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martes, 29 de enero de 2019

UN DÍA DE PERROS AQUEL 29 DE ENERO DE 1805


Germán Acosta Estévez
El temporal lleva instalado treinta y nueve días con sus correspondientes noches y amenaza a aquellas pobres gentes con otra jornada más, como si quisiera ser un nuevo émulo del bíblico diluvio universal. Los molinos tienen el caz atascado, mientras que los envites de la rambla de días anteriores han lastimado en su ser a los muros que sirven de defensa a la población de sus avenidas.

Una mujer, en apariencia  tranquila, dentro de aquel arca de Noé que es su hogar, se ahoga en apagados lamentos y suspiros que hasta estremecen la torcida del candil que hay sobre la chimenea. Al calor de la lumbre ya posa un perol con hinojos y la poca pringue que quedaba en la alacena, pues hogaño no ha dado tregua el tiempo para hacer la matanza y, de camino, las sábanas se secan terciadas sobre unas cuerdas improvisadas de tomiza que le ha preparado su esposo, mientras los niños dan cuenta, un tanto adormilados aún, de un raído tazón de sopas de leche; las goteras componen una sinfonía incierta que tortura las sienes día y noche al caer sobre los orinales, pucheros y ollas dispuestos sin simetría en el suelo.

Pero este 29 de enero ha amanecido como ningún antiguo recuerda: parece como si se quisiera hundir el mundo en agua, pues la copiosidad y el ímpetu de las aguas ha destrozado el primer muro de contención y ha abierto una brecha en el segundo. Sobresaltados y con el miedo en el cuerpo, los vecinos no dan abasto a taponarla con ramajes del Cercado y piedras de los balates próximos. La congoja hace que algunos tengan la boca más amarga que las tueras y eche la vista unos 25 ó 30 años atrás para rememorar cómo la casi siempre indolente rambla se llevó por delante su ermita de San Antonio Abad: como aquel año, este tampoco han podido sacar al santo ni encender los chiscos.

Antonio Pérez Valderrama, Alcalde Mayor del Estado de Torvizcón, lleva desde primera hora al pie del cañón dirigiendo las operaciones y hasta se ha tenido que volver a casa en tres ocasiones para cambiarse de ropa (¡suerte la suya el disponer de tan gran fondo de armario!). Entre tanto, ante el temor de que la plaza se inundase durante la noche, ha ordenado al primer escribano del concejo, Esteban Hilario de la Torre, que sacase los papeles de su oficio y los llevase a su casa que, al estar más arriba, quedaría a salvo de las aguas: los papeles y las cuentas del conde hay que preservarlas ante todo y sobre todo.

De nada han servido las rogativas que se han hecho día tras día. El cura de la parroquial de Torvizcón, D. José Mendoza, ha dispuesto esa misma mañana que se manifestase el Señor Sacramentado, celebrando el sacrificio de la misa para implorar piedad a Dios. Los fieles vienen y van al templo a pesar del aguacero. Sin embargo, María Romero de los Ríos, una mujer mayor con ojos vivos y celestes a quien la edad le ha marcado los huesos y el pellejo, permanece de rodillas sobre un reclinatorio con su luto riguroso del que sobresale un enhiesto roete que tapa un velo de encaje poco tupido y parece que no tiene intención de moverse de allí mientras no escampe. Mas sus miradas no han sido hacia el Santísimo, sino que ha estado mirando el cuadro de la Coronación de la Virgen que preside el altar mayor. En su interior existe el convencimiento o la intuición de que ese lienzo debía permanecer allí para interceder por los mayoyos en días como aquel y, tal vez, por eso no fue llevado a Granada como determinó el arzobispo Moscoso y Peralta en su última visita pastoral hacía muy pocos años.

De repente ha vuelto los ojos hacia una talla que se le ofrece en frente: “de pie, sobre una nube de la que sobresalen tres cabezas de ángeles; tiene adelantada su pierna derecha ligeramente y la contraria en reposo, como proporcionando una mínima movilidad a la figura. En su mano derecha, que se extiende hacia adelante, sostiene un rosario, mientras que sobre la palma de su mano izquierda, vuelta hacia arriba, se aloja la figura del Niño.

