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sábado, 5 de diciembre de 2015

Los míos o los otros: verdad o herejía

Hoy día, cuando hablamos de izquierda o derecha no estamos refiriéndonos a la Guerra Civil, ni a la Segunda Guerra Mundial, ni a la Revolución Rusa, sino a los partidos que se ponen esa etiqueta. Resulta evidente que, desde el primer gobierno bolchevique en 1917, en Europa ha habido notables transformaciones: por ejemplo, ayer la izquierda y la derecha parecían representar clases o niveles económicos, pero hoy abundan los millonarios estruendosamente izquierdistas  y asalariados modestos que, con todo derecho, se sienten de derechas.

A menudo nos tropezamos con quienes no tienen reparo en declarar que ser de izquierdas ahora es apoyar las exigencias nacionalistas o separatistas, la asimetría o el diálogo con los terroristas, y en política exterior tener como referentes a Cuba o a Venezuela. Y que pertenecer a la derecha exige embestir contra el Estado del Bienestar, considerar la homosexualidad una enfermedad y el matrimonio entre personas del mismo sexo una aberración, un delito el aborto o la experimentación genética, y tener a los padres por exclusivos responsables de la formación ética de sus hijos aún en cuestiones cívicas, o a considerar inalterable la distribución de la renta y resignarse ante la pobreza de millones de hombre y mujeres. 

Es un falso dilema esta cuestión de etiquetarse en una de las dos posturas, puesto que todo obrero quisiera que su hijo lograra llegar a ser abogado, ingeniero o industrial y que viva mejor que él. Y cualquier empresario sensato, quiere para su hijo que nada le sea regalado, al contrario, que se lo gane con su esfuerzo, como lo hizo él. Lo importante es luchar contra toda tiranía que degrade la democracia formal, así como contra la miseria y la ignorancia que imposibilitan la democracia material. 

Los grandes partidos se pelean por ocupar el centro, hacia la derecha o hacia la izquierda, porque no quieren perder el voto indeciso. Hay que ser capaces de aprovechar los elementos positivos de unos y de otros, pero sin tener que cargar con sus prejuicios y vicios reaccionarios, que existen en los dos campos. Sabemos que en democracia el pueblo elige a sus representantes y que el sistema se rige en base a una Constitución aprobada por la ciudadanía. Por lo tanto, si hay algo fundamental en el sistema, más que otra cosa, es la Justicia, en el sentido filosófico del término, y las leyes que emanan que son las herramientas que la permiten aplicar. Son esas leyes que todos debemos respetar, que todos debemos exigir; esas que, con los mecanismos que nosotros nos hemos dado, podemos cambiar. 

Los ciudadanos no podemos excluirnos de la vida política, ni renunciar a exigir el respeto a nuestros derechos y libertades. Porque, queramos o no, es en nuestro nombre en el que se legisla y se gobierna: luego no hay más remedio que mojarse para que nuestras ideas tengan voz y estén lo mejor representadas que sea posible. Mojarse no es alinearse con un partido, no es ser fiel a una doctrina hasta morir por ella. En nuestro tiempo, conociendo la confusión filosófica en la que se mueve el cotarro político, tan importante como ser fiel a un ideal es vigilar a quien nos guía y hacerle ver que podemos buscarle un recambio si nos desfrauda.

Lo detestable en democracia es la infalibilidad. Esos aparatos que adoctrinan a sus fieles para que todo lo bueno esté en casa y lo execrable fuera de ella, una división de la especie humana en grupos rivales de fanáticos, cada grupo firmemente persuadido de que las tonterías de su cuño son verdad sagrada, en tanto que las del otro bando son herejía condenable. 

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