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jueves, 12 de marzo de 2015

Julio Alfredo Egea



Francisco Gil Craviotto 


     Julio Alfredo Egea (Chirivel, Almería, 4 de agosto 1926) se halla tan vinculado a Granada, que más de un crítico lo ha incluido entre los poetas de nuestra ciudad. Este agradable equívoco quizás proceda de la circunstancia de que fue en Granada donde estudió, tanto el bachillerato como después Derecho, y de que también fue aquí donde aparecieron sus primeras publicaciones.

      La primera de todas, un homenaje a García Lorca en la revista Sendas, todo un alarde de valentía en una época en la que sólo pronunciar el nombre de Federico podía traer graves consecuencias. Algunos años después, exactamente el año 1956, publicó su primer libro, Ancla enamorada, en la imprenta Román Camacho de Granada. En 1960, justo cuatro años después, publica en la Colección Veleta al Sur, recién creada por los poetas José García Ladrón de Guevara y Rafael Guillén, su segundo poemario, La Calle, uno de sus libros más hermosos e inolvidables. De esa época, o acaso un poco después, proceden estos versos de Rafael Guillén en los que lo retrata así:

Tiene lluviosos los ojos de contemplar los campos; caídos ojos turbios de cazador de sueños.
Cuando otea los valles donde el poema crece, cruzan por su mirada bandadas de perdices.

Termina el poema con estos conmovedores versos:

Es bueno y es mi amigo. Como el agua en los surcos, como el sol que traspasa los granos aventados.
Yo sé que donde ponga sus pies y su palabra
Irá dejando a España como recién parida.

      Todo esto, (más otros pormenores, como su libro sobre las plazas y placetas de Granada, "Plazas para el recuerdo", 1984, en el que no voy a entrar), hace que Julio Alfredo Egea, sin dejar de ser almeriense, también sea granadino y que sus libros y éxitos literarios, que son muchos, desde siempre los consideremos como nuestros.

      Pero Julio Alfredo Egea también se halla muy vinculado a Ceuta. Allí recibió uno de sus premios más apreciados y allí ofreció a los ceutíes uno de sus recitales más inolvidables. Por eso me ha parecido de interés traer a las páginas de El FARO este inmenso poeta almeriense.

     El último acontecimiento editorial que le afecta ha sido la publicación de sus Obras Completas por el Instituto de Estudios Almerienses, una institución que, desde hace años, viene desarrollando una gran labor en pro de la cultura de la ciudad y provincia. Cuatro tomos, indispensables en toda biblioteca que quiera estar al día en poesía española, especialmente andaluza, del siglo XX y XXI. Los dos primeros están dedicados a la poesía y los dos últimos a la prosa. Ante la imposibilidad de poder hablar aquí de los cuatro tomos, me voy a limitar a comentar el último de ellos, el IV, que es también el más breve: sólo 440 páginas, frente a los otros que andan por las setecientas, incluso el tomo segundo llega a las mil doscientas cincuenta páginas.

Julio Alfredo con Elena Martín Vivaldi,
Ladrón de Guevara y otros
      Este tomo IV se abre con el libro "Mi tierra, mi gente" que nuestro autor, después de recorrer la capital y toda la provincia de Almería, publicó en 1992. Una auténtica hazaña y, para nosotros, una delicia. Una delicia lo mismo para el lector que ya conoce la ciudad y los pueblos que el poeta nos va describiendo, como para el que los descubre por primera vez. Julio Alfredo sabe unir en un híbrido maravilloso, periodismo viajero y prosa poética. El resultado es una filigrana llena de arte y hermosura en la que tampoco faltan, aquí, allá y acullá, los dardos contra las atrocidades que el hombre, metido a aprendiz de brujo, tan a menudo comete contra la naturaleza y el paisaje. Valga de ejemplo su comentario sobre esos pésimos políticos que nos desgobiernan y a veces, cuando se sienten desastrosamente ecologistas y, para corregir a la madre natura, no se les ocurre nada mejor que introducir el jabalí, animal salvaje que lo mismo destroza los campos de cultivo de los campesinos que los nidos de las perdices.
     
