Germán Acosta Estévez
El temporal lleva instalado treinta y nueve días con sus correspondientes noches y amenaza a aquellas pobres gentes con otra jornada más, como si quisiera ser un nuevo émulo del bíblico diluvio universal. Los molinos tienen el caz atascado, mientras que los envites de la rambla de días anteriores han lastimado en su ser a los muros que sirven de defensa a la población de sus avenidas.
El temporal lleva instalado treinta y nueve días con sus correspondientes noches y amenaza a aquellas pobres gentes con otra jornada más, como si quisiera ser un nuevo émulo del bíblico diluvio universal. Los molinos tienen el caz atascado, mientras que los envites de la rambla de días anteriores han lastimado en su ser a los muros que sirven de defensa a la población de sus avenidas.
Una mujer, en apariencia tranquila, dentro de aquel arca de Noé que es
su hogar, se ahoga en apagados lamentos y suspiros que hasta estremecen la
torcida del candil que hay sobre la chimenea. Al calor de la lumbre ya posa un
perol con hinojos y la poca pringue que quedaba en la alacena, pues hogaño no
ha dado tregua el tiempo para hacer la matanza y, de camino, las sábanas se
secan terciadas sobre unas cuerdas improvisadas de tomiza que le ha preparado
su esposo, mientras los niños dan cuenta, un tanto adormilados aún, de un raído
tazón de sopas de leche; las goteras componen una sinfonía incierta que tortura
las sienes día y noche al caer sobre los orinales, pucheros y ollas dispuestos
sin simetría en el suelo.
Pero este 29 de enero ha
amanecido como ningún antiguo recuerda: parece como si se quisiera hundir el
mundo en agua, pues la copiosidad y el ímpetu de las aguas ha destrozado el
primer muro de contención y ha abierto una brecha en el segundo. Sobresaltados
y con el miedo en el cuerpo, los vecinos no dan abasto a taponarla con ramajes
del Cercado y piedras de los balates
próximos. La congoja hace que algunos tengan la boca más amarga que las tueras
y eche la vista unos 25 ó 30 años atrás para rememorar cómo la casi siempre
indolente rambla se llevó por delante su ermita de San Antonio Abad: como aquel
año, este tampoco han podido sacar al santo ni encender los chiscos.
Antonio Pérez Valderrama,
Alcalde Mayor del Estado de Torvizcón, lleva desde primera hora al pie del
cañón dirigiendo las operaciones y hasta se ha tenido que volver a casa en tres
ocasiones para cambiarse de ropa (¡suerte la suya el disponer de tan gran fondo
de armario!). Entre tanto, ante el temor de que la plaza se inundase durante la
noche, ha ordenado al primer escribano del concejo, Esteban Hilario de la Torre,
que sacase los papeles de su oficio y los llevase a su casa que, al estar más
arriba, quedaría a salvo de las aguas: los papeles y las cuentas del conde hay
que preservarlas ante todo y sobre todo.
De nada han servido las
rogativas que se han hecho día tras día. El cura de la parroquial de Torvizcón,
D. José Mendoza, ha dispuesto esa misma mañana que se manifestase el Señor
Sacramentado, celebrando el sacrificio de la misa para implorar piedad a Dios.
Los fieles vienen y van al templo a pesar del aguacero. Sin embargo, María Romero
de los Ríos, una mujer mayor con ojos vivos y celestes a quien la edad le ha
marcado los huesos y el pellejo, permanece de rodillas sobre un reclinatorio
con su luto riguroso del que sobresale un enhiesto roete que tapa un velo de
encaje poco tupido y parece que no tiene intención de moverse de allí mientras
no escampe. Mas sus miradas no han sido hacia el Santísimo, sino que
ha estado mirando el cuadro de la Coronación de la Virgen que preside el altar
mayor. En su interior existe el convencimiento o la intuición de que ese lienzo
debía permanecer allí para interceder por los mayoyos en días como aquel y, tal
vez, por eso no fue llevado a Granada como determinó el arzobispo Moscoso y
Peralta en su última visita pastoral hacía muy pocos años.
