de
FRANCISCO GIL CRAVIOTTO
José
Martínez Ruiz, (Monovar, Alicante, 8, junio, 1873; Madrid, 2 de
marzo, 1967), más conocido por el seudónimo de Azorín, el escritor
de estilo más pulcro de toda la Generación del 98, tiene muchos
aspectos negativos en su vida. El más lamentable de todos
indudablemente fue su servil coqueteo con la dictadura franquista.
Llegó a tales extremos que incluso, nos cuenta Francisco Umbral, se
presentó en el periódico “Arriba” haciendo, brazo en alto, el
saludo fascista. Los jóvenes falangistas que escribían en el
periódico, entre risitas y parabienes, tuvieron que decirle al
maestro que no hacía falta que se rebajase hasta ese extremo. Tal
adhesión inquebrantable –como se decía entonces-, tuvo sus
recompensas y Azorín, después de los santones oficiales -Pemán,
Giménez Caballero, Agustín de Foxá...-, fue el escritor más
premiado y mimado por el régimen.
Sin
embargo, a pesar de todo, me gusta leer o releer de vez en cuando los
libros de Azorín. La razón es obvia: su estilo, la calidad y
elegancia de su prosa, su impecable uso de la lengua. Es, sin la
menor duda, el gran estilista de la Generación del 98.
De
los varios libros que tengo de Azorín hoy he tomado el titulado “El
paisaje de España visto por los españoles”. Se trata de un libro
de 197 páginas, editado en Madrid el año 1923 por Rafael Caro
Raggio. El ejemplar que yo poseo, comprado hace ya muchos años en
una librería de viejo, corresponde a la primera edición de la obra,
la ya mencionada de 1923. Una pequeña joya. Consta de catorce
capítulos, cada uno dedicado a una región o ciudad, y un apéndice,
homenaje a tres grandes escritores: Giner, Galdós y Baroja. Desde el
punto de vista literario quizás el capítulo más logrado sea el de
Castilla. Todo un alarde de maestría.
Castilla...
¡qué profunda, sincera emoción experimentamos al escribir esta
palabra! (...) A Castilla, nuestra Castilla, la ha hecho la
literatura.
Sin
embargo hoy vamos a dedicar nuestra atención a otra región:
Andalucía. No la trata el maestro de una manera global, como hace
con otras regiones de España, la ya mencionada Castilla, Aragón o
Cataluña, por ejemplo, sino que ha centrado su atención en tres
ciudades: Córdoba, Sevilla y Granada. Justo las tres que más suenan
cuando se habla fuera de España de Andalucía.
La
primera de las ciudades andaluzas que Azorín trae a la palestra es
Córdoba. Lo hace a través de la pluma de don Juan Valera,
(1824-1905), escritor al que no siempre Azorín ha tratado muy bien.
Lo reconoce.
Tenemos
que hacer un acto de contrición. Durante mucho tiempo hemos
insistido en la ligereza, la socarronería y la frivolidad con que
don Juan Valera ha solido tratar las novedades de la estética y la
filosofía.
Firmada
la paz, –paz “postmortem”, no lo olvidemos-, vienen los piropos
al maestro de la generación anterior. Para el Valera muerto la
generosidad de Azorín desborda todo límite: Córdoba es el
peregrino ingenio de Valera. ¡Qué elegancia, qué pureza, qué
caudosilidad en el maravilloso estilo de este supremo artista!
Sin afectación, naturalmente, con llaneza, Valera es el más español
prosista de todos los tiempos.
¿No
se habrá pasado un poco, don José, como se pasó años atrás a la
hora de criticar a Valera? Me parece que sí. Después viene una cita
de varias páginas –exactamente cuatro-, en las que Valera nos
habla de la mujer cordobesa. Casi todo cuanto dice de las féminas
cordobesas valdría para la mujer de cualquiera de las otras siete
provincias andaluces. Interrumpe Azorín la cita para dar de nuevo la
palabra a Valera, que ahora nos habla de los patios cordobeses. Esta
vez la cita es más breve: sólo dopáginas. Una última cita, en la
que Valera nos habla de las comidas y dulces cordobeses, y al final
Azorín toma la palabra:
¿Qué
preferimos: Sevilla o Córdoba? Las dos ciudades, las dos campiñas.