La cabeza, sensiblemente recta, mantiene el eje con el cuello. El rostro es ovalado, aunque destila cierta delicadeza. Presenta los ojos almendrados, cejas arqueadas, nariz recta y boca pequeña, la mirada al frente y llena de ausencia. Su cabello es manifiestamente oscuro, rizado y largo, disponiéndose sobre hombros y pecho en prolongados mechones.

La Virgen va ataviada con una túnica de tonalidad cremosa, decorada con motivos chinescos de color oro, rojo y azul; la toca es de tono verdoso azulado y el manto, dispuesto sobre cabeza y espaldas, es azul y también se exorna con similares elementos vegetales y chinescos de policromía dorada. La prenda se tercia de izquierda a derecha: el plegado es suave, al igual que en los pliegues de los brazos, caída vertical recta, plisado en corbata o triangular invertido. Y el plegado sobre el pecho, como si de estar prendido por un broche se tratase; el plisado que cae por el hombro izquierdo de la Virgen, llegando hasta la cintura en sujeción notoriamente artificial. El Niño se ofrece desnudo y con la mano derecha realiza el gesto de bendecir, mientras que con la contraria hace amago de coger algo, quizás un pequeño cetro. La pierna izquierda, que la mantiene levemente más alzada que la diestra, le proporciona cierto dinamismo y finura a la figura del infante. Tanto la Virgen como el Niño orlan sus testas con sendas coronas de plata”.

Es su virgen, su patrona, la que, según ella, nunca le falla y por eso “le tiene mucha cosa”; además, su primo, el también ilustre torvizconense José Banqueri, le dijo una vez que aquella imagen fue tallada en 1620 por el insigne imaginero Alonso de Mena y que la madre de su tatarabuela materna, María del Moral, había dejado en su testamento de 1614 nada más y nada menos que veinticuatro fanegas de trigo para costearla.

Ha caído la noche y no amaina. Las dudas se apoderan de los vecinos ante los barrancos que arramblan con todo lo que se les pone por delante, hay casas que se desploman y animales que perecen ante la impotencia de no poder acudir a remediarlos: el clamor de la gente se ahoga con la cortina de agua y el bronco sonido de la rambla que muestra toda su fiereza. Solo queda esperar la luz del día con la que verán acentuada la miseria de sus vidas.

Y llegó el alba, y con ella la única certeza de estar vivos. El viento carga ahora de poniente y parece disipar los nubarrones. Lo primero es ir a la iglesia a dar gracias al Todopoderoso: allí sigue aquella menuda y vieja mujer de rodillas con su collejo roete.

Ante la imposibilidad de salir a los campos, se intenta salvar lo que se puede: los Mora y los Martín, la tablazón de la carpintería; los Puerta y los Correa, sus ganados; Los herederos de los Muriel, las tablas de lienzo de su pequeño atelier de tejidos; nada podrán hacer ya por sus colmenas los Hurtado, los Hidalgo y los del Caño.

El Alcalde Mayor, sin pérdida de tiempo, nombra a dos hombres de aliento y capaces de afrontar los rigores del tiempo, sortear los terrenos hundidos y la nieve de los altos, para que fueran a hacer averiguación a cada pueblo del señorío de lo acontecido: uno iría a Albondón, Albuñol, Sorvilán y Mecina Tedel; el otro se dirigiría a Alcázar, Fregenite, Rubite y Lújar. Con ellos llevaban un auto proveído en el que se ordenaba e instaba a los alcaldes  y vecinos más pudientes que socorriesen y aliviasen a los más humildes quienes, de seguro, habrían sido los más perjudicados por el temporal y muchos habrían perdido hasta el techo donde cobijarse. Estas órdenes serían copiadas de forma obligatoria en los respectivos libros de actas capitulares y se debería remitir un informe con los correos pagados por dicho Alcalde Mayor, a la mayor brevedad posible, donde constasen los daños producidos en cada localidad. Y de coordinar todas estas tareas,  informes y peritajes se encargaría D. José Correa y Correa, subteniente del Regimiento Provincial de Guadix.

