En mi época de encierro (entiéndase en mis años
de internado en un colegio de frailes) los meses de verano eran los
únicos de libertad de mi vida de entonces. Aquella soñada libertad
casi coincidía con el inicio del verano y se alargaba un poquitín
más allá del comienzo del otoño: 22 de junio en el primer caso y 2
de octubre en el segundo que, si caía en domingo, pasaba al 3 del
mismo mes. Eran tres meses, bien despachados, en los que uno podía
comer toda la cantidad de comida que le pidiera el estómago,
levantarse y acostarse a la hora que mejor le pareciera, ir por aquí
o por allá, sin más límite que el cansancio de las piernas, hablar
sin necesidad de levantar la mano para pedir permiso y, por si todo
esto fuera poco, no había clase, -nada de matemáticas, con aquellos
problemas tan enrevesados, ni física y química, ni latín, ni
historia, ni religión-, ni obligación de ir a misa más que los
domingos y días festivos. Una delicia de vida. Mi pueblo volvía a
ser el paraíso que siempre fue para mí. Un paraíso abrasado de
sol, desarbolado y falto de agua, pero libre, inmensamente libre y
feliz. Se acabaron, además de las misas, los rosarios, viacrucis,
oraciones de la mañana, del medio día y de la noche. También las
confesiones de los sábados, el “Cara al Sol”, dos veces todos
los días, los temidos ejercicios espirituales -toda una semana sin
poder hablar, algo verdaderamente “contra natura“-, los desfiles
cantando “Montañas nevadas, banderas al viento” y todas las
zarandajas de frailes y fascistas, suponiendo que unos y otros no
fueran los mismos. Reemplazando todo esa parafernalia de curas y
frailes tenía los paseos por los alrededores del pueblo, la búsqueda
y hallazgo de nidos en compañía de mi amigo Sebastián, la cría y
adiestramiento de pájaros -tórtolas, mirlos, gorriones-, las
inolvidables cenas bajo el emparrado del huerto, viendo cómo la
luna, roja y redonda, aparecía tras la Sierra de Gádor; las largas
veladas de la noche, oyendo un coro lejano que repetía las mismas
canciones de siempre:
Yo tiré un limón por
alto
y en tu puerta se paró.
Hasta los limones saben
que nos queremos los dos.
…Que vengo del moro,
que del moro vengo…
Eran noches cálidas y apacibles, con el cielo
tachonado de estrellas y el aire tibio, cargado de aromas silvestres,
que bajaban de los cerros que rodean al pueblo, y perfumes de
jazmines y nardos que venían de los huertos próximos. Las gentes
sacaban sillas a la calle y, en tanto que los adultos hablaban de sus
cosas -las cosechas, el estraperlo, las cartillas de racionamiento,
la última moza que se había ido con el novio-, los niños
disfrutábamos de los cuentos de las abuelas. Mi abuela -la única
que conocí- no era muy dada a los cuentos, pero esta deficiencia la
cubría con creces mi tía Olalla que, como suele decirse, sabía más
cuentos que Calleja. Era, además de excelente cuenta-cuentos, la
única persona a la que hasta ahora le he oído una definición
aceptable de lo que fue la Cruzada de Franco.
-Hijo, mío, -me decía-, Cruzada viene de cruz y quiere decir
que todos tenemos que llevar esa cruz.
-¿Qué cruz?
-La cruz de soportarlos.
Definición exacta que aún no ha perdido vigencia. Sin embargo, al oírla, mi padre se ponía frenético. No porque no diera por buena la definición de mi tía, sino por temor a las consecuencias que pudiera traer.
-Esta mujer nos va a meter en un lío.- decía.
Mi madre trataba de calmarlo.
-Pero, ¿no ves que aquí no la oye nadie?
Así era: allí no la oía nadie, pues los niños
y nadie eran la misma cosa. Mi tía -justo es reconocerlo-, fue la
primera persona que, a pesar de mis pocos años, me ayudó a poner en
entredicho todas las alabanzas y ditirambos que a favor del Régimen
oía en la escuela y después volvería a oír a mis frailes del
internado. Todavía me parece estar viéndola cuando, después de
llegar con mi cartera a la bandolera, me preguntaba:
-¿Qué has hecho hoy en la escuela, hijo?
-El maestro nos ha hablado del Caudillo.
-¿Qué ha dicho el maestro?
-Que es un hombre muy valiente.
-Sí, repetía, es un hombre muy valiente.
Se quedaba un instante callada, parecía que estaba de acuerdo con la enseñanza del maestro o acaso que se había quedado dormida, pero al final, sin poder contenerse, se erguía en su asiento y, muy adusta, añadía:
-Claro que con dos pistolas al cinto y la guardia mora detrás, yo también sería muy valiente.
Había bastado esta sola frase de mi tía para
que, al instante, en mi mente todos los ditirambos del maestro se
vinieran abajo. Ella fue mi primera conciencia crítica. Pero todo
esto había sido unos años antes. En la época en que yo volvía del
colegio mi tía estaba tan vieja que ya ni contaba cuentos. Uno de
aquellos veranos se nos fue para siempre.
El verano era también el desfile de frutas y
sabores. Mi llegada al pueblo casi coincidía con las primeras brevas
y cerezas. Poco después llegaban los albaricoques, las sandías, las
peras, las ciruelas, los higos, los chumbos, los melocotones… El
vareo y monda de la almendra era la señal inequívoca de que las
vacaciones estaban llegando a su fin. Pero había otro signo todavía
más perentorio y urgente: los membrillos. Los primeros membrillos
siempre coincidían con el viaje de regreso al colegio. Otra vez las
clases, otra vez las misas y rosarios, otra vez el “Cara al Sol”,
brazo en alto, antes de entrar en clase. Aquellas vacaciones que
parecían interminables, se habían ido como un soplo. Ahora, en la
última curva del camino, contemplado todo desde la lejanía de los
años, me parece que ha sido toda mi vida la que se ha ido como un
soplo.
Publicado en el "Faro de Ceuta" el domingo día 28 de junio de 2015
Francisco en un banco de ciudad |