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viernes, 6 de enero de 2017

La Escuela Hogar de Órgiva en primera persona: recuerdos de lo vivo lejano.



GERMÁN ACOSTA ESTÉVEZ
 
El pasado 10 de diciembre, la Asociación Cultural La Casa de la Alpujarra concedía el galardón de Alpujarreño Destacado a la Asociación Amigos de la Cultura de Órgiva.
Entre los méritos acreditados por este grupo, con un marcado enfoque cultural y social hacia la comarca alpujarreña, estaba el haber conseguido la construcción en 1966 de un Instituto de Bachillerato, tras sortear varios problemas y con mucho esfuerzo por parte de sus miembros fundacionales. Para completar la tarea, en los terrenos sobrantes aledaños y empeñando sus respectivos patrimonios, en 1972 comienza su andadura el Colegio Menor Fernando Castellón, al que poco después se le agrega la Escuela Hogar, dos referentes, sin duda, entre los lugareños de aquellas tierras, pero, sobre todo, entre los cientos de niños que allí vivieron y estudiaron, que quedaron marcados por su impronta y las múltiples vivencias entre sus muros.
Sin duda, estos centros supusieron una oportunidad única para la formación y el estudio de aquellos rapaces, hijos en su mayoría de esforzados labriegos alpujarreños, en cuyos pueblos (sobre todo los más pequeños) la segunda etapa de la Educación Primaria había quedado desaparecida o muy debilitada con la Ley de Educación de 1970. No es menos cierto que, en estos niños, el despertar de la responsabilidad nace quizás demasiado pronto: con tan solo 11 ó 12 añitos tuvieron que priorizar el mantener su beca, pasando los juegos a un segundo plano, pues el fracaso suponía un horizonte de manos encallecidas para, sin horario, arrancarle a la tierra un fruto bastante escaso. 
Tiempo de formación y disciplina en tiempos de cambio. Monjas y seglares a cargo de un centro mixto, tan raro al uso por aquellos tiempos, donde los educadores también tuvieron que adoptar distintos  roles: tutores o consejeros, o incluso de padres de familia muy numerosa por obra y gracia del destino siempre romántico e imprevisto de La Alpujarra.
Para nosotros, algunos de los que pasamos por allí como alumnos hace ya la friolera de casi 40 años, fue un tiempo que marcó nuestras vidas para siempre: amén de estudio y normas de convivencia y comportamiento, nuestro pasaporte esta sellado de cientos de vivencias, de múltiples anécdotas y de relaciones interpersonales intensas, capaces de conectar enseguida a dos personas que estuvieron allí, aunque en distinta época, porque los que tenemos ADN de aquel colegio, nos une una esencia más fuerte incluso que la sangre. Pero sobre todo, de allí salieron amistades que aún perduran pese a la distancia y al tiempo. Y cuando te reencuentras o hablas con alguno de aquellos compañeros de fatigas, al final la memoria se precipita en un torrente de recuerdos:
 _ ¿Te acuerdas? _ No se me olvidará en la vida.
Llegué a aquella Escuela Hogar a finales del solsticio de verano de 1977. Atrás quedaron en Motril, “los Rompetechos”, Ayudarte y compañía, y también compañeros como Manolo Jiménez, Salvador, Miguel Maldonado, Daniel y toda la caterva de rubiteños que allí había. Reconozco que mi primera experiencia en aquel internado de Órgiva no fue muy agradable: el potaje de habichuelas tenía ciertos invitados minúsculos negros en suspensión; del comedor pasamos a los aposentos comunales donde colocamos nuestros escasos pertrechos en una taquilla y donde conocí a mi primera amistad, un chico rubio con gafas que blincaba a lo alto de la litera como un choto, que andaba continuamente acomodándose el flequillo y sobre el que decían los más veteranos que tenía algún tornillo suelto: Andrés Carbelo, de Cojáyar, amigo y compañero de camareta y con el que me estrené en las tareas de limpieza del dormitorio el primer fin de semana.
