Después de la comida y al regresar a clase, en aquellas
tardes de monotonía tras los cristales, la señorita Cristina solía propiciar
que se echase una cabezadita en el aula o leer a su parvulario algunos cuentos
tradicionales y de sobra conocidos. La gran mayoría de ellos seguían un mismo
patrón de desarrollo, pues comenzaban con una ruptura del orden establecido,
continuaban con una serie de peripecias del protagonista y los personajes
coadyuvantes, para finalizar con la restauración de la situación inicial.
Muchos de esos pequeños relatos tenían como centro de atención a un lobo, cuyas
andanzas eran contadas por la maestra con un arte declamatorio rotundo que hacía
que mis compañeros escuchasen con los ojos abiertos como platos; a mí, por el
contrario, me entraba aún más somnolencia, quizás porque siempre sentí cierta
simpatía por los antihéroes o personajes desastrosos de los cuentos, tal vez
porque no entendía la crueldad de que la solución fuese el llenarle la panza al
bichejo de piedras, para luego coserlo y lanzarlo al río para que se ahogase. Años
más tarde, me enteraría de que el relato de aquellos cuentos infantiles
perseguía una finalidad pedagógica, inculcando valores como la superación, el
esfuerzo o la solidaridad.
Poco tiempo después, un naturalista, que nos interpelaba a
través de la televisión única como amigos
del planeta azul, se esforzaba en acercarnos al mundo y hábitat de estos
cánidos, e intentaba desmitificar la mala prensa que pesaba sobre dicho animal
desde el principio de los tiempos; ni te puedes imaginar-querido lector-cuál
fue mi sorpresa cuando, años después, un tal Paco Ibáñez cantaba aquello de “había
una vez un lobito bueno, al que maltrataban todos los corderos…”.
En fin, la presencia de lobos en tierras alpujarreñas está
documentada desde muy antiguo e incluso el nombre ha pervivido a lo largo del
tiempo en algunas manifestaciones de la toponimia local. Algunos clérigos
estremecieron al escuchar sus aullidos en los contornos de la Sierra de Lújar
allá por los siglos XVI y XVII, teniendo que guarecerse en las cuevas que
servían de aprisco a los ganados para pasar la noche. A mediados del XIX, la
administración provincial suministraba a los consistorios locales bolas de nuez
vómica para acabar con estos perros salvajes; lo mismo que se hacía en la
capital con aquellos chuchos que deambulaban sin rumbo por la ciudad, pero en
este caso, el veneno se suministraba oculto en un trozo de la sangre del cerdo
embutida, de ahí que los naturales acuñasen la tan castiza expresión de “que le
den morcilla”.
Avanzado este mismo siglo, tenemos conocimiento de que, a comienzos
de noviembre de 1892, una manada de lobos que merodeaba por las inmediaciones
de Soportújar castigando a los rebaños de ovejas, entró en un corral y se
ventiló a dos cerdos de un plumazo. El alcalde, de inmediato, organizó una
batida, pero sin éxito. Cuatro años más tarde, por marzo, en el vecino pueblo
de Cáñar los lobos saltan la tapia del corral de Rogelia Martínez y matan a 36
ovejas, mordiendo a otras 56. En su camino de regreso hacia la sierra,
sorprendieron al maestro del pueblo que se había levantado de madrugada para
dar el puesto de alba, al cual
cercaron y salvó su vida al encaramarse a lo alto de un gran roble. Peor suerte
corrió su perdiz para el reclamo.
Más curioso fue el caso que acaeció a Francisco Domínguez
Correa y a su criado en el Cortijo de La Laguna, también en el término de
Soportújar, pues habiéndose sentado al rincón para desentumecerse y dejando la
puerta del habitáculo abierta para no sucumbir al humo, un lobo penetró
tranquilamente en la estancia y se llevó a cuestas, tan campante, las viandas que
guardaban en las alforjas. La prensa de la capital de España se hizo eco del
suceso y, en tono de sorna, aprovecharon para atizar a los andaluces por su
querencia a lo exagerado, aunque los hechos sucedieran tal cual.
Tal vez estos hechos eran conocidos por H. R. de la Peña,
como conocía, a la perfección, la geografía de esta parte de La Alpujarra, a
tenor de lo que se refleja en el cuento titulado Lobos en el camino, y que transcribimos íntegramente a
continuación. Un cuento, sin duda, de filiación neorromántica tardía, también
con lobos como actantes del mismo y con un final marcado por el fatum, como no podría ser de otra manera,
que vio la luz el 16 de marzo de 1929:
Las
gotas se aplastaban sobre las latas de los chamizos. Terca, contumaz,
aparatosa, la tormenta pasaba por el pueblo alpujarreño como jabalí irritado
por una jauría de perros. Las casuchas bajas, pegadas como lapas al terruño,
parecían encogerse más aún aplastadas por la acuosa cortina. Una tregua corta,
y otra vez el redoble temeroso de los goterones.
¿Caía
el agua del cielo o subía de la tierra? La araña negra de una nube había cogido
con sus hilos el puñado de casas, y de vez en cuando tiraba desde arriba la
encendida cuchilla de una exhalación.
