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lunes, 1 de febrero de 2016

Exorcistas por Francisco Gil Craviotto



José Antonio Fortea, sacerdote exorcista, anunciaba el pasado día 16 de enero, en una interesante entrevista del periódico El País, que su profesión tiene los días contados. Lo decía, según precisa el periódico, con un gesto apesadumbrado.

Una profesión más que desaparece. No es la única que echa el cierre por falta de clientela. ¿Quién se acuerda ahora de la profesión de verdugo, zahorí, cañista, mecanógrafa, talabartero o reparador de paraguas? Pregunte usted a cualquier joven qué es un zahorí o un talabartero y verá cómo la respuesta siempre es la misma: no tengo la menor idea. La vida moderna ha colocado fuera de lugar estas profesiones y otras muchas.

Todo hace pensar que psiquiatras, psicólogos y otras profesiones vecinas van a tomar el relevo de los exorcistas, pero sin darle al tema el carácter sobrenatural que, desde la Edad Media, la Iglesia había sabido imprimirle. Y ahí es precisamente donde está el quid de la cuestión: lo que para la ciencia sólo son trastornos del sistema psíquico y nervioso de una persona, -esquizofrenia, epilepsias, etc.-, para la Iglesia puede ser una posesión diabólica. En este caso no vale ninguno de los remedios de la ciencia y la única solución para tal padecimiento es llamar cuanto antes al exorcista. Pero ahora, con el laicismo imperante de nuestra época, la gente prefiere ponerse en manos del psiquiatra y, los pocos que se deciden por el exorcista, si después de varias sesiones, el diablo se hace el remolón y no hay manera de echarlo fuera, la familia de la víctima incluso puede denunciar al exorcista por los daños producidos para nada en la psiquis del poseso. Y es que con los diablos ocurre igual que con los okupas: unos se van a la primera insinuación y otros se hacen los fuertes y ni con diez parejas de guardias civiles hay manera de echarlos fuera. Ya ocurrió en marzo del 2014 -ahora hace casi un año-, cuando un diablejo insolente se hizo el fuerte en el cuerpo de una niña de Valladolid y la familia denunció después al cura, don Jesús Hernández Sahagún, porque, después de más de diez sesiones de exorcismos, la niña estaba cada día peor y habían tenido que llevarla al psiquiatra. Suerte que jueces y fiscales, siempre comprensivos ante este tipo de asuntos, dieron carpetazo a la denuncia. Ahora se halla en el cajón de los premeditados olvidos. Son precisamente estas reticencias del público lo que, según el cura Fortea, va a dar al traste con la profesión. Pase usted toda la vida echando diablos fuera para que al final, porque uno se hizo el bravo, le pongan una denuncia.

Uno de los puntos que más me ha llamado la atención en esta entrevista es la respuesta que el cura Fortea da a la pregunta de cómo podemos estar seguros de que una persona tiene un diablo dentro del cuerpo. Son los indicios siguientes: hablar una lengua desconocida o entenderla si es otro el que la habla, echar espuma por la boca y tener unas fuerzas superiores a lo normal. Lo de la lengua me ha alarmado bastante, porque a veces, sin darme cuenta, se me escapa un latinajo o un galicismo. Hasta ahora no sabía que fuese tan peligroso. En lo sucesivo, en lugar de “curriculum vitae”, diré “datos biográficos” y, cuando vaya a un recital de poesía y alguien me pregunte qué me ha parecido, en lugar de salir con el “dejà vu”, simplemente diré, “los tópicos de siempre”. No me gustaría que cualquier día llamen a la puerta y me encuentre con un exorcista que viene a hacer su trabajo en mi persona. También, en cuanto lo vea, le voy a dar un aviso a mi amigo Manuel Arredondo, que es muy dado a las citas latinas, siempre en un latín impecable, no sea que el día menos pensado se encuentre con el exorcista en su puerta.

Hay sin embargo algo en esta entrevista de El País que me ha llamado extraordinariamente la atención, no por lo que dice, sino por lo que calla. Me refiero a la entrada del diablo en el cuerpo de la víctima. ¿Cómo y cuándo lo hace? Ni una palabra sobre el tema. Esto nos lleva a un enorme problema: es imposible tomar las debidas precauciones. Hace unos años leí en un periódico, no recuerdo cuál, que en Estados Unidos había surgido una medicina milagro que terminaba rápidamente con la obesidad. Pero, ay, todos los que la tomaron se encontraron después con la sorpresa de que tenían dentro una solitaria. La tenia era el milagro que les había hecho adelgazar. Algo así se me ocurre pensar que debe ser el sistema parasitario del diablo. Usted se come, por ejemplo, una parrillada de gambas y en una de ellas va el huevo de una diabla, pues imagino que los diablos, al igual que los gallos, no pueden poner huevos. En el estómago eclosiona el huevo y poco a poco el diablo se va haciendo adulto. Es algo parecido a una tenía, pero de efectos mucho más perversos y persistentes. Usted empieza a hablar varias lenguas de las que antes no tenía ni la menor idea y sus fuerzas muy pronto se hacen descomunales. Está claro que es un poseso. Sólo cabe una solución: llamar al exorcista. El problema se agudiza si usted es agnóstico, librepensador o ateo y no cree en ángeles ni diablos. En ese caso no le queda más que apencar con su suerte y pedirle a su diablejo que no se exceda pues, aunque usted no crea que existe, él va a seguir incordiándole. ¡Ah! No olvide darle las gracias por haberle enseñado una lengua extranjera. Cuanto más rara, mayor debe ser el agradecimiento. En cierta medida, al precio que hoy están las academias de idiomas, tener dentro un diablejo experto en lenguas, no deja de ser una bicoca.


Artículo publicado en "El Faro de Ceuta" ayer domingo

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