A la mañana siguiente en aquel amplio comedor, nombrado jefe de mesa por aclamación de un dedo señalador desconocido, me sentaba y bendecía la mesa, según costumbre, junto a otros cinco compañeros, entre los que estaba un chico de Almegíjar al que todos llamaban Manolo “Nervios”, cuyo tembleque de manos propiciaba que su servilleta siempre estuviese de aquella manera. Y a mí que, por cuestión inherente al cargo,  me tocaba llevarla siempre al servilletero…La mantequilla y el foie-gras siempre andaban justos, sin embargo, la mermelada no era muy requerida y un servidor aprovechaba la ocasión, aunque sin saberlo, para lograr un aporte extra de fibra  y antioxidantes. Como tampoco olvidaré aquella mañana en la que, a propuesta de mi tutor y bajo la supervisión en persona de la mismísima Madre Méndez, me fue ofrecido un desayuno propio de la realeza por el simple hecho de acceder a la fase provincial de un concurso de redacción patrocinado por una afamada marca de refrescos: ni que decir tiene que me puse como el Quico.
Tras volver de clase y casi sin más tiempo que el de soltar los libros en el estudio, nos preparábamos para el almuerzo, para lo cual formábamos varias filas debajo de aquella baranda que protegía las escaleras de acceso a la primera planta, momento en el que las collejas volaban por todos lados, hasta que Salvador se daba cuenta del percal y nos las devolvía con IVA incluido. En aquel refectorio el menú era casi siempre el mismo semana tras semana: garbanzos, los martes tocaban macarrones cachondos (había que comer rápido, pues luego tenían que hacerlo los chicos y chicas del Colegio Menor) y los viernes siempre había lentejas, tortilla de “papas” ya curada con aceitunas Gran Reserva que se apuraban más rápido que de costumbre, ya que muchos se iban el fin de semana a sus lugares de origen y la Alsina salía a las 15´00. Sin duda, los mejores manjares estaban reservados para los domingos: albóndigas o pollo en salsa, pero en su justa medida…La merienda se dispensaba tras volver del cole por la tarde en la puerta del comedor, donde sobre un banco se colocaban unas cajas con trozos de pan y otra con chocolate, porciones de carne de membrillo, etc. Comer rápido y a jugar, pues a continuación venían 120 minutos de estudio hasta la hora de la cena, donde se nos obsequiaba con distintas sopas o patatas revueltas con huevos que yo, de vez en cuando, les pongo a mis zagales. Pero, en ocasiones, sabiendo que la última comida del día no iba a ser muy consistente, cuando llegaba el buen tiempo y con él las ciruelas, nísporas y demás frutos apetecibles, decidíamos regalar a nuestros cuerpos serranos una aportación alimenticia suplementaria. Era entonces cuando Manolo “el Lagarto”, entre la hora de la merienda y la de comienzo del estudio, pronunciaba la contraseña: “vamos a merendar”. Y desaparecíamos en el acto sin dejar rastro para rendir visita a la vega de Órgiva: Tíjola y las ranas de San Antonio y las tortugas de la Charca del Borriquero echaban a temblar ante aquel grupo de operaciones especiales.
Y para dar de comer a tanta boca, en la cocina a pleno rendimiento siempre, estaban Loli y su hija, Rafaela, Loli y otra chica joven de cuyo nombre no me acuerdo. A estas últimas, con el despertar de nuestra pubertad y las ansias por conocer el desnudo femenino, recuerdo que solíamos espiarlas por un trozo de cristal descolorido que había en el estudio que estaba contiguo a las duchas y vestidores del personal laboral. Todas ellas estaban comandadas por la madre Pilar, quien con su llegada mejoró sustancialmente la variedad y calidad de nuestras viandas, siempre bajo la estricta supervisión de Lucy, la hermana de la madre Méndez, aquella mujerona no muy agraciada que los domingos se apretaba un par de Larios con cola en el bar del Oeste. Con el personal de cocina mi relación fue siempre excelente, sobre todo el segundo año en el que estuve de puesta de comedor el curso completo: de los seis que realizábamos tal cometido, siempre me mandaban a mí al almacén a por cualquier cosa que faltase, acción que se veía recompensada a escondidas con algún trozo de tocino para la “pringá” o cualquier otra fruslería. Aunque también conocimos los recortes ese año, quedándonos sin la ansiada bollería durante tres domingos seguidos. Pero un descuido de la Madre Tomasa el último fin de semana del mes de abril, dejándose la puerta abierta de la lavandería, nos permitió el acceso a la despensa y arramblar con los desayunos de todo el personal: suizos, cuñas o bilbaínos fueron devorados en un santiamén en el dormitorio de abajo. Aunque luego vino el remordimiento, no hubo confesión de tan placentero delito, como era de esperar.
