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martes, 24 de febrero de 2015

ESTAMPA DE INVIERNO

Francisco Gil Craviotto


Cuando yo era niño vivía en un pueblecito de la Alpujarra
granadina. Recuerdo que, cuando llegaban los primeros fríos del invierno, los adultos siempre lo recibían con la misma expresión: “Ya está aquí el lobo”. Era la metáfora popular que resumía en la  palabra “lobo” todos los fríos e inclemencias del tiempo que durante tres meses íbamos a sufrir.
La vida pasaba del huerto a la cocina donde, siempre en torno a la candela, nos calentábamos todos. Las noches eran largas y, en las veladas que seguían a la cena, las mujeres de la casa nos contaban cuentos a los niños. Mi padre les tenía prohibido los cuentos de miedo porque decía -y con razón- que podían influir en
nuestro ánimo y hacernos personas pusilánimes y temerosas. Nada de aparecidos, fantasmas y escenas escalofriantes. Cuando al fin nos íbamos a la cama las sábanas siempre las notábamos frías, pero en seguida se calentaban con el calor de nuestro cuerpo al tiempo que un dulce sopor invadía la mente y todo se fundía en el sueño.

Uno de los recuerdos más inolvidables que conservo de aquellos años es el de las noches de lluvia, cuando oía el ulular del viento y el chapoteo del agua en la calle o en el huerto y yo, como el caracol en su concha, me sentía protegido entre las sábanas y las mantas, y un dulce e indefinible sentimiento de hogar invadía todo mi ser.

Mi única obligación era ir a la escuela y hacer los deberes que nos ponía el maestro. Cuando volvía de la escuela, si el tiempo lo permitía, siempre pasaba un ratito con mi amigo Sebastián (su bancal limitaba con nuestro huerto) que jamás iba a la escuela y todas sus obligaciones se reducían a cuidar de la cabra y llenar una espuerta de hierba para los conejos. Entonces yo consideraba a mi amigo Sebastián un ser privilegiado porque no tenía que ir a la escuela, ni aprender la “tabla”, ni la lista de los reyes godos, ni el poema al caudillo Franco, pero ahora pienso que el privilegiado era yo que, a través de la escuela, iba a tener acceso al mundo superior de la cultura. No quiero pensar cómo sería ahora mi vida si hubiese permanecido analfabeto para siempre. Yo le ayudaba a mi amigo a coger hierba, a buscar caracoles y otros menesteres parecidos y él me regalaba pájaros que había cogido mientras guardaba la cabra, pero en invierno no había pájaros -los nidos se columpiaban vacíos en los árboles desnudos- y lo único que a veces me podía regalar era una lagartija que había atrapado mientras yo estaba en la escuela. Le poníamos unas hebras de tabaco en la boca (era yo el que las proporcionaba volviendo a casa a buscar alguna colilla de mi padre) y la lagartija terminaba borracha dando unas vueltas inverosímiles que a nosotros nos hacían reír. A veces, con tal de huir, nos dejaba la cola que continuaba viva moviéndose un rato. En cuanto venían las primeras penumbras del atardecer Sebastián se iba con su cabra y espuerta de hierba a su casa y yo me volvía a la mía. Era entonces cuando, a la luz del quinqué, me ponía a hacer los deberes.

El invierno tenía su cúspide en los días de Navidad, Año Nuevo y Reyes. Eran quince días sin escuela, de com idas extraordinarias y pasteles. Mi abuela tenía las manos dulces y todos los años hacía unos mantecados, soplillos y otras menudencias como jamás las he probado después. Los dulces debían durar hasta Reyes, pero, antes de que llegara Año Nuevo, ya no quedaba nada. A veces yo me guardaba alguno de los mantecados o rosquillos de mi abuela y se los regalaba a mi amigo Sebastián que, entre tacos y palabrotas, lo devoraba con gran apetito.

El invierno era también época de resfriados, gripes y otras dolencias menores que me tenían tres o cuatro días, -acaso toda una semana-, sin ir a la escuela, en la cama o, ya convaleciente, en la mesa camilla disfrutando el calor del brasero. Una de las rememoraciones más imborrables de aquellos días de enfermedad es el recuerdo de las manzanillas y limonadas que me hacía mi madre. Si cierro los ojos me parece oír el tintineo de la cucharilla en la taza o en el vaso cuando se acercaba hasta mi cama con aquellas pequeñas delicias.

Hacia finales de enero comenzaban a florecer los primeros almendros y en febrero todos los alrededores del pueblo aparecían inmaculadamente blancos y con un ligero perfume de campo adolescente. En el huerto teníamos dos almendros y yo me extasiaba viendo el ir y venir a las flores de las abejas y otros
insectos. A veces, aprovechan do el encanto de las tardes soleadas, adultos y niños íbamos al campo a buscar hinojos y collejas. Era una delicia coger con nuestras manos aquellas hierbas que al día siguiente serían muestro manjar y alimento. No era raro encontrarse con una araña, un avispero abandonado o el carril de un hormiguero. Mi padre siempre decía lo mismo: Hay que dejar tranquilos a todos esos animales. Los días comenzaban a alargarse y hacia marzo aparecían las primeras golondrinas y vencejos y, aunque en el calendario continuaba el invierno, en la realidad de nuestras vidas ya había entrado la primavera.

