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miércoles, 17 de febrero de 2016

La Magdalena de Proust por Francisco Gil Craviotto

He bajado al pozo. El pozo de los recuerdos lejanos. Allí me he encontrado a mí mismo, con una veintena de años, paseando por los alrededores de una iglesia. Noventa o cien pasos calle arriba; noventa o cien pasos calle abajo. Sabía que, en cuanto terminara la misa, minuto antes o después, tenía que aparecer. También sabía que no iba a poder hablar una sola palabra con ella, pero quería verla; ver, aunque sólo fuese de soslayo y a unos metros de distancia, ese cuerpo que yo tanto había amado y había perdido para siempre. Consulta al reloj. Otros noventa o cien pasos hacia arriba, otros noventa o cien pasos para abajo. Así durante más de un siglo. Al fin, tras una especie de lejano rumor, empezó a salir gente. Eran sobre todo hombres. También parejas, señoras y caballeros endomingados que a veces se paraban en las inmediaciones del templo, saludándose unos y otros y formando pequeños corrillos. Después vino el torbellino: niños, viejos, parejas, chicas apetecibles, beatas... Yo sabía que en ese torbellino tenía que estar ella. Y así fue. Venía con su tía, uno de los enemigos más poderosos que yo jamás he tenido -me tildaba de come curas y volteriano-, ambas cubiertas con el velo -inequívoco símbolo de sumisión y acatamiento-, a buen paso y, por las apariencias, sin ánimo de hacer parada en ninguno de los corrillos que se habían ido formando. Decidí avanzar, sereno y pausado, en dirección contraria, de manera que, al cruzarnos, aunque fuese como un relámpago, tuviese un instante para mirar aquel rostro y acaso, con un poco de suerte, rozarme con ella. Y así fue. Ni un gesto ni una palabra, sólo una mirada a la que su tía respondió con una especie respingo de cabeza y ella mirando en dirección opuesta. Pero, al tiempo que pasaba, noté que una mano se paraba en la mía y que algo muy tenue rozaba mis dedos. Creo que ha sido una de las sorpresas más grandes y felices de mi vida. Así con fuerza aquella insignificancia, continué sin inmutarme mi camino y, sólo cuando estuve a prudente distancia, subí y abrí la mano. Era un papelito, un insignificante papelito cortado con premura de las páginas de un periódico, y en él tan sólo había escritas estas seis palabras: “Viernes, a las 7, puerta iglesia.” Era muy poco, pero suficiente. Aquellas seis palabras me hacían el hombre más feliz de la Tierra.

Sólo eran cinco días, pero tardaron en pasar como si hubiesen sido cinco siglos. Cuando al final llegó aquel viernes de felicidad aún no eran las siete menos cuarto y ya estaba yo en la puerta de la iglesia. Llovía. Otra vez noventa o cien pasos para arriba, noventa o cien pasos para abajo, pero esta vez cubierto con un paraguas. A las siete de la tarde en diciembre es completamente de noche. Con la lluvia y los paraguas era muy difícil saber quien se cruzaba conmigo, sólo los andares denotaban si era una mujer joven o vieja. Sucesivas consultas al reloj. Noventa o cien pasos para arriba, noventa o cien pasos para abajo. Así una y mil veces. Al fin un paraguas se paró junto al mío y una voz me susurró muy quedo:

-- Sígueme.

La seguí. Entró en la iglesia y yo, después de dudarlo un momento, -¿será posible que me haya citado para esto?- entré también. El templo estaba en penumbra y vacío. Sólo cuestión de cinco o seis viejas se arremolinaban junto al confesionario. Otras dos rezaban en uno de los altares de la derecha. Ella permanecía de rodillas en uno de los bancos de la entrada; yo seguía de pie junto a la cancela. Noté que, más que rezar, lo que hacía era observar el ambiente del templo; al cabo de unos minutos, vi que se levantaba, cogía el paraguas y se dirigía a una segunda puerta de la iglesia, que daba a otra calle. Yo la seguí a una prudente distancia. Tomó acera adelante y, al llegar a cierto portal, cerró el paraguas y entró en la casa. Yo hice exactamente igual. Justo en el momento de cerrar el paraguas oí en la oscuridad su voz que me preguntaba.