Es media mañana del día dos de febrero. El Alcalde Mayor y el Gobernador del Cehel han reunido de urgencia al concejo y justicias de la villa en el palacio del conde que se ubica al lado de la iglesia: ha llegado el correo de Fregenite con los informes y están de camino los de Albondón y Rubite.

El subteniente Correa da paso a la lectura del documento que el alcalde de Fregenite, Miguel Gómez, ha hecho redactar por mano del síndico del común, Miguel Balbuena, en el que se declara que, desde el 19 de diciembre de 1804 hasta el 29 de enero de 1805, ha habido lluvias tan impetuosas, que se han arruinado no solo las haciendas, sino también las casas: por los campos han pasado los arroyos dejándolos en piedra viva, y los álamos y sauces que servían de defensa a los mismos y para las vigas y herramientas de labranza han desaparecido; las casas están inhabitables y el alcalde tuvo que estar en guardia toda la noche del 29 para que aquellos miserables no entraran en las mismas y sucediese alguna desgracia; como la iglesia también estaba anegada, tuvieron que pasar la velada al raso, recibiendo en sus personas todo el azote de las inclemencias. Hay arroyos de gran profundidad que están tirando del pueblo, sobre todo en la parte alta del lugar y escasean los víveres.

Una criada anuncia que el correo de Albondón ha llegado ya con los informes respectivos que sus alcaldes, José Rodríguez Granados y Antonio Estévez de Rus, elaboraron el día 1 y se le hace concurrir de inmediato. En ellos se da cuenta de que los estragos ocurridos en aquel lugar y su término han causado la mayor de las ruinas, pues hay 130 casas derruidas  y más de 100 medio caídas, el resto de ellas junto con la iglesia están en peligro, pues ha salido el barranco y ha abierto en canal el terreno del pueblo; hay varias quiebras, entre ellas una antigua llamada de la Erilla que ha afectado a 1/3 del pueblo, no quedando vivienda alguna en su dominio ni terreno útil para volverlas a construir.

Los caminos, en los que se habían gastado recientemente unos 4.000 reales, no se pueden recomponer; todos los campos con sementeras se han perdido; un tercio de los almendros, higueras, morales, olivos y encinas existentes han sido arrancados de cuajo, al igual que las viñas. Aquellos seres tienen poco que llevarse a la boca y los daños se evalúan en más de 300.000 reales.

Entre tanto, también ha llegado el emisario de Rubite que se las ha visto y deseado para cruzar la rambla de Alcázar y llegar hasta esta villa: trae los bajos embarrados y el cuerpo hecho un pelitre tras sufrir una caída en la misma. Pero sus señorías están mentalmente agotados y deciden hacer un receso para comer: le darán audiencia a las tres de la tarde.

El ágape se ha demorado un poco y a las cuatro da comienzo la lectura del informe remitido por los alcaldes Francisco González Cabrera y Manuel Pérez, Blas López como regidor y Juan Luis de Alosa como escribano de fechos: en la mañana del día 30 se presentaron todos los vecinos de Rubite en las calles, sin temor al viento o al agua, preguntándose unos a otros si alguien de sus familias había muerto entre los escombros: la divina providencia se contentó solo con arruinar las casas, en arrancar los morales y olivos, horadar barranqueras formidables en sus sembrados y convertir en tajos o despeñaderos lo que antes era apacible y llano. Amén de todo esto, ha fenecido una porción significativa de ganado lanar, se han caído cinco casas y muchas de las que han quedado en pie se hallan quebrantadas por las grietas. La escasez de víveres es tan acusada, que esperan recibir socorro de donde fuese, incluso suplican al propio Gobernador que les mande algo.

