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lunes, 14 de septiembre de 2015

El brujo de la Pandera

Hace ya más años de los que quisiera, por gracia de Su Majestad, disfruté de un período de mi vida profesional en la sierra de la Pandera, situada entre Valdepeñas de Jaén y el pantano de Quebrajano, en una zona desconocida fuera de la provincia, llena de encanto, y que da cobijo a una de las más curiosas manifestaciones arqueológicas de nuestra prehistoria peninsular: se trata de dólmenes, pinturas e inscripciones rupestres, que una mañana descubrimos por sorpresa en una cueva del Barranco de las Tinajas, y que viví con la emoción (saltos, gritos y abrazos incluidos) de un recién licenciado, muy expresivo que compartía oficina conmigo, al que le habían hablado de éstas en una universidad situada a menos de cuarenta kilómetros, pero que nadie de esa cátedra había visto jamás. Nunca he disfrutado tanto de algo que desconozco, y que por tanto me cuesta entender, como aquel día en que Julio Gámez nos habló de la Edad del Cobre, 2000 años a. de C.

En el Centro de Transmisiones éramos pocos, nunca pasamos de cuarenta. Recuerdo, como si fuese ayer, una fría mañana de principios de marzo que nos llegaron doce nuevos reclutas. Desde la ventana de mi confortable despacho los vi bajar del camión helados de frío, mareados por la pista y asustados por las bromas de los veteranos; no sé porqué me fijé en uno pequeño, muy moreno, que ignorando las órdenes del Sargento Castro, distraído y alejado del grupo, oteaba el mar de nubes que, como una alfombra de algodón, cubría Jaén. Por la tarde les recibí a todos, -era mi costumbre con los nuevos-; cuando entró el despistado de la mañana, se sentó frente a mí y me dijo su nombre sin siquiera haberme mirado. Miraba por la ventana y yo pensé que pasaba olímpicamente de mí; le dije que se acercase a ella y disfrutara del paisaje. Estaba fascinado con la nieve que había visto por primera vez, con los chupones de hielo que colgaban del voladizo de cocheras, con el sol intenso y el viento que hacía temblar en el tejado los farolillos de hojalata. Me dijo que no sabía hacer nada, que nunca había trabajado, que apenas sabía leer.

A la vista del currículo que Juanjo nos presentaba decidimos destinarlo al cuidado de los perros. Al día siguiente, en la primera comida, me informaron que Juanjo había desaparecido, y buscando su rastro, como habíamos visto hacer a los Cheroquis en “Bailando con lobos”, vimos unas pisadas que atravesaban el helipuerto y se dirigían al refugio forestal del Quebrajano. Iba a enviar una patrulla en su busca cuando, desde la ventana del comedor, alguien vio a lo lejos dos manchas negras que se movían sobre la nieve en medio de una difusa niebla; los vimos acercarse, reímos a coro cuando Juanjo resbaló en el hielo del “collaillo” y alguien gritó -¡es un brujo!-, cuando observamos que Napoleón parecía ayudarle a levantarse. Napoleón era un perro negro, enorme, agresivo, que a mí me perseguía cuando se escapaba y que más de una vez me enseñó los dientes y me subió angustiado a lo alto de un Land Rover, al que me ataba con las propias cuerdas de mi miedo, como un San Isidro presto para la romería, con un ¡grruuu…! amenazador, casi inaudible que me dejaba sin sangre en los bolsillos.

Juanjo subió eufórico, muy charlatán, al contrario que el día anterior, quería hablar conmigo, y con la confianza que inspira todo un día de montaña bajo el mismo techo me contó su vida y milagros. Se había marchado por dos motivos: el primero, porque no quería ponerse la vacuna, que nunca en su vida había ido al médico ni pensaba ir, -y menos con ese gallego que no mira de frente-; la segunda y más importante que le habían dicho que Napoleón me tenía manía y como yo le había caído bien, como encargado de los perros tenía que solucionarlo. No pude menos que agradecérselo y decirle que me gustaban esas iniciativas. Me habló de su madre, viuda desde que él lo recordaba; que había nacido en un cortijo, pero que llevaban tres años viviendo en Jaén porque su madre encontró trabajo de limpiadora en “vaciacostales”. Me contó que de pequeño, cuando comenzaba a andar, se cayó desde un balate muy alto a un zarzal que había debajo, de donde lo sacó un señor de larga barba rodeado de una fuerte luz que iluminó toda la zarza, que le curó las heridas y cuando lo puso en la tierra le dijo que desde ese día tendría poderes para ayudar a la gente. Añadió que cuando yo quisiera me traería a Napoleón que seguro que se haría amigo mío. Después de dos horas de desconcertante conversación le acompañé a la cocina para que comiera algo y corrí en busca de un compañero para compartir la historia. Historia que, como uno de mis vicios de siempre, anoté en mi cuaderno esa misma tarde.
Con el paso de los días y algunos partidillos de fútbol nos hicimos verdaderos amigos, me ofreció un crecepelo que fabricaba a base de aceite de oliva, cortezas de pino y no sé que más; en su presencia acaricié a Napoleón que movió el rabo y ya nunca más me enseñó los dientes; incluso me los llevé conmigo días después que, por avería, tuve que recorrer los diez kilómetros de la línea de alta, y a ambos les conocí un poco mejor.