De
repente ha vuelto los ojos hacia una talla que se le ofrece en frente: “de pie,
sobre una nube de la que sobresalen tres cabezas de ángeles; tiene adelantada su
pierna derecha ligeramente y la contraria en reposo, como proporcionando una
mínima movilidad a la figura. En su mano derecha, que se extiende hacia
adelante, sostiene un rosario, mientras que sobre la palma de su mano
izquierda, vuelta hacia arriba, se aloja la figura del Niño.
La
cabeza, sensiblemente recta, mantiene el eje con el cuello. El rostro es ovalado,
aunque destila cierta delicadeza. Presenta los ojos almendrados, cejas
arqueadas, nariz recta y boca pequeña, la mirada al frente y llena de ausencia.
Su cabello es manifiestamente oscuro, rizado y largo, disponiéndose sobre
hombros y pecho en prolongados mechones.
La
Virgen va ataviada con una túnica de tonalidad cremosa, decorada con motivos
chinescos de color oro, rojo y azul; la toca es de tono verdoso azulado y el
manto, dispuesto sobre cabeza y espaldas, es azul y también se exorna con
similares elementos vegetales y chinescos de policromía dorada. La prenda se
tercia de izquierda a derecha: el plegado es suave, al igual que en los
pliegues de los brazos, caída vertical recta, plisado en corbata o triangular
invertido. Y el plegado sobre el pecho, como si de estar prendido por un broche
se tratase; el plisado que cae por el hombro izquierdo de la Virgen, llegando
hasta la cintura en sujeción notoriamente artificial. El Niño se ofrece desnudo
y con la mano derecha realiza el gesto de bendecir, mientras que con la
contraria hace amago de coger algo, quizás un pequeño cetro. La pierna
izquierda, que la mantiene levemente más alzada que la diestra, le proporciona
cierto dinamismo y finura a la figura del infante. Tanto la Virgen como el Niño
orlan sus testas con sendas coronas de plata”.
Es
su virgen, su patrona, la que, según ella, nunca le falla y por eso “le tiene
mucha cosa”; además, su primo, el también ilustre torvizconense José Banqueri,
le dijo una vez que aquella imagen fue tallada en 1620 por el insigne imaginero
Alonso de Mena y que la madre de su tatarabuela materna, María del Moral, había
dejado en su testamento de 1614 nada más y nada menos que veinticuatro fanegas de trigo para costearla.
Ha
caído la noche y no amaina. Las dudas se apoderan de los vecinos ante los
barrancos que arramblan con todo lo que se les pone por delante, hay casas que
se desploman y animales que perecen ante la impotencia de no poder acudir a
remediarlos: el clamor de la gente se ahoga con la cortina de agua y el bronco
sonido de la rambla que muestra toda su fiereza. Solo queda esperar la luz del
día con la que verán acentuada la miseria de sus vidas.
Y
llegó el alba, y con ella la única certeza de estar vivos. El viento carga
ahora de poniente y parece disipar los nubarrones. Lo primero es ir a la
iglesia a dar gracias al Todopoderoso: allí sigue aquella menuda y vieja mujer
de rodillas con su collejo roete.
Ante
la imposibilidad de salir a los campos, se intenta salvar lo que se puede: los
Mora y los Martín, la tablazón de la carpintería; los Puerta y los Correa, sus
ganados; Los herederos de los Muriel, las tablas de lienzo de su pequeño
atelier de tejidos; nada podrán hacer ya por sus colmenas los Hurtado, los Hidalgo
y los del Caño.
El
Alcalde Mayor, sin pérdida de tiempo, nombra a dos hombres de aliento y capaces
de afrontar los rigores del tiempo, sortear los terrenos hundidos y la nieve de
los altos, para que fueran a hacer averiguación a cada pueblo del señorío de lo
acontecido: uno iría a Albondón, Albuñol, Sorvilán y Mecina Tedel; el otro se
dirigiría a Alcázar, Fregenite, Rubite y Lújar. Con ellos llevaban un auto
proveído en el que se ordenaba e instaba a los alcaldes y vecinos más pudientes que socorriesen y
aliviasen a los más humildes quienes, de seguro, habrían sido los más
perjudicados por el temporal y muchos habrían perdido hasta el techo donde
cobijarse. Estas órdenes serían copiadas de forma obligatoria en los
respectivos libros de actas capitulares y se debería remitir un informe con los
correos pagados por dicho Alcalde Mayor, a la mayor brevedad posible, donde
constasen los daños producidos en cada localidad. Y de coordinar todas estas
tareas, informes y peritajes se
encargaría D. José Correa y Correa, subteniente del Regimiento Provincial de
Guadix.