El estudio era parte fundamental de nuestro día a día. Para ello disponíamos de un salón en la parte baja del edificio. El nuestro, el de 7º y 8º, estaba junto a la sala de la televisión que había justo en frente de la entrada de esa planta del sótano; más allá de la sala de esparcimiento se encontraba una dependencia para material deportivo y otros menesteres y la sala de mecanografía; en el otro sentido se hallaba el estudio de 6º, los vestidores de las cocineras y, tras unos pocos escalones, nuestro dormitorio; 5º y los cursos inferiores se encontraban en la parte superior del ese ala del edificio. Allí mi tutor me facilitó por vez primera un método de estudio, recibía ayuda y me resolvían dudas, y se respiraba silencio…Bueno, casi  siempre. Difícil tarea cuando hay más de cuarenta chavales juntos, cada uno de su pueblo, y de su padre y su madre. Allí ocuparía dos años el mismo banco y el mismo pupitre, y dos años me acompañaría el mismo compañero: Gonzalo Chinchilla Fernández, de Notáez, gran persona y amigo, y que siempre me llamaba: ¡primo! Cosa rara, porque en aquel refugio difícilmente nadie te llamaba por tu nombre, sino por tu apodo o mote. “Perro”, “Trucha”, “Medusa”, “Rata”, “Ballena” no eran más que una muestra de aquel arca de Noé que contenía de casi todas las especies. Pero también había otros de más amplias miras: “Perkins”, ”Tocino”, “Bomba” o “Violín”. En fin, un extenso catálogo.
La llegada de las notas era otra cuestión: en algún caso se pagaba con privación de salidas, apoyo de limpieza en espacios comunes, refuerzo de estudio o con el homónimo de la forma consagrada por suspenso y entonces había cinco evaluaciones: comprenderán pues el duro destino de algunos de mis compañeros menos capacitados o más relajados. No era quizás la pedagogía más adecuada, pero ningún chico desarrolló trauma alguno o necesitó de sicólogo. Los padres tenían una fe ciega en el maestro.
Para los que permanecían en el colegio durante el fin de semana había ocupaciones varias: limpieza y aseo, el omnipresente estudio, deportes y juegos, y el domingo acudíamos a misa a la iglesia del pueblo con sus espectaculares torres gemelas, para después tomarnos una cerveza en “el García” con su tapilla de hamburguesa en salsa o con unos pimientos fritos en el antro que había en el callejón que comunicaba la parte trasera de la iglesia con el casino y regentado por “Juanico Falange” , Sí, cerveza con13 ó 14 años. Nada de extraño en esa época, pues la mayoría de nosotros ayudaba en las tareas del campo a sus padres e incluso iba a ganar jornal cuando se terciaba. ¿Éramos suficientemente mayores para trabajar? ¿También para echarse un quinto de cerveza? Ciertamente, no, pero así era. Antes del almuerzo del domingo solíamos pasarnos por el barecillo de Paco “Pollas” que estaba justo frente a la salida del colegio, donde recuerdo como si fuera hoy: a Pino y Salvador echándose unos chatillos de vino,  los “hits” del momento de Travolta y los Bee Gees sonando machaconamente en la sinfonola una y otra vez, a las novedosas maquinitas de marcianos o comecocos, y al entrañable lugareño Joselete retorciéndose al jugar en ellas y diciendo: “¡qué fino soy!”. Tras la comida, toda la chiquillería a la sala de la televisión para ver las series de moda: “La isla del tesoro”, “Sandokán” u “Orzowei”. Después vendrá el dilema de cómo rellenar la pesadez y ociosidad de la tarde, a la espera del tan temido lunes y del regreso del resto de nuestros compinches que disfrutaron del fin de semana en su casa.
Entre los educadores que contaba aquel centro podemos nombrar a Yáñez y Antonio Jerónimo, si bien nuestro contacto y relación con ellos era mínimo, ya que estaban encargados del personal masculino del Colegio Menor.