Hoy he recordado a Juanjo leyendo en el “País Semanal” la teoría de un neurólogo americano sobre las visiones que pueden acarrear los estados de epilepsia o un simple golpe, trayendo a la mente un repentino deslumbramiento. Juanjo reúne algunas características con las que el neurólogo define estas personalidades: es sencillo, bonachón, con una particular realidad de las cosas, sin sentido del humor ni del ridículo, emotivo, crédulo, con tendencia a darle un sentido cósmico o divino a las cosas, pero con una personalidad que inspira confianza.

Como pudo pasarle a San Pablo cuando se cayó del burro, al caer en la zarza Juanjo, pudo atizarse un golpe en la sien izquierda, dónde se originan estos fenómenos, y de ahí su sublime visión. Es posible, pero en el tiempo que continué con Juanjo, con su simpleza, lo vi convertirse en el gurú de la Pandera: curaba resfriados; con una imposición de manos retiraba a los compañeros del tabaco; hacía mezcla de hierbas para todos los males y en cuestiones de huesos y dolores localizados tenía “manos de santo”. El médico estaba desesperado, nadie le hacía caso, la competencia le había arrebatado todos los clientes; era un gallego introvertido que se estaba volviendo taciturno, incluso esquivo. Una tarde en un partidillo de fútbol, campo en el que también Juanjo superaba al joven doctor, sufrí un amago de esguince, con hinchazón espontánea y Juanjo me cogió el tobillo apretado entre sus manos, cálidas, muy calientes a pesar del frío y del hielo que nos rodeaba, durante una eternidad de dos o tres minutos y al soltarme me dijo, como si de Lázaro me tratase, ¡anda!, en esto que, corriendo desde la banda izquierda y en flagrante fuera de juego, se acercaba el médico diciéndome que no me moviese. Allí me vi yo entre la ciencia y la brujería, entre la razón y la fe, sin querer tomar partido, pero sabiendo que irremediablemente defraudaría a uno de los dos. Pudo costarme la hoguera, -pero en aquellos días “Torquemada” era yo- y mi inconsciencia u osadía, o tal vez la fe, me llevó por mi pié hasta mi habitación -un nuevo gol del brujo al doctor- y al día siguiente no tenía absolutamente nada. Juanjo ni se acordó de mí, pero el médico se cruzó conmigo por el pasillo y cuando me vio andando más chulo que un ocho, a mis buenos días respondió con un gruñido en galego, mientras clavaba la mirada en la pared opuesta, sin siquiera regalarme el rabillo del ojo. Me hizo sentir mal por haber despreciado su ciencia.
De esto hace muchos años y desde entonces no he visto a Juanjo, pero he de confesar que me apetecería echar un rato con él, como me gustaría echarlo con Julio Gámez, con Cazalilla, con Ramón o con mi amigo Joaquín, otro gallego al que hecho de menos, y tantos otros que sin remedio he ido olvidando. Me gustaría que Juanjo me contara cosas de su mundo que sorprendan mi racionalidad, pero no voy a visitarlo porque desearía verlo como antes, con esas cualidades que describe el neurólogo y no como un comerciante de la desesperación. Sé por compañeros de aquellos días que Juanjo recibe a todo el que quiere en su vivienda de “Los Caballos”, junto al cruce de Úbeda, a la salida de Jaén. Sé que a él acude la gente llena de esperanza y otros agarrados a un “que remedio”, o un “por si acaso”.

A veces me pregunto qué hubiera perdido yo con echarme el crecepelo, del que, más que mi agnosticismo, me disuadió un cocinero que también soltaba pelillos al viento, al que le pusieron el “lucerito del alba” y no porque se levantara el primero sino porque su cabeza, embadurnada por aquella aceitosa pócima, brillaba más que los farolillos de hielo del tejado en una soleada mañana de comienzos de la primavera y olía a pino salvaje del quebrajano.