Poco después del amanecer del día 3 de febrero, los emisarios de Lujar y Sorvilán se presentan en Torvizcón, pero tienen que hacer hora tomando unos jarrillos de aguardiente en un antro de taberna, en espera de que sus mercedes se desperecen del letargo de la noche. A eso de las 11 es recibido el correo proveniente de Lújar y se da lectura a lo transmitido por sus alcaldes José Lorenzo y Vicente Escañuela, en el que se dice que, el mismo día 29, el señor cura puso al Señor manifiesto, acudiendo todo el vecindario al templo a pedir misericordia, hecho que se ha repetido de nuevo el día primero del corriente; las gentes andan atemorizadas desde aquel día y al contemplar la devastación al día siguiente, si ya no lo estaba suficientemente desde el terremoto del 13 de enero de 1804, pues con la lluvia, vientos y granizo de las jornadas del 29 y del 30 se advierte que hay muchas casas y haciendas con gran perjuicio: no ha quedado en las ramblas un árbol en pie, ni tampoco en las haciendas y de momento es imposible valorar los daños hasta que se pueda recorrer a pie todo el terreno.

Manuel Romero y José Pérez, alcaldes de Sorvilán, declaran en su escrito del día 2 de febrero que, con el temporal sufrido, hay grandes daños en los predios, si bien no hay que lamentar víctimas. Aunque no se puede valorar con exactitud el total de los daños, se estima que sobrepasarán los 240.000 reales: bufos y avenidas de barrancos, muchas casas caídas y otras en estado totalmente ruinoso, morales arrancados y viñas destrozadas; almendros, frutales y otros árboles inservibles, pérdida de ganados y la torre de la iglesia caída, y una campana derribada por el viento: jamás se vio tanta pesadumbre y miseria.

Ha pasado una semana y por fin se tienen noticias de Alcázar: hay cinco casas caídas y el resto afectadas en diferente medida, sin que haya que lamentar pérdidas humanas; el arbolado perdido se estima en un tercio del mismo, mientras que las hazas inmediatas a barrancos y ramblas han desaparecido junto con sus sembrados. Imposible evaluar las pérdidas, pues muchos de los bienes estaban ya afectados por los terremotos del año anterior, según declaran Antonio Fernández y Manuel Ruiz.

Desde Mecina Tedel se daba cuenta que, el mismo día 29, se arruinaron 36 casas, desplomándose la mayoría hasta los cimientos y que el resto del caserío está muy afectado, al igual que algunos cortijos del término. El aire ha trepado alrededor de un tercio de la arboleda y la crecida de la rambla se ha llevado a su paso las majadas y su plantío; los barrancos han arrastrado tierras y viñas hasta sus faldas, provocando quiebras y vaciaderos. Y lo mismo ha sucedido en toda La Contraviesa. Pero lo peor llegó en la madrugada del día 30 cuando reventó por lo hondo del pueblo y por encima de la fuente principal del vecindario tal cantidad de agua en forma de presa, que  engulló dos casas en las que se habían refugiado veinte personas, si bien les dio tiempo a huir para salvarse. Luego, esas aguas entraron en la vega por dos cañadas que llegaron a juntarse pese a que estaban bastante distantes. El caudal de las torrenteras ha aminorado, pero hay sitios donde han ahondado hasta cincuenta varas y el agua no encuentra piedra que la sujete, ni se pueden gobernar las acequias, razón por la cual ya se advierten quiebras en mitad del pueblo, como se advierte también la miseria y la ruina.

Las nuevas enviadas desde Albuñol por Antonio Amate y Leonardo Viñolo llegan por fin el día 12 por la tarde y poco varían de las ya recibidas. Después de un año de continuos temblores de tierra, ahora esto: el temporal ha provocado recalos en las casas, provocando quebrantos en unas y derrumbándose otras; las vegas están inundadas aún, las ramblas se han llevado por delante las alamedas que las defendían. Tanta era la furia de las aguas en la noche del día 30, que no respetó ni la iglesia ni las casas mejor edificadas y acondicionadas, entrando el agua en ellas, en tanto que se oía el espantoso eco de las ramblas, dando la sensación de que los vecinos navegaban por ellas, cosa que no recuerdan ni los más viejos del lugar.