Caso distinto es el de Pino, encargado de los chicos de 6º, el papi de todos ellos, creo que tuvo ese curso le cayó en suerte el tener a su cargo endemismos de una singularidad asombrosa como Benjamín, “el Rubio” o “el Rascaleño” entre otros. Hombre corpulento y con cierta pachorra, con el que nuestros fines de semana eran más relajados cuando le tocaba guardia, pues algunos días del señor solía irse a comer a su casa y eso nos daba cierto cuartelillo, pues el pobre Salvador era más condescendiente y no podía abarcarlo todo. Eso sí, esos domingos por la tarde estaba pendiente del transistor y de la quiniela, atascando de vez en cuando un cigarrillo de Ducados con un golpe seco en la esfera de su reloj y esperando un buen resultado de su Barça y no tan bueno del Madrid, temiéndole quizás a las chanzas el lunes por parte de su” primo” Carvajal.
Don Antonio era más serio y a veces se gastaba malas pulgas cuando se saltaba uno ciertas reglas. Apasionado del deporte y de la elocuencia teórica, me inculcó que el descanso de mis compañeros era sagrado. Pero a veces, ese descanso se rompía de la forma más inesperada, como por ejemplo, la noche en la que haciendo un verdadero ejercicio de contorsionismo, nos colamos entre las rejas del baño de nuestro dormitorio y volvimos ya de madrugada con saco y medio de mandarinas que disfrutó toda la peña. Para justificar tan concentrado olor, dijimos que a uno de los compañeros, que ya por entonces apuntaba maneras de metrosexual y tenía el bolsillo medianamente abrochado, se le había roto y derramado en pleno dormitorio el bote del champú. ¡Menuda trola! O qué decir de aquellas noches cuando algunos soñaban en voz alta con algunos pasajes intensos de su actividad cotidiana. ¡La que se liaba! Por no referir las noches en vela que pasábamos en los baños contando batallitas o leyendas de nuestros respectivos pueblos.
Carvajal solía montar en el colegio cada año un equipo de futbol cuyo estadio majestuoso estaba en Sortes, donde entrenábamos cuando encartaba y venía bien, por muy adversas que fueran las condiciones del clima; llegó D. Antonio a conseguir hasta 16 camisetas y pantalones a los que tuvimos que pintar el número con rotulador y que llevamos con orgullo en el 78 a la clausura de los Juegos Escolares en los Paseos Universitarios y, con las mismas, nos fuimos a disfrutar del Corpus en las inmediaciones del Violón.
El Balonmano también fue otra de sus improntas dejadas allí. Cómo no acordarse de aquellos épicos partidos contra el Ave María de Pepe Pozo, apoyados por la masa enfervorecida y al grito unánime y genérico de ¡colegio!, ¡colegio!, ¡colegio!, aunque acabáramos perdiendo con ellos, como siempre.
Él fue también el responsable del vallado que se puso tras la portería de la cara sur del campo de deportes a fin de proteger los cipreses que se habían plantado. Para ello fuimos reclutados Antonio Rodríguez, del cortijo Los Payares, Manuel Sáez “el Lagarto, mis paisanos Gonzalo esteban (a quien un día metimos en la rueda de un camión y lo tiramos rodando por las escaleras de la salida sur del colegio), Miguel Ángel Dueñas y un servidor. En el Simca 1200 marrón de nuestro tutor nos encajamos en Tablones y pasamos ese fin de semana cortando troncos de los pinos quemados en el devastador incendio ocurrido meses antes. Dispensados de asistir a misa, después del transporte, mi amigo “el Lagarto”, que era muy ocurrente, nos lanzó el reto de afeitarnos por primera vez la poca pelusilla que teníamos por bigote, acción que los niños de Escuela Hogar teníamos vetada. El resultado: la cara hecha un cromo. El remedio a tal urgencia vino de la mano de Rodríguez al decirnos que había escuchado que el pelo del mostacho crecía rápidamente si se untaba uno tocino y se restregaba también con ajo. Así que tuve que tirar de mis influencias en cocina para que nos suministrasen los ingredientes de tan milagrosa pócima, pero el resultado fue aún peor, y la pringue y el  perfume acabaron por delatarnos. Creo que Carvajal se descojonaría al darse la vuelta. No hubo castigo, solo que también fuimos elegidos para colocar los palos y la correspondiente tela metálica.  
Con el transcurrir de los años y con la marcha de estos dos pilares de aquel internado, se perdió, de alguna manera,  parte del mito o la leyenda que lo habían alimentado a lo largo del tiempo.