Era
una pelea ardorosa y magnífica. El lugarejo se aferraba a la tierra hincando en
ella las raíces centenarias, y el vendaval, con su estrépito, quería raer y arrancar
de cuajo el caserío. Las viejas comadres rezaban para desviar el peligro, y los
chiquillos hundían sus cabezas,
medrosicos, en las faldas maternas.
Los
riachuelos y riberas de pobre caudal y plácida canturria en los días veraniegos,
iban ahora henchidos, soberbios y ruidosos. Habían perdido su modestia peculiar,
ensoberbecidos por los ajenos aportes. Como algunas vidas...
La
lumbre de los relámpagos convertía en plata las torrenteras, ventisqueros y pegujales.
Los arbolillos de los huertos, entecos y mondos, ofrecían al sacrificio las
ramas más débiles, y los guijos lavados y pulidos de la calle brillaban en la oscuridad
como arracadas en lóbulos de mocita.
Se
abrió la portezuela de un chamizo. Ardía en el lar un puñado de cepas. El fuego
hogareño, al alumbrar la calle, descubrió el raudal del agua, que apretó ahora
con más encono en su furia; y en el vano de la puerta apareció la silueta
apretada y maciza de un chicarrón. Era Joseíco, mozuelo ardido, de viril
empaque, fuerte como un macizo de La
Alpujarra, y valiente como una alimaña serraniega.
Gañán y arriero, mozo de temple y tronío, igual guiaba una recua de machos
cargados de zumo de las viñas alpujarreñas, que cogía la mancera, donde ayuntaba
dos viejos percherones, para abrir hileras de surcos en los duros repechos de
la Loma del Aire.
–¡Condenao, entra!—gimió una vejezuela tirando de la
chaquetilla al mozo.
Joseíco
no se inmutó. Miró con displicencia al cielo, y puso por todo comentario un encogimiento
de hombros.
–Hijo,
¿estás loco?
–Na,
madre; esto no es na—repitió, convencido de su alegato—. Una nubecica que viene
del lao
de Albuñol...
Una
llamarada alumbró el caserío. La vieja, asustada, se llevó la mano a los ojos. Y
de espaldas a la calle rezó, atropellando las palabras, un padrenuestro. Luego puso
su corpezuelo, encorvado, como feble muralla frente al joven, y exclamó
enérgica:
–¡Esta noche no vas al cortijo!
Joseíco
pasó suavemente la mano por las greñas encenizadas de su madre y la apartó como
una brizna, riéndose de buena gana hasta enseñar sus fuertes quijadas:
–¡Abuelica!
La
buena mujer andaba de un lado para otro haciendo aspavientos y poniendo por testigos
de la locura de su hijo a todos los santos. El joven, en tanto, se había echado
sobre los hombros una anguarina, apretó entre sus dedos un candilejo de lata y
requirió un grueso palo de fresno. Otra risotada para la vieja, y salió.
¿Qué
importan las nubes y las amenazas del cielo cuando en el paisaje interno retoza
la alegría? A Joseíco le caía el agua a hilo por el sombrero; se chapuzaba en el
lodo, y las agujas del vendaval lo hacían cerrar los ojos; pero el zagalón iba
tan campechano y jirocho como si atravesara la sierra en un día primaveral. Ya
se veía en el Cortijo del Águila, junto a su novia, parlando esas divertidas menudencias
de todos los amoríos. Angustias era rubia como hilo de mazorca, de ojos claros,
brava cadera y fuertes pantorrillas cortadas por el rojo filo del zagalejo. El busto
crecido hacía estallar la blanca cinta del corpiño. Era lagotera y zaína, y
sabía entornar los ojuelos cuando el galán susurraba en su oído una terneza. Alguna
que otra vez la maledicencia alpujarreña—que
en todas partes hay gentes enredadoras y con ganas de hurgar en las ajenas vidas—tachó a Angustias de casquivana
y amiga de pláticas a deshora con los mozos de camino o de gañanía. Verdad o no,
es lo cierto que desde que aceptó la conversación de Joseíco, no se la había visto hacer un
melindre a ninguno de sus rondadores.
¡Qué
cara pondría Angustica cuando viera al mozo entrar rezumando agua como aljofifa!
¡Cómo sonreiría la moza al ver la hazaña de Joseíco en noche tan destemplada y tenebrosa!
Porque el cortijo estaba a una legua del pueblo y había que atravesar
pasos peligrosos...
Ya
pisaba Joseíco la linde de la Loma del cuervo cuando notó frente a él un
obstáculo. Apretó el fresno y se echó el sombrero hacia la coronilla. La
brillante brasa de dos pupilas iban delante de él cortándole el camino. Un
salto, y se perdían en el matorral, para volver otra vez a brillar, como luz
aciaga, frente al mozo. Joseíco apretó la quijada, dispuesto a limpiar el paso de
alimañas. Los lobos habían bajado, hambrientos, al camino. Ahora eran seis lucecitas
las que saltaban frente al viajero. El muchacho se irguió petulante, y hasta se
alegró de aquella aventura, que sería
para él motivo de orgullo. ¡Ni toda el agua del cielo, ni los peligros de la
tierra, ni las ferocidades de las fieras le harían retroceder! ¡Aunque estuviera
lleno de diablos el camino! ¡Por nada ni por nadie dejaría el mozuelo de ver a
su Angustias!