Al abrirse el día, estos piadosos hombres dan gracias a Dios, pero nadie es capaz de aplacar su llanto por la pérdida de todos sus bienes. El Barrio de La Palma está casi todo en el suelo, las ramblas han reducido todo a arenales y hasta el Jardín del Conde se ha anegado a pesar de sus tapias; los murallones del caserío de D. Francisco Fonseca y la huerta de D. Francisco Huarte, las acequias de los molinos han pasado a mejor vida; cortijos destruidos, toneles de vino derramados, ganados atrapados bajo los escombros, viñas arrancadas, cerros rehundidos con profundas quiebras; la población de La Rábita inundada y anegadas la mitad de sus casas, los rebalajes de la playa llenos de raíces, palos y árboles, como si tratase de una premonición de lo que aquel maldito año 73 traería luego consigo.

El cura sigue con sus rogativas, los obreros, sin trabajo desde que comenzara este infierno, vagan como sonámbulos por las calles con sus familias pidiendo sustento para sus hijos, debilitados en extremo por la intemperie de los tiempos. El párroco ha abierto las puertas de su casa y da semillas, harina y algo de dinero a los pedigüeños y lleva comida a casa de los enfermos; también el ínclito D. Andrés Urízar ha repartido gran cantidad de limosnas, semillas y comestibles; otras gentes colaboran en proporción a sus posibilidades.

El día 15 los peritos encargados de tasar los daños en Torvizcón y su término se han presentado ante el subteniente Correa y toda la corte administrativa de la villa, avisándoles que estos superan con creces los 300.000 reales. Francisco de Torres, Vicente Hidalgo y Francisco Martín de las Heras relatan, un tanto cohibidos ante ellos que, desde el Haza del Lino hasta la huerta de los Ocaña, del Barranco de la Canaleja hasta la Rambla, desde las Semillas hasta la Cuesta de los Barriales, pasando por los de María Lozana, el del Castillejo, el de Tanaje, Dehesa de Barbacana o el Pago de Berdite, todo es una ruina: cortijos y corrales caídos, olivos, morales, álamos y toda suerte de árboles arrancados de raíz, quiebras y rehundidos en los secanos, regadíos inundados o arrastrados…Un panorama desolador.

El señor Pérez Valderrama, da un sorbo profundo a su copa de vino y chasquea la legua con estrépito. El ajuste de las cuentas es contundente, salvo error de suma o pluma: 1.678.500 reales de aquel tiempo en pérdidas, aunque las arcas del conde de Santa Coloma y Cifuentes no notarán merma alguna, que para eso hay escrituras de por medio: tan solo queda apelar a su magnanimidad  y gracia.

Terminadas las audiencias, todos se felicitan por concluir la instrucción de esta pesadilla y pasan al salón donde los criados les han preparado en las brasas del rincón las chacinas y embutidos que colgaban en un conchal de cañavera en la cámara de la morada del Alcalde Mayor y de las que deberían dar cumplido fin, no fuera a ser que se echaran a perder por la humedad; el vino, aun estando sin trasegar, también deberían dar cuenta de él.

Bien hicieron en aprovechar aquellos abnegados próceres, pues la primavera de ese año vendría con las rebajas de unas fiebres amarillas que pondrían la vida de alguno de aquellos comensales a precio de saldo; o quizás es que intuyeron con mucha antelación la llegada de los franceses aquel 16 de marzo de 1810 a Torvizcón y sabían que harían una suerte de justicia poética con aquellos bienes suyos tan preciados.

El sol y la brisa de estos últimos días han oreado algo la tierra y algunos vecinos ya se afanan en tapar las grietas y barranqueras de sus labores; las mujeres, sin brío en la mirada, ayudadas por sus rapaces más crecidos, sacan a sus puertas los enseres y tienden al sol los paños para que no se apulgaren, abren puertas  y ventanas de sus lares para que se ventilen; los niños más pequeños retozan en una zaragata continua sobre los charcos.