La censura por Francisco Gil Craviotto



Censura y dictadura siempre fueron de la mano. En España, que hemos padecido  dos dictaduras –la de Primo
 de Rivera y la de Franco-, sabemos muy bien lo que es la censura y los efectos –siempre negativos- que ha tenido para la cultura del país. Lo que mucha gente ignora es la variada serie de artimañas de que se valieron algunos españoles para evadir la censura o, mejor aún, ponerla en ridículo. Sería interesante reunir todos estos casos en un libro. Tendría la risa y la sonrisa aseguradas. Recuerdo una conferencia del director de cine Luís García Berlanga en la Biblioteca Española de París, precisamente sobre sus nefastas relaciones con la censura de Franco, que fue una constante carcajada.

Mientras llega ese futuro libro –animo a los jóvenes investigadores a llevarlo a cabo- le voy a ofrecer al lector de estas líneas el relato de una  de las “mordidas” más sonadas y humorísticas que sufrió la censura del general Primo de Rivera. Ocurrió en abril de 1929, cuando la estrella de Primo de Rivera ya empezaba a apagarse, y nunca sabremos quién fue el autor –o autora- de tal dentellada, pero lo que sí está claro es que el periódico que lo sufrió, -“La Nación”-, subvencionado por el partido de Primo de Rivera y portavoz del general, hizo totalmente el ridículo. El poema llegó a la redacción del periódico como una colaboración espontánea –todos los periódicos reciben cientos de cartas de este tipo-, de una niña de quince años, María Luz de Valdecilla, admiradora del general, que, después de oír uno de los patrióticos discursos de Primo de Rivera, inspirada al instante, había escrito el soneto que adjuntaba. El periódico lo publicó, con una nota previa llena de elogios a la niña poetisa que tanto prometía. Sólo cuando las carcajadas de todo Madrid llegaron a la redacción del periódico se dieron cuenta de que el soneto era una trampa: se trataba de un acróstico que, si se leía en vertical, repetía lo que toda España venía diciendo del general: “Primo es borracho”. Aquí tiene el lector el poema, precedido de la nota introductoria del periódico “La Nación”:
 Una adhesión simpática.-Entre las adhesiones recogimos ésta, digna de ser destacada. Trátase de una señorita de quince años, que en carta muy sentida, recordando que hace poco oyó un hermoso discurso del Presidente, rebosante de patriotismo y de bondad, dice que quiere expresar sus sentimientos en un soneto que acompaña y es como sigue:

¡Paladín de la Patria redimida!
¡Recio soldado que pelea y canta!
¡Ira de Dios, que cuando azota es santa!
¡Místico rayo que al matar es vida!
Otra es España a tu virtud rendida:
Ella es feliz bajo tu noble planta.
Sólo el hampón que en odio se amamanta,
Blasfema bajo tu frente esclarecida.
Otro es el mundo ante la España nueva:
Rencores viejos de la edad medieva
Rompió tu lanza que a los viles trunca.
Ahora está en paz tu grey bajo el amado
Chorro de luz de tu inmortal cayado.
¡Oh, pastor santo! ¡No nos dejes nunca!

María Luz de Valdecilla.-
“La Nación”, 15-IV-1929.

Huelga añadir que ninguno de los esbirros del general Primo de Rivera logró dar con la niña María Luz de Valdecilla, que seguramente jamás existió, ni con el verdadero autor del acróstico. De lo que no cabe duda es que debió ser un gran poeta, seguramente con bastantes años de experiencia en el arte de hacer versos, pues sólo un gran poeta logra imitar tan a la perfección el estilo grandilocuente y huero, lleno de ditirambos al dictador, de la poesía oficial del
momento.

Años después, durante la siguiente dictadura, la del general Franco, corrió la voz de otro caso parecido. Según este rumor la revista humorística “La Codorniz” publicó un boletín meterológico que decía así:

Fresco, procedente de Galicia, se apoderó de España. Tendencia a permanecer.

No era necesario ser un experto en climatología para darse cuenta del mensaje oculto de tal boletín. En ninguno de los números sueltos que en aquellos años compré de la revista tuve la suerte de dar con tal boletín y ahora dudo mucho que aquel rumor fuese verdad. La razón es obvia: el director de la revista, Álvaro de la Iglesia, sabía muy bien los temas tabú que jamás se podían tocar la persona del dictador, la Iglesia, Falange,  etc.- y, si se hubiera atrevido a sobrepasar los límites, la revista habría sido cerrada al instante, cosa que no ocurrió. De todas formas, como chiste para contarlo en la barra de un bar, tuvo gran popularidad.