Las
fieras iban acortando la distancia. Apretaban el cerco. Joseíco hizo girar el
palo a manera de hélice. Ardía su pecho con ganas de pelea. El grueso fresno
dio en la cabeza de una alimaña. Sonaron los huesos como rebanada de pan frito
entre los dientes. El aire se cargó de rabia y de rugidos. Otro golpe que sonó
igual que puñetazo en un odre. Joseíco, con sus borceguíes pegados a la tierra,
rojo por la faena y ceñudo, adelantó el pecho, retando al bloque espeso de las
sombras. A los pies del gañán ardía el farolillo como ofrenda al valor simbolizado
en el bravo alpujarreño. Las fieras se hundieron en el matorral, y Joseíco avanzó
ahora por el camino, abierto por su
esfuerzo y coraje, como un rey entre sus soldados.
Al
llegar a la cortijada, Joseíco, en vez de entrar escotero y jaque por el ancho zaguán, quiso ver antes por el postiguillo del secadero
a la moza. En las noches de invernada, Angustias y su madre se metían en este cuartejo que
daba al camino, y después del yantar nocherniego se dedicaban a la tarea de limpiar las esportillas
de higos y almendras, gloria de La Alpujarra.
El mozo fisgaba por la ranura de la ventanilla, y para asustarlas daba un porrazo.
¡Y aquella noche que su novia tal vez no lo esperara!..
Mató
Joseíco la luz del candilejo y pegó los ojos
a la ventana. Casi cae a tierra. Lívido, tembloroso, con las manos crispadas, volvió
a mirar. Rugió ahora el mozuelo como antes el
lobo. ¡Angustias estaba abrazada a Rosendo, un mozo de Fregenite! La impúdica
mozuela tenía su cabeza echada sobre el hombro
del joven, que le pasaba su mano por la seda rubia del pelo.
Levantó
los puños, como mazas, para romper el postigo. Sus dedos se hicieron garabatos de
hierro, y sus cejas, ásperas como alambres, cayeron sobre sus ojos, tapándolos.
Ardía como retama. Pegaría fuego al cortijo para purificarlo. Era necesario que
pagaran su culpa. Pensó planes diabólicos. Pero el golpe había sido tan fuerte,
que Joseíco, como si estuviera cogido por la roja tenaza de una pesadilla, no pudo
dar un paso. Cayó el palo de su mano, y sus
brazos laxos, flojos, quedaron tendidos a lo largo del cuerpo. Aquella naturaleza
espontánea, fuerte y viril del chicarrón, que no tembló ante ningún peligro de hombres
o de fieras, sufrió un zaratán, un ahogo tan violento, que estalló en sollozos,
aumentando con los chorros de sus ojos el agua llovediza.
Y
como un cuerpo sin alma, igual que una sombra desvaída, el muchacho volvió a desandar
el camino. Era ahora un pobre guiñapo humano. La desgracia había embotado sus sentidos,
paralizado sus brazos y destrozado su conciencia. Se caía en las encrucijadas, ebrio,
vacilante...Volvió a desandar la trocha. Le era igual este o el otro camino. De
nuevo salieron los lobos al camino. Habían olfateado la presa. Y las seis
pupilas, brillantes como ascuas, terribles
y amenazadoras, volvieron a cercarlo.
Ahora
el muchacho no se defendió. Los colmillos de las alimañas se hincaron en la
carne joven y caliente, y Joseíco fue destrozado por las fieras.
Cayó
sin defenderse. Los lobos no habían hecho más que rematar una dolorosa agonía. El
gañán había perdido la ilusión, el ideal, que da coraje y brío y levanta a los
hombres a las más sublimes empresas. Sin la llama poderosa de un ensueño, de un
amor o de una quimera, ¿para qué vivir? Es mejor entregarse como una inútil piltrafa
a los colmillos de los lobos.
Quizás lo más reseñable sea el lenguaje descriptivo que le
hacen a al lector imaginar esos ojos como el cordobán de Angustias, esos dos
luceros o carbones encendíos, esos lobos traicioneros que, según la retórica de
Rafael de León, salieron al camino de Joseíco en tan aciaga noche. Poca
pedagogía y nula positividad en este cuento.
Ahora que uno va peinando canas y los recuerdos de la
infancia parecen revelarse más nítidos que los presentes, puestos a escoger, me
quedo con la historia llena de épica y poesía protagonizada por John. Dunbar y Calcetines en aquellas praderas
fronterizas americanas del salvaje Oeste, un canto a la amistad, a la
integración, al respeto por la cultura diferente, porque esta noche me pide el
cuerpo seguir bailando con lobos.