GERMÁN ACOSTA ESTÉVEZ
Calles de
Granada, envueltas de misterio y empedradas con leyendas que se lleva el aire
hasta los bosques de La Alhambra; calles de curiosos nombres con las que fueron
bautizadas por el ideario, la creatividad, la ironía y también, por qué no
decirlo, por la “malafollá” del vulgo granadino; calles que, al nombrarlas,
despertaban la risa hilarante de algunos estudiantes que celebraban el final de
los exámenes cuatrimestrales de un febrero loco al calor de los efluvios de
unos porrones de vino peleón y de una copa de champán de baja intensidad.
Calles con
nombres de realengo moruno, de personajes señalados, de lugares cercanos, de
profesiones perdidas, de las palabras y suspiros del agua, recogidas con gran pasión
en la obra de Julio Belza: la calle Guatimocín
en el Barrio de San Luis rememora la figura de aquel caudillo azteca al que
Hernán Cortés mandó ahorcar por sublevarse; la calle Matamoros que escuchara los sones y las notas acompasadas del piano
de Manuel de Falla; el Callejón de las
Monjas, antaño nombrada por calle Ladrón
del Agua, donde existía un cauchil o registro de agua que los vecinos
manipulaban por las noches para llenar sus estanques o recipientes para el uso
doméstico.
Pero, sin
duda, llaman la atención de manera especial aquellas que tienen su razón de ser en
lo pintoresco y en lo legendario: próxima
a Torres Bermejas se localiza la calle Niño
del Rollo, llamada de tal guisa “por tratarse de un pilar de cantería, con
un remate redondo” del que pendían unos garfios en los que se colgaban unas
jaulas que contenían los miembros cercenados de los ladrones, como público
escarmiento, y que daba la impresión de “un niño en pañales con los brazos en
cruz”, al mirarlo desde una cierta distancia. La calle Poco Trigo, que comunica la avenida de Murcia con la calle Cristo
de la Yedra, debe su nombre por haber sido habitada en la antigüedad por algunos
hidalgos venidos a menos y bautizados por el común granadino como “señores de
poco trigo”.
Aunque,
puestos a elegir, me quedaría con la historia que hay detrás de la calle Niños Luchando, un relato que transcribo
a mi manera, encontrado por casualidad en las páginas de un amarillento diario
olvidado de 1905, y que parece más propio de un guion norteamericano para una
de tantas películas dulzonas que llenan nuestros televisores por estas fechas,
ensalzando el ideario del espíritu navideño.
Eran las
nueve de la noche del 24 de diciembre de 1540 y los primeros copos de nieve
empezaban a caer sobre Granada. En el interior de una humilde casa situada en
un callejón que nace de la placeta de la Encarnación y desemboca en la calle
Tendillas de Santa Paula, por un lado, y en la calle Arandas, por el otro
extremo, dos niños hermosos, que frisaban una edad de entre seis y ocho años,
ataviados con pobres y escasas vestiduras, lloraban con desconsuelo y en sus
rostros angelicales se podía apreciar las huellas de las cornadas que da el
hambre.
En el
extremo opuesto de la pequeña estancia,
una bella mujer, su madre, los miraba con una expresión de pena estremecedora.
Vestida con limpios andrajos, intentaba ahogar los suspiros y disimular las
lágrimas que velaban sus ojos, dirigiendo anhelantes miradas de soslayo a su
marido, un hombre también joven, de tez pálida y mirada perdida, de porte
distinguido, aunque envuelto en una raída capa y calzado con unas modestas
alpargatillas, signos de un pasado más próspero que se había basado en el
comercio de la seda con los moriscos de la ciudad, ahora asfixiados hasta la
extenuación y con, ello, su mala ventura.
El
mobiliario de la estancia estaba compuesto por un baúl forrado de baqueta y con
unas puntillas doradas hechas de ganchillo, una mesita de pino, dos sillas con
asiento de anea, dos jergones plegados y superpuestos en un rincón de la
habitación y un cuadro de Nuestra señora de los Dolores; para alumbrar tenuemente
la estancia, un cabo de vela introducido a presión en el cuello de una botella.
Ni un mísero tronco de leña para poder combatir el frío que se estaba cerniendo
sobre la casa del sombrío callejón. La nevada continuaba arreciando.
Las campanas
de la vecina iglesia de los Santos Justo y Pastor repicaron alegremente, y
entonces uno de los niños, ahogando momentáneamente el llanto, dijo con voz
entrecortada – Papica, un poquillo de pan.
-Espera un momento,
no desesperes, que pronto lo tendrás- repuso el padre con semblante de
circunstancias y comenzando a dar vueltas sin norte de forma nerviosa por el
cuarto.
- No
desesperes, Pedro- dijo la mujer.