En Córdoba quisiéramos, para morar, la casa blanca con el patizuelo
blanco y un ciprés en medio. El zócalo de la pared del patio sería
de intenso azul. Desde la azotea veríamos la lejana serranía hosca.
La
siguiente ciudad es Sevilla. El escritor al que ahora invita Azorín
a mostrarnos el paisaje de Sevilla es Fernando Fortún, (Madrid,
1890-1914), escritor muy poco conocido debido a que murió muy joven.
El fragmento que recoge Azorín está tomado del libro “Reliquias”,
publicado en edición no venal en 1914 como homenaje póstumo al
poeta. Posiblemente Fernando Fortún habría sido un gran escritor si
hubiese vivido más años, pero el fragmento elegido por Azorín no
sobrepasa el tópico de la Sevilla costumbrista. Para compensarnos de
las torpezas de este poeta incipiente, muerto cuando más prometía,
Azorín también menciona, aunque sin aportar la cita, a otros
autores que escribieron páginas memorables de Sevilla: Herrera,
Cervantes, Vélez de Guevara, Estébanez Calderón, el Duque de
Rivas, Bécquer, Heredia... Para que nada falte también él dedica
unas páginas de encomio y admiración a la hermosa ciudad andaluza.
Quisiéramos
vivir en una vieja casa de la la ciudad incomparable: una casa con un
sobrado
lleno
de trastos viejos –que nos entretendríamos en revolver-, con
estancias pavimentadas de azulejos brillantes –sonoras y claras
estancias-, con pasillitos al cabo de los cuales hay una puertecilla
de cuarterones, con un patio en el que se yerguen cipreses y reptan
por los muros jazmines. En la callejuela, solitaria, sólo se oyen de
raro en raro los pasos de un transeúnte o
el
grito largo de un vendedor.
Granada
es la última de las tres ciudades andaluzas que evoca Azorín en su
libro. Lo hace desde la lejanía de veinte años atrás y en su
rememoración se mezcla la añoranza y el paso del tiempo:
Granada
estaba como apartada de todo el mundo, como en un rincón, como en un
remanso
del
tiempo pretérito.(...) La vida moderna habrá puesto ya muchas cosas
nuevas sobre las viejas. Hace veinte años en la ciudad había una
profunda paz. Se gozaba del silencio. En el silencio, desde Puerta
Real, contemplábamos allá en lo alto de la montaña la blanca
nieve. En el silencio visitábamos el Generalife y oímos susurrar el
agua entre los mirtos. En el silencio, abarcábamos, desde la Torre
de la Vela, el vasto y soberbio panorama de la vega. En el silencio,
asomados a una galería del camarín de Lindaraja, veíamos, en lo
hondo, las frondas tupidas que bordean el Darro.
Unas
líneas después Azorín da la palabra a Emilio Castelar (Cádiz,
1832; Madrid, 1999) y ya es Castelar el que nos habla de Granada
hasta casi el final del capítulo. Cierro el libro al tiempo que una
desagradable sensación de injusticia me invade el corazón. Azorín
ha sido injusto con Andalucía: de las ocho provincias que integran
la región se ha dejado nada menos que cinco en el tintero. ¿Cómo
puede ser que no dedique ni una línea a Jaén, de cuyo paisaje
Antonio Machado ya había escrito poemas inolvidables? ¿Y qué decir
del paisaje de Huelva, sobre todo Moguer, tan líricamente evocado
por Juan Ramón? ¿Y la Almería de Villaespesa? Pero aún hay más:
en las tres ciudades seleccionadas tampoco ha elegido a los mejores
autores. De Sevilla ha dejado Gustavo Adolfo Bécquer páginas de más
calidad que las que Azorín nos ofrece de Fernando Fortún y algo
parecido ocurre en Granada con Castelar y Federico García Lorca. Sí,
en 1923 ya había publicado Federico páginas admirables sobre
Granada. Necesariamente tenemos que cerrar el libro con un suspenso
para Azorín. Su visión de Andalucía deja mucho que desear.
Publicado
en el “Faro de Ceuta” el domingo dia 21 de junio de 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario