En este espacio pretendemos establecer un dialogo cordial en torno a La Alpujarra, sin más limitación que el respeto que todos merecemos.
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martes, 10 de julio de 2018
EL PIOSTRE DE SOPORTÚJAR YA NO BAILA CON LAS MAYORDOMAS
Germán Acosta Estévez
Corren
malos tiempos para la lírica de añafiles, cítaras y laúdes, aquellos que otrora
animaran tantas leilas y zambras en los confines alpujarreños. Las cadenas del
fantasma del Barroco resuenan en la agonía del fin de siglo granadino entre
sospechosos hallazgos en la torre de Turpiana que, tiempo atrás, San Cecilio
habría puesto a buen recaudo de la llamada por entonces secta de Mahoma, (una
verdadera reafirmación de la antigüedad cristiana de la Cora de Ilbira),
mientras que desde la colina de Valparaíso se ciernen plúmbeos y aljamiados
nubarrones; desde un pozo de Ugíjar se exalta la herencia martirial
rebautizando a la protectora de la Batalla
de Lepanto, la virgen del Rosario; la conocida también como Cruz de la Esmeralda
se aferra a la verja de la entrada al recinto sagrado de Órgiva por orden y
capricho del hermano bastardo del rey “Prudente”, o ya, bien entrado el XVII,
en una noche de plenilunio, un viejo y misterioso mendigo dejaba en Lújar un
curioso lienzo del Cristo de Burgos o de la Cabrilla, tan venerado entonces por
aquella hermandad de recios vaqueros trashumantes de Sierra Nevada con sede en la
villa del Buen Varón.
Como
negros eran los nubarrones que se cernían aquel mediodía del 14 de julio en los
primeros años del nuevo siglo. Un zagal y dos mozuelas se afanaban en dejar acunadas
las doradas gavillas segadas sobre la
alfombra rota del hiriente restrojo y, de repente, el cielo se cubre de una
preñada renegrura que preludia la inminente tormenta y da paso al aguacero:
parecía como si el mundo se fuese a hundir en agua. Los jóvenes segadores
corren a refugiarse al amparo del saliente de un tajo, maldiciéndose el mozo de
no haber tenido en cuenta las señales que emite la madre naturaleza: ahora se
explicaba el porqué del sapo que avistó entre dos luces por las calles del
pueblo cuando terminó su larga faena el día anterior o la bicha estirazada al
sol en mitad del camino esa misma mañana.
Cuenta
la leyenda que, ateridos y confusos por la lluvia y el deslumbrante aparato
eléctrico, alzaron sus miradas al cielo buscando la clemencia divina y, con el
rostro lleno de lágrimas, se encomendaron con todas sus fuerzas al santo del
día, prometiéndole hacer en su honor una fiesta religiosa todos los años y, si
salían ilesos, celebrarían un gran baile para que el pueblo entero participase
del gran júbilo.
Se
dice que la calma renació al punto, cesó la lluvia y, en el horizontede la impresionante
mole que conforma el perfil de la Sierra de Lújar, comenzó a lucir un
esplendoroso arcoíris que ellos interpretaron como un signo de paz y progreso,
por lo que raudos y veloces, dada la imposibilidad de proseguir con su tarea,
bajaron al pueblo y rindieron visita al cura quien, santoral en mano a modo de Almanaque Zaragozano, les reveló la
gracia de su milagroso protector: San Buenaventura. Nacía así, de forma
apresurada, una genuina y corta hermandad de tres miembros: el piostre y las
mayordomas fueron ungidos y bendecidos urbi
et orbe por la vía de apremio (y sin derecho a la condonación de pena
mediante bula o indulgencia) por aquel ministro de la iglesia de Soportújar.
Para
la ocasión, las dos zagalas habían de vestir exactamente lo mismo una que otra,
estrenando tres vestidos con su calzado correspondiente a juego; el piostre
debería lucir con un traje elegante y acompañar a las chicas en los actos de la
mayordomía, colocándose en medio de ellas en cualquier acto que tuviera lugar
ese día, incluso en las ceremonias religiosas.