 Dura suerte la de estas sencillas gentes: hay que venir a ver el miedo por las calles.

martes, 10 de julio de 2018

Andalucía Directo | Martes 26 de junio

EL PIOSTRE DE SOPORTÚJAR YA NO BAILA CON LAS MAYORDOMAS

Germán Acosta Estévez


Corren malos tiempos para la lírica de añafiles, cítaras y laúdes, aquellos que otrora animaran tantas leilas y zambras en los confines alpujarreños. Las cadenas del fantasma del Barroco resuenan en la agonía del fin de siglo granadino entre sospechosos hallazgos en la torre de Turpiana que, tiempo atrás, San Cecilio habría puesto a buen recaudo de la llamada por entonces secta de Mahoma, (una verdadera reafirmación de la antigüedad cristiana de la Cora de Ilbira), mientras que desde la colina de Valparaíso se ciernen plúmbeos y aljamiados nubarrones; desde un pozo de Ugíjar se exalta la herencia martirial rebautizando a la protectora de la Batalla de Lepanto, la virgen del Rosario; la conocida también como Cruz de la Esmeralda se aferra a la verja de la entrada al recinto sagrado de Órgiva por orden y capricho del hermano bastardo del rey “Prudente”, o ya, bien entrado el XVII, en una noche de plenilunio, un viejo y misterioso mendigo dejaba en Lújar un curioso lienzo del Cristo de Burgos o de la Cabrilla, tan venerado entonces por aquella hermandad de recios vaqueros trashumantes de Sierra Nevada con sede en la villa del Buen Varón.
Como negros eran los nubarrones que se cernían aquel mediodía del 14 de julio en los primeros años del nuevo siglo. Un zagal y dos mozuelas se afanaban en dejar acunadas  las doradas gavillas segadas sobre la alfombra rota del hiriente restrojo y, de repente, el cielo se cubre de una preñada renegrura que preludia la inminente tormenta y da paso al aguacero: parecía como si el mundo se fuese a hundir en agua. Los jóvenes segadores corren a refugiarse al amparo del saliente de un tajo, maldiciéndose el mozo de no haber tenido en cuenta las señales que emite la madre naturaleza: ahora se explicaba el porqué del sapo que avistó entre dos luces por las calles del pueblo cuando terminó su larga faena el día anterior o la bicha estirazada al sol en mitad del camino esa misma mañana.
Cuenta la leyenda que, ateridos y confusos por la lluvia y el deslumbrante aparato eléctrico, alzaron sus miradas al cielo buscando la clemencia divina y, con el rostro lleno de lágrimas, se encomendaron con todas sus fuerzas al santo del día, prometiéndole hacer en su honor una fiesta religiosa todos los años y, si salían ilesos, celebrarían un gran baile para que el pueblo entero participase del gran júbilo.
Se dice que la calma renació al punto, cesó la lluvia y, en el horizontede la impresionante mole que conforma el perfil de la Sierra de Lújar, comenzó a lucir un esplendoroso arcoíris que ellos interpretaron como un signo de paz y progreso, por lo que raudos y veloces, dada la imposibilidad de proseguir con su tarea, bajaron al pueblo y rindieron visita al cura quien, santoral en mano a modo de Almanaque Zaragozano, les reveló la gracia de su milagroso protector: San Buenaventura. Nacía así, de forma apresurada, una genuina y corta hermandad de tres miembros: el piostre y las mayordomas fueron ungidos y bendecidos urbi et orbe por la vía de apremio (y sin derecho a la condonación de pena mediante bula o indulgencia) por aquel ministro de la iglesia de Soportújar.
 