Es
media mañana del día dos de febrero. El Alcalde Mayor y el Gobernador del Cehel
han reunido de urgencia al concejo y justicias de la villa en el palacio del
conde que se ubica al lado de la iglesia: ha llegado el correo de Fregenite con
los informes y están de camino los de Albondón y Rubite.
El
subteniente Correa da paso a la lectura del documento que el alcalde de
Fregenite, Miguel Gómez, ha hecho redactar por mano del síndico del común,
Miguel Balbuena, en el que se declara que, desde el 19 de diciembre de 1804
hasta el 29 de enero de 1805, ha habido lluvias tan impetuosas, que se han
arruinado no solo las haciendas, sino también las casas: por los campos han
pasado los arroyos dejándolos en piedra viva, y los álamos y sauces que servían
de defensa a los mismos y para las vigas y herramientas de labranza han
desaparecido; las casas están inhabitables y el alcalde tuvo que estar en
guardia toda la noche del 29 para que aquellos miserables no entraran en las
mismas y sucediese alguna desgracia; como la iglesia también estaba anegada,
tuvieron que pasar la velada al raso, recibiendo en sus personas todo el azote
de las inclemencias. Hay arroyos de gran profundidad que están tirando del
pueblo, sobre todo en la parte alta del lugar y escasean los víveres.
Una
criada anuncia que el correo de Albondón ha llegado ya con los informes respectivos
que sus alcaldes, José Rodríguez Granados y Antonio Estévez de Rus, elaboraron
el día 1 y se le hace concurrir de inmediato. En ellos se da cuenta de que los
estragos ocurridos en aquel lugar y su término han causado la mayor de las
ruinas, pues hay 130 casas derruidas y
más de 100 medio caídas, el resto de ellas junto con la iglesia están en
peligro, pues ha salido el barranco y ha abierto en canal el terreno del pueblo;
hay varias quiebras, entre ellas una antigua llamada de la Erilla que ha
afectado a 1/3 del pueblo, no quedando vivienda alguna en su dominio ni terreno
útil para volverlas a construir.
Los
caminos, en los que se habían gastado recientemente unos 4.000 reales, no se
pueden recomponer; todos los campos con sementeras se han perdido; un tercio de
los almendros, higueras, morales, olivos y encinas existentes han sido
arrancados de cuajo, al igual que las viñas. Aquellos seres tienen poco que
llevarse a la boca y los daños se evalúan en más de 300.000 reales.
Entre
tanto, también ha llegado el emisario de Rubite que se las ha visto y deseado
para cruzar la rambla de Alcázar y llegar hasta esta villa: trae los bajos
embarrados y el cuerpo hecho un pelitre tras sufrir una caída en la misma. Pero
sus señorías están mentalmente agotados y deciden hacer un receso para comer:
le darán audiencia a las tres de la tarde.
El
ágape se ha demorado un poco y a las cuatro da comienzo la lectura del informe
remitido por los alcaldes Francisco González Cabrera y Manuel Pérez, Blas López
como regidor y Juan Luis de Alosa como escribano de fechos: en la mañana del
día 30 se presentaron todos los vecinos de Rubite en las calles, sin temor al
viento o al agua, preguntándose unos a otros si alguien de sus familias había
muerto entre los escombros: la divina providencia se contentó solo con arruinar
las casas, en arrancar los morales y olivos, horadar barranqueras formidables
en sus sembrados y convertir en tajos o despeñaderos lo que antes era apacible
y llano. Amén de todo esto, ha fenecido una porción significativa de ganado
lanar, se han caído cinco casas y muchas de las que han quedado en pie se
hallan quebrantadas por las grietas. La escasez de víveres es tan acusada, que
esperan recibir socorro de donde fuese, incluso suplican al propio Gobernador
que les mande algo.