Antonio Serrano completaba aquella terna de educadores en el colegio. Aquel durqueño de prominente nariz era quizás el más serio y menos cercano con los alumnos del colegio y solía decir que con la ingesta de cebolla el apéndice nasal se hacía más pronunciado, lo cual desataba las carcajadas de los que estábamos alrededor, risas que él acogía de buen grado. Tenía a su cargo, junto a la madre Tomasa, a los chavales de menor edad y fue muy de agradecer su empeño en el fomento de la lectura entre sus tutelados.  De vez en cuando departía con los seis chicos que estábamos en el servicio del comedor, e incluso nos dejaba con la boca abierta cuando nos mostraba sus habilidades a la hora de pelar la fruta con cuchillo y tenedor.
Salvador Serrano era tal vez la persona más entrañable y cercana a nosotros. Llegaba todas las mañanas con su cara algo roja, su marcado abdomen y su jersey verde de lana con la correspondencia en la mano. Siempre le recuerdo como queriendo mostrar un ataque repentino de carácter que pronto desaparecía, porque no era su condición, aunque durante la enfermedad de su hijo Adolfo, que luego le sustituyó en sus funciones, estuvo un tanto perdido y agrio. Le recuerdo también sesteando en la sala de la televisión los domingos al medio día y disfrutar de su vinillo con D. José Pino en el bar. Confieso que solíamos engatusarlo para que nos dejara salir alguna tarde del fin de semana al pueblo; cuando se negaba, poníamos caras de circunstancias y el argumento de que alguien de nuestra familia estaba por allí de visita. Al final acababa cediendo y mirando con pose y señalando su reloj, nos concedía media hora de permiso que nosotros rara vez respetábamos, pues nos entreteníamos intercambiando por un duro novelas del Oeste en el quiosco de debajo de la iglesia, o con nuestras amigas “güeveras”, o pasábamos el rato en los recreativos abusando de una máquina que abríamos con un cortaúñas o engañábamos con una moneda de cinco pesetas sujeta por un hilo de pescar, obteniendo todas las partidas gratuitas que deseábamos. Asesorados por los compañeros más veteranos era costumbre en el estudio del fin de semana el ponerle en un brete para que nos explicara la reproducción, y era entonces cuando el rojo de su cara se volvía más intenso. En mi memoria aún está muy viva la comida que tuvimos al final de curso del año 79 en el río Guadalfeo, en un remanso a la altura del Castillejo: aquella carne con tomate que nos preparó a los de 8º acompañada de cerveza y buena compaña durante todo el día es uno de los recuerdos más reconfortante que tengo de mi paso por aquel hogar.
Y luego, en mitad de aquella Babel alpujarreña, estaban las monjitas, las Siervas de San José. Apenas si recuerdo a la Madre Inmaculada, fallecida este pasado noviembre, y a otra hermana, conocida entre el alumnado como la “metralleta”, por su acusada tartamudez.
La Madre Pilar, mujer guapa y con cara de buena gente, de sonrisa abierta, agradable y humana, puso todo su empeño en mejorar nuestra alimentación, pero las condiciones económicas la hicieron replegarse y pasó a un segundo plano al tiempo que mudaba un poco su carácter comunicador.
La Madre Concha era uno de los estandartes de aquel internado. Se solía ocupar de los pequeños percances o enfermedades comunes que nos afectaban: nada que no se pudiera solucionar con Aspirina, Okal u Optalidón. Cómo olvidar sus salidas de tono en las celebraciones de las Flores de Mayo o su lazo rojo cuando se celebraba San Valentín, diciendo con su sonrisa entre infantil y picarona que ella estaba enamorada de Jesucristo: Por cierto, era muy mala vigilante en los bailes que celebraban los mayores o se lo hacía. Quedarán para la posteridad sus clases de Religión en el Instituto: especialmente movidas eran aquellas de 2º de BUP en las que hacía aprendernos para luego recitar de carrerilla aquel Himno del Amor (Corintios, 13). Claro está que cuando ya llevábamos 7 u 8 alumnos con la misma cantinela monocorde, el calorcillo de las cuatro y el madrugón de los maitines comenzaban a hacer mella en ella, momento para que el espabilado de turno del pueblo o de Lanjarón nos contase pormenorizadamente la película que había visto en su casa la noche anterior. Terminada la impostura, la despertábamos súbitamente y ella asentía que lo habíamos bordado, tal vez por no reconocer su pequeña cabezadita.
Por allí también deambulaba la Madre Tomasa, aquella viejecita de tez blanquecina con algunas manchas  y ojos penetrantes, muestra de su firme carácter e imparable actividad, aunque he de reconocer que en las distancias cortas era adorable por su guasa y su retranca. Además de compartir las riendas del estudio de los más pequeños, llevaba la lavandería y se ocupaba de repartir y vigilar la comida de sus niños, aunque a veces se empecinaba en que dos renacuajos como Cortés y Orteguilla se tragaran aquel plato de Duralex colmado de macarrones.
Luego estaba la Madre Emérita, venerable viejecita que enseñaba mecanografía mientras camuflaba el martilleo de las teclas con el sonido del piano. Un poco encorvada y menuda, esbozaba una eterna sonrisa que sólo se truncaba cuando golpeábamos los cristales de las ventanas de su clase jugando al frontón.
Comandando aquella partida de hábitos estaba la Madre Méndez, mujer de baja estatura, de mirada firme y carácter marcado. Se ocupaba de la dirección del centro y en gran parte del estudio de las chicas del Colegio Menor. Difícil no reconocer la ardua tarea que tenía que realizar, aunque supo tener la suficiente mano izquierda para armonizar un colegio mixto en cuyo puchero hervían más las hormonas que los propios garbanzos. Su marcha a comienzos de los 80 supuso un antes y un después en aquella casa: los veteranos acabarían echándola de menos, pues su sustituta, la Madre Vicenta no entendió la filosofía ni las costumbres y derechos adquiridos en todos los años pasados. Históricos varones como Vargas, Juani, Viñolo o Ramón que llevaban allí 5 ó 6 años, en el 83/84acabaron por marcharse en COU, en el curso estrella para los que se consagraban en aquel colegio.
Y luego estaban los mayores, aquellos chicos del Colegio Menor a los que me parece aún ver bajando las escaleras como potros desbocados y oír el eco de sus poco melifluas voces: Murcia, Cohetero, Ansé, Sabio, Mingo, Salas, Cruz, Matías,…A todos ellos los envidiábamos, no sólo por la estatura, sino por estar en unos cursos todavía muy lejanos para nosotros, pero sobre todo, porque andaban siempre con las chicas: compartían con ellas fines de semana frente al televisor dándole caladas a un cigarrillo prestado, allí donde se entrelazaban sus manos las recién surgidas y nerviosas parejas; participaban en excursiones organizadas por el colegio o en festivales donde se preparaban canciones para la ocasión al son de aquella banda mítica compuesta por varios educadores, donde Pino atizaba a la batería mientras sujetaba un cigarro casi de forma perenne y con arte antiguo en la comisura de los labios; realizaban representaciones teatrales, por no hablar de los ansiados bailes en el comedor, con la luz de la cocina de fondo como único testigo cuando se trataba de bailar lento y con la animación que proporcionaba el alcohol guardado en los bolsos de las niñas a modo de improvisado y embrionario botellón. Todo eso fue lo que la nueva dirección intentó limitar en exceso y derivó en un malestar crónico.