El día
13, víspera de la fiesta y poco antes del mediodía, las mayordomas y el piostre,
con su ropilla de domingo y ante el curioso gentío, se dirigen a la casa del
señor cura donde, por anticipado, depositan sus buenos cuartos por los derechos
de la función religiosa, le solicitan las llaves de la iglesia para repicar las
campanas ellos mismos y hacer el anuncio de la función del día siguiente. La
misma liturgia se seguirá el día 14, dedicándose, entre medias, a adornar como
corresponde la imagen del santo.
Llegó
tan señalado día 14 de julio y, a eso de las diez de la mañana, la orquesta, al
son del pasodoble, espera al tan renombrado piostre y a las mayordomas
ataviadas con lujosos trajes para acompañarles a la iglesia donde los tres
escucharán misa minutos más tarde frente al altar del santo. Terminado el
oficio religioso, sale la procesión a la calle entre salves de cohetes y palmas
reales; detrás de las andas y en riguroso orden, los miembros de tan exigua
hermandad, el sacerdote y la banda de música. Se ha encerrado la imagen del
santo en el templo y las mayordomas son acompañadas a sus hogares por la banda
de música con la misma solemnidad con la que vinieron a la iglesia.
Hay
que darse prisa. A las tres de la tarde estas mozas deberán lucir ya sus
mejores galas para ser conducidas otra vez por la banda a una plaza del pueblo
engalanada para la ocasión y abrir el baile: la orquesta de turno toca una
pieza, y entonces, la mayordoma de mayor edad se adelanta, empuña una palma de
cohetes, cuya mecha prende el piostre, comenzando al instante a bailar juntos,
mientras la otra mayordoma lo hace con algún pariente suyo o con su novio; le
toca ahora a esta otra joven repetir el ritual de antes. Bailarán a
continuación los tres juntos: hasta ahora, toda la plaza ha sido para ellos,
también para ellos han sido todas las miradas, pero ya es hora de que entre en
escena el resto del elemento joven del pueblo y de los límites, que luego irán
pasando por los puestos de dulce o de las socorridas tabernas para aliviarse la
sed y el gaznate de los rigores del baile en la tarde estival.
Y así,
entre animosas danzas ejecutadas con rancia maña, transcurre la tarde hasta la
hora de la oración de la noche. Toca dirigirse de nuevo a la casa parroquial
donde se procederá en secreto a la elección de la nueva mayordomía para el año
venidero y comunicar de inmediato la buena nueva en las casas elegidas bajo la
consabida fórmula: “Mayordomía en casa, ¿pasa o no pasa?”
Aceptada
la encomienda, sólo queda desearse salud y suerte, porque, para sus designios,
el bolsillo no entenderá el año próximo de telarañas: Amén de las vestimentas,
las mayordomas habrán de pagar dos comidas para todo el pueblo durante los
festejos, y ya se sabe que: “buenos días, si convías”; el piostre acarreará con
los gastos de la banda de música y la pequeña orquesta de “tocaores” del
terreno. Pero estos alpujarreños, que son más listos que el hambre y expertos
en el arte de la supervivencia, en numerosas ocasiones, derivarán esta tarea
hacia las casas con buen lustre, sabedores de que la vanidad de sus moradores podría
más que el tener que “soltar la manteca”.
Corría
el año 1956 ó 1957. Una negra sotana, revestida de un sermón de un también
agrio y negro limón, arremete desde el púlpito contra esta fiesta y sus
artífices, a quienes acusa de “manzanas podridas” por mezclar lo religioso con
lo pagano: el baile queda prohibido.
De
nuevo, 14 de julio. Mientras en el parisino barrio de Montparnasse se apagan
los ecos de una brillante velada con fuegos artificiales japoneses, se cierran
los escaparates de la carne trémula en Pigalle, y los últimos bohemios vuelven
a casa empapados en alcohol cantando desentonados La Marsellesa, Estrella y
Loreto, las últimas mayordomas, lloran su mala estrella por las esquinas de regreso
a sus casas. Manuel, el último piostre, intenta conversar con la copa que tiene
en la mano y se dice a sí mismo, a modo de consuelo, que, al menos, la joven
que ha tenido el privilegio de pasar la hoja del libro que porta el santo,
tendrá la suerte de casarse hogaño, pues de todos es bien sabido la buena mano
que tiene San Buenaventura en asuntos de amoríos. A estas horas en que las brujas
han tomado las riendas de la noche, su mente intenta ahogarse en un suvenir de olvido
y coñac: el piostre de Soportújar ya no bailará más con las mayordomas.
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