Poco
después del amanecer del día 3 de febrero, los emisarios de Lujar y Sorvilán se
presentan en Torvizcón, pero tienen que hacer hora tomando unos jarrillos de aguardiente
en un antro de taberna, en espera de que sus mercedes se desperecen del letargo
de la noche. A eso de las 11 es recibido el correo proveniente de Lújar y se da
lectura a lo transmitido por sus alcaldes José Lorenzo y Vicente Escañuela, en
el que se dice que, el mismo día 29, el señor cura puso al Señor manifiesto,
acudiendo todo el vecindario al templo a pedir misericordia, hecho que se ha
repetido de nuevo el día primero del corriente; las gentes andan atemorizadas
desde aquel día y al contemplar la devastación al día siguiente, si ya no lo
estaba suficientemente desde el terremoto del 13 de enero de 1804, pues con la
lluvia, vientos y granizo de las jornadas del 29 y del 30 se advierte que hay
muchas casas y haciendas con gran perjuicio: no ha quedado en las ramblas un
árbol en pie, ni tampoco en las haciendas y de momento es imposible valorar los
daños hasta que se pueda recorrer a pie todo el terreno.
Manuel
Romero y José Pérez, alcaldes de Sorvilán, declaran en su escrito del día 2 de
febrero que, con el temporal sufrido, hay grandes daños en los predios, si bien
no hay que lamentar víctimas. Aunque no se puede valorar con exactitud el total
de los daños, se estima que sobrepasarán los 240.000 reales: bufos y avenidas
de barrancos, muchas casas caídas y otras en estado totalmente ruinoso, morales
arrancados y viñas destrozadas; almendros, frutales y otros árboles
inservibles, pérdida de ganados y la torre de la iglesia caída, y una campana
derribada por el viento: jamás se vio tanta pesadumbre y miseria.
Ha
pasado una semana y por fin se tienen noticias de Alcázar: hay cinco casas
caídas y el resto afectadas en diferente medida, sin que haya que lamentar
pérdidas humanas; el arbolado perdido se estima en un tercio del mismo,
mientras que las hazas inmediatas a barrancos y ramblas han desaparecido junto
con sus sembrados. Imposible evaluar las pérdidas, pues muchos de los bienes
estaban ya afectados por los terremotos del año anterior, según declaran
Antonio Fernández y Manuel Ruiz.
Desde
Mecina Tedel se daba cuenta que, el mismo día 29, se arruinaron 36 casas,
desplomándose la mayoría hasta los cimientos y que el resto del caserío está
muy afectado, al igual que algunos cortijos del término. El aire ha trepado alrededor
de un tercio de la arboleda y la crecida de la rambla se ha llevado a su paso
las majadas y su plantío; los barrancos han arrastrado tierras y viñas hasta
sus faldas, provocando quiebras y vaciaderos. Y lo mismo ha sucedido en toda La
Contraviesa. Pero lo peor llegó en la madrugada del día 30 cuando reventó por
lo hondo del pueblo y por encima de la fuente principal del vecindario tal
cantidad de agua en forma de presa, que engulló
dos casas en las que se habían refugiado veinte personas, si bien les dio
tiempo a huir para salvarse. Luego, esas aguas entraron en la vega por dos
cañadas que llegaron a juntarse pese a que estaban bastante distantes. El
caudal de las torrenteras ha aminorado, pero hay sitios donde han ahondado
hasta cincuenta varas y el agua no encuentra piedra que la sujete, ni se pueden
gobernar las acequias, razón por la cual ya se advierten quiebras en mitad del
pueblo, como se advierte también la miseria y la ruina.
Las
nuevas enviadas desde Albuñol por Antonio Amate y Leonardo Viñolo llegan por
fin el día 12 por la tarde y poco varían de las ya recibidas. Después de un año
de continuos temblores de tierra, ahora esto: el temporal ha provocado recalos
en las casas, provocando quebrantos en unas y derrumbándose otras; las vegas
están inundadas aún, las ramblas se han llevado por delante las alamedas que
las defendían. Tanta era la furia de las aguas en la noche del día 30, que no
respetó ni la iglesia ni las casas mejor edificadas y acondicionadas, entrando
el agua en ellas, en tanto que se oía el espantoso eco de las ramblas, dando la
sensación de que los vecinos navegaban por ellas, cosa que no recuerdan ni los
más viejos del lugar.