Las circunstancias hicieron que yo buscase acomodo fuera de aquel recinto para estudiar bachillerato. Mis compañeros seguían allí. Me seguía pasando por aquella casa con el pretexto de verlos, aunque coincidíamos en el Instituto, donde tuve nuevos compañeros e hice grandes amistades con otros que también estaban residiendo en el Colegio Menor. Aquellos mismos me visitaban tras la merienda en la pequeña y coqueta casita que estaba al final del paseo, y allí se arrimaban al brasero para calentarse un poco los huesos antes de irse para el estudio o para echar un ratico de casquera compartiendo un pitillo.
La lógica y los nuevos tiempos terminaron por determinar el cierre en 2004de aquellos muros que habían guardado dentro tanta vida y juventud. Una buena amiga que había pasado cuatro años en aquel lugar de culto me comentó que había llevado a su marido y a sus hijos para contarles sus batallitas y mostrarles el centro que tanto le había marcado, pero que le produjo un tanto de pena el enterarse que, desde 2007, aquello era un Centro de Estancia de Día y Residencia de Mayores.
Confieso que, alguna de las veces que he visitado Órgiva, he tenido la tentación de pasarme a contemplar aquel barco encallado que me acogió en aquellos tiempos, pero no he podido o he sido un cobarde: quizás porque nunca me fui del todo, quizás por miedo a que me asalte mi propio espíritu errante por aquellos contornos, quizás porque temí recordar: las collas de niños jugando a las canicas con las manos llenas de tierra, al abejorro, las partidas interminables de frontón, los partidos de fútbol donde nadie era excluido pese al número infinito de contendientes, a aquellos que a tan temprana edad buscaban furtivamente los servicios para fumarse el cigarro prohibido, aquellas escapadas a la vega o al río en busca de la molicie u ociosidad, las sempiternas horas de estudio, las confesiones o los chistes en voz baja en el dormitorio, los paseos de ida y vuelta en pandilla de las chicas para recitar de corrido el examen de Historia de aquella tarde o comentar los nuevos romances surgidos intramuros, o el encaminarse al Instituto con los libros aferrados en el regazo. Así, cada uno de los que pasó por aquel lugar podrá contar cientos de experiencias y anécdotas vividas en primera persona o conocidas a través de sus más allegados.
_A mí no se me olvidarán en la vida. ¿Te acuerdas?