--¿Has visto si nos seguía alguien?
-- Nadie.
--¿Seguro?
-- Completamente seguro.

Sólo entonces se atrevió a llegar hasta mí. Empezamos a abrazarnos y besarnos -te quiero, te quiero, te quiero- y, en tanto nos devorábamos, nuestras manos se convirtieron en ansiosos tentáculos que recorrían las más recónditas intimidades.

--Todo lo que tú quieras, menos lo que sabes que es imposible.
--¿Cómo has conseguido que te dejen salir sola?
-- Porque voy a confesar.
--¿A confesar?
-- Sí, a confesar.
--¿Cuánto tiempo tenemos?
--Un cuarto de hora o veinte minutos; quizás un poco más, pero ya hemos consumido los primeros cinco minutos.
--Nos quedan poco más de diez.
--No pienses en el tiempo y disfruta lo poco que tenemos.
--¿Por qué has elegido este portal?
--No lo he elegido: es el primero que he encontrado abierto y sin portera.
--Dime en el oído que me quieres.
--Te quiero.
--Dímelo otra vez.
--Te quiero, te quiero.

Seguían las manos su recorrido de placer. No había intimidad que se quedara sin caricia. A la alegría de disfrutar de la hermosura de aquel cuerpo, se unía mi victoria contra la intolerancia y el fanatismo de su familia.

--No traes bragas.
--Es así como a ti te gusta, ¿no?
--Sí, así es.
--Por eso me las he quitado.
--Estás húmeda. Tienes aquí un manantial.
--De tanto como te quiero. Me vuelves loca.
--¿Haces estas cosas con tu novio?
--Sabes perfectamente que no.
--¿Lo intenta?
-- Claro que lo intenta.
--¿Y cuándo te cases?
--Eso está por ver.
--¿Cuándo viene el general?
--Teniente. Sabes perfectamente que sólo es teniente.
--Pero yo lo asciendo a general.
-- Siempre con tu ironía
--Bien. ¿Cuándo viene el teniente?
--No lo sé. Cuando tenga permiso. Cuanto más tarde, mucho mejor, porque en cuanto venga, lo nuestro se acaba.
--¿Tanto lo quieres?
--No, a quien quiero es a ti y la única manera de evitar que te mate es que lo nuestro acabe.
--¿Y si nunca se entera?
--Para que no se entere lo mejor es que se acabe.
--¿Quién te buscó ese novio? ¿Tu madre o tu tía?
--No, el padre Bienvenido.
--Mejor aún. Y tú tan obediente.
--No me dejan otra opción. Tú no sabes el infierno que estoy viviendo.

Los faros de un coche, que en ese momento pasaban por la calle, iluminaron dos lágrimas que le resbalaban mejillas abajo.

--Te voy a pedir un favor.
--¿Qué favor?
--Que cambies de tema. Disfruta este momento y no pienses en nada más. No me amargues los cinco o seis minutos que todavía nos quedan.
--Favor concedido.
--Te quiero.

Estábamos ya llegando al séptimo cielo del paraíso cuando, al tiempo que se encendía la luz, oímos que por las escaleras bajaba gente.

--Viene alguien.
--Es en los pisos últimos. Nos da tiempo a largarnos sin prisas.

Pero al cabo de unos instantes comprendimos que era una vecina que iba al piso de otra vecina. Incluso oímos el timbre de la puerta. Volvió a apagarse la luz y nosotros seguimos amándonos.

--Saca el pañuelo. En el suelo no debe caer una gota.
--Lo tengo en una mano.
--No, prefiero que me lo pases a mí. No quiero pensar si me mancharas. Si en mi casa notaran algo, yo creo que me mataban.
--Nunca sería tanto.
--Sí, estoy segura que me mataban. Pero no me importa después de haber estado en tus brazos.
--Te quiero.
--Piensa que este cuerpo siempre será tuyo, que te quiero con toda mi alma, que...