     Llama poderosamente la atención el amor con que el poeta viajero nos describe los pueblos pequeños, esos pueblos cuyos nombres ni siquiera habíamos oído y que sin embargo son auténticas joyas ocultas en la inmensidad de la naturaleza, que él nos va descubriendo página a página. Líjar, Albanchez, Cóbdar, Monteagud, Somontín, Benizalón, Bacares, Antas, Rágol, Almócita... ¿Le suenan al lector de algo? ¿Los ha visto alguna vez en un mapa? Seguro que no. Sin embargo todos ellos tienen un paisaje y unas gentes que, al encontrarlos en el libro de Julio Alfredo, inmediatamente suscitan el deseo del viaje. Si tuviéramos que sacar una moraleja de este primer libro del tomo IV, necesariamente tendría que ser ésta: ¿Por qué viajar lejos cuando tenemos cerca de casa tanta maravilla que desconocemos?

      Otra virtud de este libro es la enorme cultura que el poeta viajero va derrochando en sus estampas pueblerinas. Se hace evidente sobre todo en las citas –cada una en su lugar y momento oportuno- y la rememoración de anécdotas, esas anécdotas que, como diría Unamuno, tejen la intrahistoria de nuestros pueblos. Todo ello contado siempre con una deliciosa amenidad no exenta de sencillez. Valga de ejemplo de ese buen hablar y escribir este fragmento, que es a la vez anécdota y cita –cita de una carta de Juana de Ibarbourou-, sobre el origen del nombre de su pueblo, Chirivel:

Nombre misterioso el de mi pueblo... ¿Qué significa? Dijeron amigos erudito-imaginativos: "bello encinar", "valle de la seda". Un obispo, que vino a confirmar, arrimando el ascua a su sardina, dijo que significaba "beso de Dios" Y Juana de Ibarbourou, la poetisa americana, para no darle más vueltas al asunto, aseguró que Chirivel era, indudablemente, el nombre de un pájaro exótico, soñado, inexistente.

      Otro nombre que también ha llamado la atención de los poetas es Cantoria. De él dijo Gerardo Diego que era el nombre de pueblo más musical y cantarín que conocía.

      Las estampas viajeras ocupan aproximadamente la mitad del mencionado tomo IV de las Obras Completas de nuestro escritor. La otra mitad, titulada "El Alma, por el camino de los encuentros", la integran retratos de escritores que Julio Alfredo ha conocido, conferencias, pregones, lecturas, discursos y otras hierbas menores que completan el libro. De todas estas páginas me quedo con la dedicada a Celia Viñas. No resisto la tentación de la cita:

El regalo espiritual mayor que puede recibir una ciudad lo recibió Almería con la llegada de Celia, la llegada seguida con la integración total en la ciudad, y de la sembradura permanente de su ser prodigioso y de su estilo de vida en alumnos y vecinos; en cierto modo Almería fue de "otra manera" a partir de Celia y el tiempo ha demostrado la perennidad de su huella. (....) Celia, síntesis de ternura y fortaleza, hecha para el Sur, con la gracia y la espontaneidad de un amanecer marino, repartiendo por el manadero de sus versos guiños de sol y golpes de mar...

      Este libro, que tiene mucho de joya para todo amante de la lectura, ha dejado sin embargo en tierra al alumno dilecto de Celia y mejor novelista que hasta ahora ha dado Almería: Agustín Gómez Arcos, nacido en Enix el 15 de enero de 1933 y fallecido en París el 20 de marzo de 1998. Ni una palabra sobre él y su inmensa obra (dos veces premio Lope de Vega en España y dos veces finalista del Goncourt de Francia) en toda esta segunda parte del libro. En la primera parte sí aparece, aunque muy de pasada, cuando el poeta viajero visita Enix:

Esta villa dio un literato, Agustín Gómez Arcos, que alejado por vientos de exilio, desarrolló su labor en Francia, consiguiendo en escenarios parisinos éxitos teatrales.
Tres líneas, nada más, para el mejor novelista de Almería. Una vez más se cumple el refrán: "quien fue a Sevilla perdió su silla"

      No quiero terminar este comentario sin aludir, aunque sea muy de pasada, a un aspecto de la obra de Julio Alfredo Egea poco estudiado por la crítica: la vinculación de nuestro autor con las bellas artes, pintura, escultura, música, fotografía y cine. No incluyo la arquitectura porque, como todos sabemos, ha dejado de ser arte para quedarse en simple técnica; a veces, cuando al arquitecto se le llena la casa de goteras, ni eso. En este aspecto le recomiendo al lector muy especialmente las páginas que Julio Alfredo dedica a Jesús Perceval, el pintor que sacó la pintura almeriense del ostracismo y, en cierta manera, la hizo universal.


Este artículo se ha publicado en el "Faro de Ceuta", el pasado día 8 de marzo

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