8 comentarios:

  1. Grades recuerdos, bonito artículo, Germán

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  2. Qué recuerdos!!! Buenísimo el artículo. Un abrazo Germán. Cuanto tiempo...

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  3. Cuantos recuerdos!!! Gracias por un artículo con tantos detalles de una época pasada pero que quedará grabada en mi memoria para siempre. Saludos a todos, Shalan (Catalina de Yégen)

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  4. Felicitarte por el realista artículo que describe como era nuestro Colegio. Estuve allí desde 1974 a 1980 (7º, 8º de EBG, 1º, 2º y 3º de BUP y COU). Guardo los mejores recuerdos.

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    2. Soy Antonio Serrano, felicidades, colaboro desde hace más de treinta años en un periódico y creo que nunca he encontrado un artículo tan real y ameno, ¿O es que a mis años conmueven los recuerdos aún con más fuerza?

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    3. Seguro que los recuerdos tienen ese gran poder. Gracias y saludos de este antiguo alumno.

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  5. Yo estuve en ese colegio desde 1996 hasta que cerró en 2002 .que recuerdos Madre de Dios pero qué recuerdos y cuando yo estaba ahí lo odiaba y no me gustaba pero ahora me encantaría volver atrás para poder portarme bien con los maestros gracias al maestro Don Enrique al maestro José Manuel a moya a la madre Marina a Mari Carmen Bueno a las dos maricarmenes gracias a todos

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