Leves quejidos sucedieron a las voces. Al fin, reclinada en mi hombro, me preguntó:

--¿Has sido feliz?
--Mucho. ¿Y tú?
--Muchísimo.
--¿Repetimos?
--No puede ser.
--¿Por qué?
--Tengo que ir a confesar.
--¿No puedes dejarlo para otro día?
--No. Pueden venir a comprobar si es verdad que he salido a confesar.

Se bajó la falda, me abroché el pantalón y, protegidos con nuestros respectivos paraguas, salimos a la calle. Seguía lloviendo, pero con menos intensidad. Cuando llegamos a la iglesia, de las cuatro o cinco viejas que merodeaban en torno al confesionario, no quedaba más que una y, justo en ese preciso momento, se acercaba al confesionario. Ella se instaló en un banco próximo, se prendió con varias horquillas el velo y luego, con el rostro oculto entre ambas manos, empezó a hacer examen de conciencia o algo que se le parecía. Fue entonces cuando me di cuenta de que yo no tenía pañuelo. Llegué a ella en el preciso momento en que se levantaba para acercarse al confesionario.

--¡El pañuelo!

Me miró pasmada al tiempo que lo sacaba del bolsillo del abrigo y me lo ponía en la mano.

--No quiero pensar la que te habrían armado si lo llega a encontrar tu madre.

Suspiró asustada:

--Me matan.
--¡Oye! De lo nuestro al cabrón ese, ni una palabra.
--Descuida.

Salí de la iglesia pensando en que hasta el viernes siguiente, si todo iba bien, no volvería a visitar el paraíso. También con la zozobra de que un día volviese el general y nuestra felicidad se fuese al carajo. Justo en el momento en que yo salía, por la otra puerta de la cancela, me pareció ver una sombra o pájaro de mal agüero que entraba en la iglesia. Fuera había dejado de llover y una luna creciente y pálida se deslizaba entre dos masas de nubes.

Había sido una chiquita del embarcadero de Hardricourt la que me había traído todos estos recuerdos. La había columbrado en la lejanía y, fue verla y tener que acelerar el paso, no fuese a desaparecer antes de que yo llegara. De lejos se parecía enormemente a ella. Pero no, en modo alguno era ella; una mujer como ella es, por esencia, irrepetible.

Ahora pienso que, si una simple magdalena derramada en una taza de café, le permitió a Proust encontrar un tiempo aparentemente perdido, nada de particular tiene que esta náyade del Sena, de pantalón corto y blusa ceñida, con su sola presencia, me haya traído a la mente este mar de recuerdos. ¡Dichosa ella que ha tenido la suerte de nacer, crecer y vivir en un mundo libre y civilizado, sin trabas ni fanatismos, y es dueña absoluta de su vida y su cuerpo!

1 comentario:

  1. Preciosa historia sobre los recuerdos, los deseos, la evocación de la felicidad olvidada. Es una verdad universal, nos ha sucedido a todos. Cierta porque ocurrió realmente, porque la soñamos, o simplemente fabulamos, pero sucedió en su día.

    La ‘magdalena de Proust’ es el nombre literario de un recuerdo involuntario, penetrante e intenso que evoca momentos felices de un pasado efínero y remoto, algo que por sí mismo libera el recuerdo de tiempos mejores; cualquier señal que te hace remontar el río de la memoria desde los remansos de la madurez a los rápidos de la adolescencia.

    Marcel Proust revivía su infancia al mojar una magdalena en una taza de té: “En el mismo instante en que ese sorbo de té mezclado con sabor a pastel tocó mi paladar… el recuerdo se hizo presente… Era el mismo sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan pronto como reconocí los sabores de aquella magdalena… apareció la casa gris y su fachada, y con la casa la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las calles…”

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