Pedro, que
era un descendiente de una estirpe de cristianos viejos y fuertes convicciones
religiosas al igual que su mujer, replicó – María, Dios aprieta pero, no ahoga;
pero en esta noche en que la cristiandad conmemora el hecho más maravilloso de
la historia, mis hijos tienen hambre, me piden pan y no tengo medios para
procurárselo-.
-Ten fe, el
Señor muchas veces permite el mal, para luego sacar el bien de él, -respondió
la mujer.
- Ya ves que
la esperanza de que don Luis nos socorra también se desvanece. De nada ha
servido la carta que el otro día le dejé en su casa. Y, como último recurso he
tenido que empeñar tu abrigo, mis calzas y mi jubón,- sentenció amargamente
Pedro.
-Todavía
puede venir, es un hombre de buen corazón, tu amigo desde la infancia y ha
hecho mucho por nosotros,- replicó María, con dureza.
En efecto,
Luis Mohanchas había llegado a Granada con apenas cinco años procedente de una
alquería alpujarreña. Este morisco convertido, había aprovechado su nueva condición
para surtir de vino y pasas de la comarca alpujarreña a las nuevas élites
granadinas y terminó por asentarse en el
Barrio del Albaycín, ocupando una suntuosa vivienda cercana a la plaza de San Miguel
Bajo.
Abajo en la
placeta, las clarisas franciscanas de clausura del convento de la Encarnación
habían cerrado las puertas de su morada, tras atender las peticiones de última
hora de mantecados y yemas a través del torno; mientras, ya se oía en la calle un
alegre son de panderos, castañuelas y zambombas, y una joven moza entonó este
villancico:
Esta noche es Noche-Buena
Y no es hora de dormir,
Que está la Virgen de parto
Y a las doce ha de parir.
El resto de los presentes replicaron
a coro:
Ha de parir un niñito
Blanco, rubio y colorado,
Que lo quieren los pastores
Para guardar el ganado.
A los pequeños se les pasó por un
momento esa sensación de angustia mientras escuchaban atentamente aquella
copla, preguntando de forma atropellada a su madre el porqué de aquellos
cánticos en la calle en plena nevada. Y entonces, de repente, llamaron a la
puerta. Pedro salió a abrir con precipitación y poco después, casi sin aliento
dijo:
-María, niños, vamos a cenar. Don
Luis nos ha mandado con uno de sus criados una enorme cesta repleta de
provisiones-.
Mientras María rezaba de rodillas
frente al cuadro de la Virgen que había colgado en la pared, Pedro dispuso
sobre la mesa varios paquetes con comestibles y turrones que los rapaces
devoraron con especial fruición, y a los que la madre pidió que diesen gracias
al Señor y a don Luis por permitirles disfrutar de aquellos manjares.
Pero en mitad de aquella copiosa e
inesperada cena, los chicos comenzaron a discutir por el trozo de turrón que a
uno de ellos le había tocado en suerte, pues parecía más grande que el de su
hermano. Se entabló entre ambos una lucha a porfía y, antes de que los padres
pudieran intervenir, fueron a darse un fuerte golpe contra la pared.
En aquel instante sonó un ruido
metálico. Pedro y María se miraron extrañados, en tanto que los asustados y
pequeños combatientes se quedaron como paralizados. Pedro golpeó la pared,
notando un sonido hueco, por lo que se valió de la mano del almirez para dar
unos cuantos golpes en el testero y, como consecuencia, cayeron algunos cascotes
y yesones y una orza que, al romperse, esparció por la estancia numerosas
monedas de un color dorado e intenso.
Durante un buen rato quedaron
paralizados y absortos, contemplando aquella riqueza y sin poder articular
palabra. Una vez recuperados de la impresión, procedieron a separar los
escombros de las monedas cuadradas de oro con inscripciones árabes; junto a
estás descubrieron también un pergamino cuya escritura parecía también arábiga.
Ayudado por el cura de la parroquia,
las reticencias de Pedro a quedarse con el tesoro encontrado fueron
desapareciendo, sobre todo, cuando la traducción del pergamino desvelaba que:
era la voluntad del que había escondido aquel dinero, que lo disfrutara en
pleno dominio quien lo hallase, sin distinción de que fuese moro o cristiano.
Su única obligación sería la de dar limosna a todos los pobres que llegasen a
su casa el primer día de cada luna.
Pedro acabó comprando aquella casa y,
para hacer honor a aquel extraordinario suceso, dispuso que en la fachada de la
misma se colocase una escultura que representase a dos niños luchando, la que
dio a la calle el nombre que aún conserva.
P.D. Tal vez, mañana, el sonido
metálico de los bombos y la disputa pacífica de las voces de los niños de San
Ildefonso, nos traigan una buena cantidad de monedas y nos hagan algo más
felices, como a Pedro y a su familia.
Felices Fiestas