Hace ya más años de los que quisiera, por gracia de Su Majestad, disfruté de un período de mi vida profesional en la sierra de la Pandera, situada entre Valdepeñas de Jaén y el pantano de Quebrajano, en una zona desconocida fuera de la provincia, llena de encanto, y que da cobijo a una de las más curiosas manifestaciones arqueológicas de nuestra prehistoria peninsular: se trata de dólmenes, pinturas e inscripciones rupestres, que una mañana descubrimos por sorpresa en una cueva del Barranco de las Tinajas, y que viví con la emoción (saltos, gritos y abrazos incluidos) de un recién licenciado, muy expresivo que compartía oficina conmigo, al que le habían hablado de éstas en una universidad situada a menos de cuarenta kilómetros, pero que nadie de esa cátedra había visto jamás. Nunca he disfrutado tanto de algo que desconozco, y que por tanto me cuesta entender, como aquel día en que Julio Gámez nos habló de la Edad del Cobre, 2000 años a. de C.
En el Centro de Transmisiones éramos pocos, nunca pasamos de cuarenta. Recuerdo, como si fuese ayer, una fría mañana de principios de marzo que nos llegaron doce nuevos reclutas. Desde la ventana de mi confortable despacho los vi bajar del camión helados de frío, mareados por la pista y asustados por las bromas de los veteranos; no sé porqué me fijé en uno pequeño, muy moreno, que ignorando las órdenes del Sargento Castro, distraído y alejado del grupo, oteaba el mar de nubes que, como una alfombra de algodón, cubría Jaén. Por la tarde les recibí a todos, -era mi costumbre con los nuevos-; cuando entró el despistado de la mañana, se sentó frente a mí y me dijo su nombre sin siquiera haberme mirado. Miraba por la ventana y yo pensé que pasaba olímpicamente de mí; le dije que se acercase a ella y disfrutara del paisaje. Estaba fascinado con la nieve que había visto por primera vez, con los chupones de hielo que colgaban del voladizo de cocheras, con el sol intenso y el viento que hacía temblar en el tejado los farolillos de hojalata. Me dijo que no sabía hacer nada, que nunca había trabajado, que apenas sabía leer.
A la vista del currículo que Juanjo nos presentaba decidimos destinarlo al cuidado de los perros. Al día siguiente, en la primera comida, me informaron que Juanjo había desaparecido, y buscando su rastro, como habíamos visto hacer a los Cheroquis en “Bailando con lobos”, vimos unas pisadas que atravesaban el helipuerto y se dirigían al refugio forestal del Quebrajano. Iba a enviar una patrulla en su busca cuando, desde la ventana del comedor, alguien vio a lo lejos dos manchas negras que se movían sobre la nieve en medio de una difusa niebla; los vimos acercarse, reímos a coro cuando Juanjo resbaló en el hielo del “collaillo” y alguien gritó -¡es un brujo!-, cuando observamos que Napoleón parecía ayudarle a levantarse. Napoleón era un perro negro, enorme, agresivo, que a mí me perseguía cuando se escapaba y que más de una vez me enseñó los dientes y me subió angustiado a lo alto de un Land Rover, al que me ataba con las propias cuerdas de mi miedo, como un San Isidro presto para la romería, con un ¡grruuu…! amenazador, casi inaudible que me dejaba sin sangre en los bolsillos.
Juanjo subió eufórico, muy charlatán, al contrario que el día anterior, quería hablar conmigo, y con la confianza que inspira todo un día de montaña bajo el mismo techo me contó su vida y milagros. Se había marchado por dos motivos: el primero, porque no quería ponerse la vacuna, que nunca en su vida había ido al médico ni pensaba ir, -y menos con ese gallego que no mira de frente-; la segunda y más importante que le habían dicho que Napoleón me tenía manía y como yo le había caído bien, como encargado de los perros tenía que solucionarlo. No pude menos que agradecérselo y decirle que me gustaban esas iniciativas. Me habló de su madre, viuda desde que él lo recordaba; que había nacido en un cortijo, pero que llevaban tres años viviendo en Jaén porque su madre encontró trabajo de limpiadora en “vaciacostales”. Me contó que de pequeño, cuando comenzaba a andar, se cayó desde un balate muy alto a un zarzal que había debajo, de donde lo sacó un señor de larga barba rodeado de una fuerte luz que iluminó toda la zarza, que le curó las heridas y cuando lo puso en la tierra le dijo que desde ese día tendría poderes para ayudar a la gente. Añadió que cuando yo quisiera me traería a Napoleón que seguro que se haría amigo mío. Después de dos horas de desconcertante conversación le acompañé a la cocina para que comiera algo y corrí en busca de un compañero para compartir la historia. Historia que, como uno de mis vicios de siempre, anoté en mi cuaderno esa misma tarde.