Al
abrirse el día, estos piadosos hombres dan gracias a Dios, pero nadie es capaz
de aplacar su llanto por la pérdida de todos sus bienes. El Barrio de La Palma
está casi todo en el suelo, las ramblas han reducido todo a arenales y hasta el
Jardín del Conde se ha anegado a pesar de sus tapias; los murallones del
caserío de D. Francisco Fonseca y la huerta de D. Francisco Huarte, las
acequias de los molinos han pasado a mejor vida; cortijos destruidos, toneles
de vino derramados, ganados atrapados bajo los escombros, viñas arrancadas,
cerros rehundidos con profundas quiebras; la población de La Rábita inundada y
anegadas la mitad de sus casas, los rebalajes de la playa llenos de raíces,
palos y árboles, como si tratase de una premonición de lo que aquel maldito año
73 traería luego consigo.
El
cura sigue con sus rogativas, los obreros, sin trabajo desde que comenzara este
infierno, vagan como sonámbulos por las calles con sus familias pidiendo
sustento para sus hijos, debilitados en extremo por la intemperie de los
tiempos. El párroco ha abierto las puertas de su casa y da semillas, harina y
algo de dinero a los pedigüeños y lleva comida a casa de los enfermos; también
el ínclito D. Andrés Urízar ha repartido gran cantidad de limosnas, semillas y
comestibles; otras gentes colaboran en proporción a sus posibilidades.
El
día 15 los peritos encargados de tasar los daños en Torvizcón y su término se
han presentado ante el subteniente Correa y toda la corte administrativa de la
villa, avisándoles que estos superan con creces los 300.000 reales. Francisco
de Torres, Vicente Hidalgo y Francisco Martín de las Heras relatan, un tanto
cohibidos ante ellos que, desde el Haza del Lino hasta la huerta de los Ocaña,
del Barranco de la Canaleja hasta la Rambla, desde las Semillas hasta la Cuesta
de los Barriales, pasando por los de María Lozana, el del Castillejo, el de
Tanaje, Dehesa de Barbacana o el Pago de Berdite, todo es una ruina: cortijos y
corrales caídos, olivos, morales, álamos y toda suerte de árboles arrancados de
raíz, quiebras y rehundidos en los secanos, regadíos inundados o arrastrados…Un
panorama desolador.
El
señor Pérez Valderrama, da un sorbo profundo a su copa de vino y chasquea la
legua con estrépito. El ajuste de las cuentas es contundente, salvo error de
suma o pluma: 1.678.500 reales de aquel tiempo en pérdidas, aunque las arcas del
conde de Santa Coloma y Cifuentes no notarán merma alguna, que para eso hay
escrituras de por medio: tan solo queda apelar a su magnanimidad y gracia.
Terminadas
las audiencias, todos se felicitan por concluir la instrucción de esta
pesadilla y pasan al salón donde los criados les han preparado en las brasas
del rincón las chacinas y embutidos que colgaban en un conchal de cañavera en
la cámara de la morada del Alcalde Mayor y de las que deberían dar cumplido
fin, no fuera a ser que se echaran a perder por la humedad; el vino, aun
estando sin trasegar, también deberían dar cuenta de él.
Bien
hicieron en aprovechar aquellos abnegados próceres, pues la primavera de ese
año vendría con las rebajas de unas fiebres amarillas que pondrían la vida de
alguno de aquellos comensales a precio de saldo; o quizás es que intuyeron con
mucha antelación la llegada de los franceses aquel 16 de marzo de 1810 a
Torvizcón y sabían que harían una suerte de justicia poética con aquellos bienes
suyos tan preciados.
El
sol y la brisa de estos últimos días han oreado algo la tierra y algunos
vecinos ya se afanan en tapar las grietas y barranqueras de sus labores; las
mujeres, sin brío en la mirada, ayudadas por sus rapaces más crecidos, sacan a
sus puertas los enseres y tienden al sol los paños para que no se apulgaren,
abren puertas y ventanas de sus lares para
que se ventilen; los niños más pequeños retozan en una zaragata continua sobre
los charcos.
Dura suerte la de estas sencillas gentes: hay
que venir a ver el miedo por las calles.