da muerte y entrega a este caudillo a mediados de marzo de 1571: en
una cueva de Mecina Bombarón un fuerte golpe de arcabuz acaba por dar con los
huesos de Aben Aboo en el suelo, donde es rematado para después arrojar, desde
“la peña del reyecillo”, su cuerpo inerte al barranco. Según Luis del Mármol Carvajal: “En la
cueva de Mecina Bombarón se tomaron doscientas y sesenta personas y se ahogaron
de humo otras doscientas y veinte. En otra cueva cerca de Berchul se ahogaron
sesenta personas, y entre ellas la mujer y las dos hijas de Aben Aboo; y
estando él dentro, se salió por un agujero secreto con sólo dos hombres que le
pudieron seguir”.
Recogido su cadáver, se cuenta
que el mismo fue llenado de sal y de paja, y muy pronto trasladado a la ciudad
de Granada, donde ya mencionamos al principio la exhibición y escarnio al que
fue sometido: “La cabeza pusieron encima de la puerta de la ciudad
que dicen del Rastro, colgada de una escarpia a la parte de dentro, y encima
una jaula con un palo, y un título en ella que decía: Esta es la cabeza del
traidor de Abenabó. Nadie la quite so pena de muerte”.
Otros relatos sobre la leyenda
apuntan a que tuvo una muerte incruenta, ya que se dice que fue colgado por los
testículos en un moral del que estuvo suspendido hasta que, inerte, cayó al
suelo al desprenderse sus disecadas partes nobles, si bien esta versión parece
más bien encaminada a la difusión de un castigo de alcance ideológico o
sicológico y pergeñado por los vencedores.
Tal vez sus últimos suspiros
se fuesen envueltos con el rumor del agua por las acequias de careo.
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