Con el paso de los días y algunos partidillos de fútbol nos hicimos verdaderos amigos, me ofreció un crecepelo que fabricaba a base de aceite de oliva, cortezas de pino y no sé que más; en su presencia acaricié a Napoleón que movió el rabo y ya nunca más me enseñó los dientes; incluso me los llevé conmigo días después que, por avería, tuve que recorrer los diez kilómetros de la línea de alta, y a ambos les conocí un poco mejor.
Hoy he recordado a Juanjo leyendo en el “País Semanal” la teoría de un neurólogo americano sobre las visiones que pueden acarrear los estados de epilepsia o un simple golpe, trayendo a la mente un repentino deslumbramiento. Juanjo reúne algunas características con las que el neurólogo define estas personalidades: es sencillo, bonachón, con una particular realidad de las cosas, sin sentido del humor ni del ridículo, emotivo, crédulo, con tendencia a darle un sentido cósmico o divino a las cosas, pero con una personalidad que inspira confianza.
Como pudo pasarle a San Pablo cuando se cayó del burro, al caer en la zarza Juanjo, pudo atizarse un golpe en la sien izquierda, dónde se originan estos fenómenos, y de ahí su sublime visión. Es posible, pero en el tiempo que continué con Juanjo, con su simpleza, lo vi convertirse en el gurú de la Pandera: curaba resfriados; con una imposición de manos retiraba a los compañeros del tabaco; hacía mezcla de hierbas para todos los males y en cuestiones de huesos y dolores localizados tenía “manos de santo”. El médico estaba desesperado, nadie le hacía caso, la competencia le había arrebatado todos los clientes; era un gallego introvertido que se estaba volviendo taciturno, incluso esquivo. Una tarde en un partidillo de fútbol, campo en el que también Juanjo superaba al joven doctor, sufrí un amago de esguince, con hinchazón espontánea y Juanjo me cogió el tobillo apretado entre sus manos, cálidas, muy calientes a pesar del frío y del hielo que nos rodeaba, durante una eternidad de dos o tres minutos y al soltarme me dijo, como si de Lázaro me tratase, ¡anda!, en esto que, corriendo desde la banda izquierda y en flagrante fuera de juego, se acercaba el médico diciéndome que no me moviese. Allí me vi yo entre la ciencia y la brujería, entre la razón y la fe, sin querer tomar partido, pero sabiendo que irremediablemente defraudaría a uno de los dos. Pudo costarme la hoguera, -pero en aquellos días “Torquemada” era yo- y mi inconsciencia u osadía, o tal vez la fe, me llevó por mi pié hasta mi habitación -un nuevo gol del brujo al doctor- y al día siguiente no tenía absolutamente nada. Juanjo ni se acordó de mí, pero el médico se cruzó conmigo por el pasillo y cuando me vio andando más chulo que un ocho, a mis buenos días respondió con un gruñido en galego, mientras clavaba la mirada en la pared opuesta, sin siquiera regalarme el rabillo del ojo. Me hizo sentir mal por haber despreciado su ciencia.
De esto hace muchos años y desde entonces no he visto a Juanjo, pero he de confesar que me apetecería echar un rato con él, como me gustaría echarlo con Julio Gámez, con Cazalilla, con Ramón o con mi amigo Joaquín, otro gallego al que hecho de menos, y tantos otros que sin remedio he ido olvidando. Me gustaría que Juanjo me contara cosas de su mundo que sorprendan mi racionalidad, pero no voy a visitarlo porque desearía verlo como antes, con esas cualidades que describe el neurólogo y no como un comerciante de la desesperación. Sé por compañeros de aquellos días que Juanjo recibe a todo el que quiere en su vivienda de “Los Caballos”, junto al cruce de Úbeda, a la salida de Jaén. Sé que a él acude la gente llena de esperanza y otros agarrados a un “que remedio”, o un “por si acaso”.
A veces me pregunto qué hubiera perdido yo con echarme el crecepelo, del que, más que mi agnosticismo, me disuadió un cocinero que también soltaba pelillos al viento, al que le pusieron el “lucerito del alba” y no porque se levantara el primero sino porque su cabeza, embadurnada por aquella aceitosa pócima, brillaba más que los farolillos de hielo del tejado en una soleada mañana de comienzos de la primavera y olía a pino salvaje del quebrajano.
En este espacio pretendemos establecer un dialogo cordial en torno a La Alpujarra, sin más limitación que el respeto que todos merecemos.
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