Acabo de llegar al pueblo. Desde la ventana que mira a Albáyar he sentido el frescor del río bajo esos cielos plomizos de panza de burra que barcina lentamente hacia poniente; el frescor me dice que ya no es tiempo de parva sino de higos, de vino y de feria que está a punto de comenzar. Estamos ya en otoño y los recuerdos del verano han ido cediendo ante la evidencia de la vuelta al trabajo, del comienzo del nuevo curso escolar y de la feria que se avecina; no es que el verano no fuera real, pero cosa buena, poco dura: “pasada la novena, nos olvidamos del santo”.
El otoño como marco, ambiente y colorido, nos renueva la esperanza y nos invitan a soñar; a soñar despiertos y también dormidos, pues la cama es mar de pensamientos; de ahí que necesitemos nuestras horas de descanso para, después, poder estar vigilantes. La esperanza requiere una espera atenta, y no como la del sordo de la Venta Mora, "que oía los cuartos y no las horas". La esperanza nos lleva a la creatividad, no al aburrimiento; es tiempo para proyectar, no sólo el próximo curso sino la propia vida, ya que "donde no hay gobierno, siempre es invierno".
Estamos en otoño y por eso busco la cestilla de mimbre para ir a por unos higos de calabacilla. Esa cestilla tejida hace muchos años por aquellos gitanos que, alejados de toda indignación, con sus perros y sus flautas, acampaban en las alamedas del río. Encuentro la cesta encima del fregadero; es un humilde pero collejo canasto de mimbre, canasto cortijero, de cuando en el campo no había ni plásticos ni tractores, y los asientos para el almuerzo y la siesta eran la sombra de un olivo y las jarapas de Tímar, y el tapón de la balsa era un tocón de sarga; cuando también se usaba la artesa de nogal que ahora veo olvidada al fondo de la cámara, y a su lado está la cuartilla, el medio celemín y la cantarera, sin su cántaro de barro colorao; y más cerca, junto a la ventana, el pipote parvero, de barro blanco, y sobre él, entangarillao con tachuelas y alcayatas, cuelga la espetera y las andarillas de mover el cedazo.
La cesta, propio del otoño y sorpresa para mí, está llena de higos en la parte de abajo; y unos cuantos racimos de uvas, arriba. Vienen encima dando frescor y verdor, las cuento, una, dos, hasta siete hojas de higuera, separando unos frutos de otros, y otras tantas hojas de parra, arriba del todo, como un manto discreto que oculta el manjar que atesora. Las uvas y los higos de calabacilla que veo tienen un color violáceo oscuro y amarillento pálido, y me parece que el cesto recoge en sus frutos todos los colores del atardecer otoñal. ¿De quién habrá sido el detalle?
Cojo un racimo y lo dejo, cojo un higo y lo dejo también, abro la gaveta de la mesa y, de un pellizco, le arranco un cuscurro a la hogaza, busco unas almendras y, lentamente, sin pausa me doy un atracón, el mismo que pensaba darme en la propia higuera, que ya se sabe: "otoño entrante, barriga tirante". No, en realidad, el atracón ha sido más largo que el que me hubiera dado en la higuera, pues he abierto boca con los higos, las almendras y el pan -bueno lo de abrir boca es un decir-, para continuar, propio de mi, con el pan y las uvas, después me he acercado a la alacena y he decidido concluir con unas uvas con queso en aceite que, afirmando el dicho, "me han sabido a beso". Cuando estoy recogiendo veo una pocilla de aceite con sus mijillas de queso en el plato de porcelana, y, sin darme cuenta, otro pellizco al pan, y el barquito navegando una y otra vez por el culo del plato. Recuerdo que en Hoyo de Manzanares, en mis guerras particulares, a la faena mojar en aceite le llamabamos "la mejora". Tras la faena me toco la tripa que se me ha hinchado y recuerdo un dicho de mi abuela que me sirve de escusa: "nadie rebañando engorda".
Vuelvo a mirar por la ventana y las nubes grises de antes se están tornando casi negras. Es el otoño que suele ser inestable, amenazándonos continuamente con la temible "gota fría", es otoño, "el otoño que se lleva los puentes o seca las fuentes"; de ahí el aviso: "guárdate de la lluvia y del viento, y del fraile fuera del convento"; o, lo que es lo mismo: "al loco y al fraile, aire". Por eso se suele decir que "al fraile y al cochino, no le enseñes el camino". Pero volvamos a lo nuestro que me enredo en el refranero.
En estos días otoñales de octubre y noviembre, hasta el paisaje, con el comienzo de la caída de la hojas, parece invitarnos a pensar más en los que nos faltan que en la vida que tenemos por delante: "en el día de difuntos, memoria y frio van juntos"; y, aunque no esté mal acordarse de los que ya nos han dejado, "a los sesenta, prepara la cuenta". El otoño también tiene otra lectura, y es la de desprendemos de lo superficial, que ya no nos sirve "¿qué mayor desconsuelo, que mucho peine y poco pelo?", para centrarnos en lo esencial y soñar otras mil primaveras en las que florezca nuestra vida.
El otoño sigue y, sin apenas percibirlo, llegará "noviembre, ¡qué buen mes!, que empieza con todos los santos y termina con San Andrés", y al final ya se sabe, "en San Andrés se le da pita al tonel". Y ya, metidos en diciembre, pero aún otoño, nos llega el Adviento, "cada cosa a su tiempo, y los nabos en Adviento". Llega el Adviento con el tonel manando para festejar, ya desde la preparación, el nacimiento de Jesús. Pero además de nabos, el Adviento nos da esperanza y la posibilidad de fraguar sueños que salven nuestra realidad. Por regla general solemos esperar cosas que sirvan solamente para "vestir" nuestra identidad personal: "cuando en diciembre veas nevar, ensancha el granero y el pajar" o algún bien material, "¿Por qué canta el sacristán? Porque le dan"; pero el otoño, el Adviento, nos invitan a esperar desde dentro, desde nosotros mismos, para así salir renovados por ese don que se nos da como vida.
Al final no cojo la cesta, eso será mañana, pero si tomo el camino del río, aprovechando este tiempo que nos da el comienzo del otoño, cuando todavía los días, a veces, nos recuerdan el verano. El tiempo es agradable y me siento bien pero no sé por qué, si por los excesos del verano o el reciente atracón, la tripa me suena como un tambor; aprieto el paso buscando aligerarme un poco. Me asomo al Rincón y veo el sol entre nubes grises, que se está poniendo sobre Gurriales, con una tenue aureola anaranjada que se refleja difusamente en una poza del barranco. Metido en mis cosas, mirando la acequia del molinillo y más arriba veo el campo baldío, infestado de hierbas chuchurrias por los calores del verano; avistando los pinos y más abajo, observo el río con su cauce encogido, pero, impropio del comienzo del otoño, cantarín aún.
Bajo esta luz del atardecer todo parece una ensoñación. Recuerdo episodios pasados como si los estuviera viviendo ahora mismo, a gentes que ya no veré más, pero que estarán siempre presentes; es como si, en mi ensueño, toda mi vida pasada hubiera surgido de esos reflejos dorados y grises para alegrarme la feria que ahora comienza.
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