 Para la ocasión, las dos zagalas habían de vestir exactamente lo mismo una que otra, estrenando tres vestidos con su calzado correspondiente a juego; el piostre debería lucir con un traje elegante y acompañar a las chicas en los actos de la mayordomía, colocándose en medio de ellas en cualquier acto que tuviera lugar ese día, incluso en las ceremonias religiosas.
El día 13, víspera de la fiesta y poco antes del mediodía, las mayordomas y el piostre, con su ropilla de domingo y ante el curioso gentío, se dirigen a la casa del señor cura donde, por anticipado, depositan sus buenos cuartos por los derechos de la función religiosa, le solicitan las llaves de la iglesia para repicar las campanas ellos mismos y hacer el anuncio de la función del día siguiente. La misma liturgia se seguirá el día 14, dedicándose, entre medias, a adornar como corresponde la imagen del santo.
Llegó tan señalado día 14 de julio y, a eso de las diez de la mañana, la orquesta, al son del pasodoble, espera al tan renombrado piostre y a las mayordomas ataviadas con lujosos trajes para acompañarles a la iglesia donde los tres escucharán misa minutos más tarde frente al altar del santo. Terminado el oficio religioso, sale la procesión a la calle entre salves de cohetes y palmas reales; detrás de las andas y en riguroso orden, los miembros de tan exigua hermandad, el sacerdote y la banda de música. Se ha encerrado la imagen del santo en el templo y las mayordomas son acompañadas a sus hogares por la banda de música con la misma solemnidad con la que vinieron a la iglesia.
Hay que darse prisa. A las tres de la tarde estas mozas deberán lucir ya sus mejores galas para ser conducidas otra vez por la banda a una plaza del pueblo engalanada para la ocasión y abrir el baile: la orquesta de turno toca una pieza, y entonces, la mayordoma de mayor edad se adelanta, empuña una palma de cohetes, cuya mecha prende el piostre, comenzando al instante a bailar juntos, mientras la otra mayordoma lo hace con algún pariente suyo o con su novio; le toca ahora a esta otra joven repetir el ritual de antes. Bailarán a continuación los tres juntos: hasta ahora, toda la plaza ha sido para ellos, también para ellos han sido todas las miradas, pero ya es hora de que entre en escena el resto del elemento joven del pueblo y de los límites, que luego irán pasando por los puestos de dulce o de las socorridas tabernas para aliviarse la sed y el gaznate de los rigores del baile en la tarde estival.
Y así, entre animosas danzas ejecutadas con rancia maña, transcurre la tarde hasta la hora de la oración de la noche. Toca dirigirse de nuevo a la casa parroquial donde se procederá en secreto a la elección de la nueva mayordomía para el año venidero y comunicar de inmediato la buena nueva en las casas elegidas bajo la consabida fórmula: “Mayordomía en casa, ¿pasa o no pasa?”
Aceptada la encomienda, sólo queda desearse salud y suerte, porque, para sus designios, el bolsillo no entenderá el año próximo de telarañas: Amén de las vestimentas, las mayordomas habrán de pagar dos comidas para todo el pueblo durante los festejos, y ya se sabe que: “buenos días, si convías”; el piostre acarreará con los gastos de la banda de música y la pequeña orquesta de “tocaores” del terreno. Pero estos alpujarreños, que son más listos que el hambre y expertos en el arte de la supervivencia, en numerosas ocasiones, derivarán esta tarea hacia las casas con buen lustre, sabedores de que la vanidad de sus moradores podría más que el tener que “soltar la manteca”.
Corría el año 1956 ó 1957. Una negra sotana, revestida de un sermón de un también agrio y negro limón, arremete desde el púlpito contra esta fiesta y sus artífices, a quienes acusa de “manzanas podridas” por mezclar lo religioso con lo pagano: el baile queda prohibido.
De nuevo, 14 de julio. Mientras en el parisino barrio de Montparnasse se apagan los ecos de una brillante velada con fuegos artificiales japoneses, se cierran los escaparates de la carne trémula en Pigalle, y los últimos bohemios vuelven a casa empapados en alcohol cantando desentonados La Marsellesa, Estrella y Loreto, las últimas mayordomas, lloran su mala estrella por las esquinas de regreso a sus casas. Manuel, el último piostre, intenta conversar con la copa que tiene en la mano y se dice a sí mismo, a modo de consuelo, que, al menos, la joven que ha tenido el privilegio de pasar la hoja del libro que porta el santo, tendrá la suerte de casarse hogaño, pues de todos es bien sabido la buena mano que tiene San Buenaventura en asuntos de amoríos. A estas horas en que las brujas han tomado las riendas de la noche, su mente intenta ahogarse en un suvenir de olvido y coñac: el piostre de Soportújar ya no bailará más con las mayordomas.