Todo esto era en la época anterior a mi etapa de cautiverio en el colegio. Cuando entré en el internado una de las grandes sorpresas fue ver que allí apenas si había estaciones. Todos los días tenían la misma incontenible apatía, -misa, clase, clase, rosario-, y, salvo el sábado y el domingo, todo el resto de la semana era de una incontenible monotonía.

El sábado era el día de las confesiones. La confesión, en principio, era libre y voluntaria, pero el que pasaba dos sábados seguidos sin ir a confesar, en seguida lo llamaba el fraile y le preguntaba por qué no frecuentaba los sacramentos. Había algunos niños que tenían director espiritual y esto les daba un evidente aire de superioridad frente a los demás. “Mi director espiritual me ha dicho que lea “El divino impaciente” de Pemán. “Mi director espiritual me ha
dicho que lea los sermones del Padre Venancio Marcos”, nos decían mirando con cierto desdén a los que no teníamos director espiritual. Yo, aunque niño, intuía que el director espiritual ahogaba la única libertad que allí nos quedaba -la libertad de pensar- y siempre logré evadir el bulto del director espiritual.

Los domingos también eran muy distintos a los demás días. No había clase, teníamos dos misas en lugar de una -la primera como la de todos los días y la segunda solemne, con muchos cantos, inciensos y boato- y, por la tarde, poco después del almuerzo, íbamos de paseo en fila de tres. Los frailes justificaban la fila de tres porque, decían, en fila de dos había el peligro de que el diablo se metiese en medio y nos hiciese pecar. Los chicos decían que era una manera de tener confidentes para saber quien hablaba mal de los frailes o del colegio y para que nadie se fiase de contarle nada al amigo íntimo, sabiendo que siempre había un tercero que escuchaba.

Los días de semana todos eran, como ya he dicho, monótonamente iguales. Lo único que cambiaba es que el Gorila hoy hablaba de Felipe II y mañana se pasaba la clase con Felipe IV o Carlos II, o que el Gato se sacase de la manga las ecuaciones de segundo grado o los triángulos, hipotenusas y otras gaitas parecidas. También variaban las anécdotas de la clase. En todas las clases había un gracioso -se hubiera dicho que era una institución en el colegio-, y en la mía teníamos uno que era capaz de sacrificar un examen con tal de oír una risotada general de todos sus colegas. Una vez que tuvo que hablar de Carlos V, después
de un breve ataque de tos, dio esta sabrosísima respuesta:
-- Carlos V era hijo de Carlos IV y padre de Carlos VI.
No siguió porque el fraile lo interrumpió:
--¡Cero! Usted me copia cincuenta veces: “Carlos V era hijo de Juana la loca y Felipe el Hermoso.
--¿Está usted seguro, hermano?
--Lo que le he dictado antes me lo copia cien veces y, si vuelve a abrir la boca, el domingo aquí castigado.
En otra ocasión que el profesor de la Formación del Espíritu Nacional, un falangista que nos daba las clases vestido de uniforme y nos hablaba de tu, le preguntó la definición de nación, según José Antonio, en lugar de decir, “unidad de destino en lo universal”, soltó esta definición:
--Unidad de timo universal.
Yo ahora considero que la definición de compañero de clase era mucho más sabia y exacta que la de José Antonio, pero no la valoró así el falangista que, después de un formidable puñetazo en la mesa, increpó así al gracioso de la clase:
--¡Camarada! ¡Merecías que te fusilaran!
Pero la mayor proeza de nuestro compañero fue cuando,
en un examen de historia, le preguntaron por los nombres de los presidentes de la Primera República. Ésta fue su respuesta:
--Los presidentes de la Primera República fueron: Tres, catorce dieciséis, Salmerón y Castelar.
--¡Cero!
 --Hermano, Pi es igual a 3,1416.
--Esto no es una clase de matemáticas y mucho menos un circo.
--No es, pero lo parece.

En cuanto llegaba la cuaresma, además del rosario todas las tardes, también teníamos viacrucis los viernes. Había algunos pelotilleros que, para impetrar la clemencia del Gato y otros frailes a la hora de poner las notas, se pasaban todo el viacrucis con los brazos en cruz. Yo nunca recurrí a esos métodos. Siempre he
considerado que es mejor un suspenso digno que un aprobado mancillado. 

Unos años en marzo y otros en abril, llegaban las vacaciones de Semana Santa que ponían fin al segundo trimestre. Eran muy cortas, pero eran mejor que nada. Cuando llegaba a mi pueblo la primavera ya estaba en todo su a pogeo, pero yo sólo tenía una semana para disfrutarla.


Este artículo aparece en estos días en el semanario Wadi-as



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