Frente a esos pequeños triunfos, aquí y allá logrados, qué cantidad de obras debieron perderse y cuántas otras nacieron mutiladas. Entre las obras que jamás se publicaron me vienen a la mente la novelística completa de Agustín Gómez Arcos, publicada después en francés y hoy asequible al lector español gracias a traducciones de gran calidad. Entre las obras que se publicaron, pero mutiladas, recuerdo “La Llanura” del dramaturgo José Martín Recuerda, por
fortuna en los años ochenta publicada en su integridad. Pero otros autores no tuvieron la suerte de Agustín  Gómez Arcos y Martín Recuerda y sus obras se perdieron o quedaron mutiladas para siempre. Ocurre que, esos autores que chocaron con la censura, eran los más innovadores, los más osados y de mayor calidad literaria. Precisamente los que hubieran hecho posible que ese llamado
“medio siglo de plata de la Literatura Española” hubiese sido un siglo completo. Todo se lo llevó la Guerra Civil y la censura, cuya única finalidad era mantener intangible la ensangrentada figura del dictador.


Publicado en el "Faro" de Ceuta el 6 de sep de 2015


domingo, 6 de septiembre de 2015

Un curandero de antaño por Francisco Gil Craviotto

 No podemos conocer el futuro –nadie sabe cómo será la vida dentro de doscientos o quinientos años-, pero sí nos es fácil conocer el pasado. Para eso nada tan sencillo cómo echar un vistazo a los periódicos de nuestros antepasados. Hoy se me ha ocurrido investigar el periódico “La Gazetilla curiosa” del P. La Chica Benavides, cuya existencia va del lunes, 9 de abril de 1764, al 19 de junio 1765. Poco más de un año, pero en aquella época la vida de las personas y periódicos era mucho más breve que en la actualidad.


En este semanario, además de la particularidad de que sólo contaba con un único redactor –el mencionado fraile trinitario-, lo que explica que en cuanto éste murió despareció el periódico, llama poderosamente la atención, junto al aire de deliciosa ingenuidad que llena todos sus números, la publicidad de la época. Había anuncios de pérdidas y hallazgos –era extraordinaria la facilidad con la que la gente de entonces perdía las cosas más necesarias y personales-, ventas, trabajo –sobre todo mozos y mozas que buscaban amo-, y otros tan insólitos que hoy se hace difícil encontrarle encuadre y clasificación. Juzgue por sí mismo el lector el siguiente anuncio publicado en el número XV de dicho periódico:

Ha llegado a esta ciudad el célebre químico don Joseph Guerrero. Cirujano Oculista y Dentista, el que trae unos polvos para confortar la cabeza: cura la boca de toda debilidad, haciendo se coma por entreambos lados; limpia, blanquea, trasplanta y quita los dientes sobredientes, raíces y nacederas que molestan la boca, sustituyendo los dientes, aunque postizos firmes y estables, sin el menor dolor. Trae el verdadero Polvo de la Coralina para reafirmar y emblanquecer los dientes. Colirio para los ojos; Bálsamo para el reumatismo; un específico con que borra las cicatrices. El polvo Etherino de nueva idea. Remedio para el pelo y las canas, y que renazca no siendo en avanzada edad, destruyendo sin dolor callos de raíz, verrugas, uñeros, padrastros, las manchas de la cara, como no sean de nación. Vive en la placeta de San Gil.

Lo primero que nos llama la atención y al mismo tiempo nos desconcierta en este anuncio es la profesión del anunciante. Tiene tantas que al final no sabemos lo que es. En la primera línea se presenta como químico, oculista y dentista, tres profesiones hoy día bien diferentes, pero entonces, por lo visto, podían ir juntas y casi soldadas. Poco después vemos que también es reumatólogo y un renglón más abajo nos ofrece sus  grandes remedios para que renazca el pelo –salvo en las personas de avanzada edad-, y sus soluciones para destruir manchas de la cara –salvo las de nacimiento- y para borrar las cicatrices, lo que nos hace pensar que también es dermatólogo. Pero en el último renglón aparecen otras habilidades de este hombre extraordinario: elimina callos, padrastros y uñeros, lo que nos confirma que, a todas las anteriores profesiones, hay que añadir la de podólogo o callista. Demasiadas profesiones para que una sola persona pueda ejercerlas de una manera aceptable. Lo segundo que nos llama la atención en este anuncio son los remedios para conseguir tantas curaciones y maravillas. Además de su habilidad para sacar dientes y raigones sin dolor –vamos a aceptar que todo esto sea verdad-, y los dos polvos novedosos -el “polvo de la coralina” y el “polvo etherino”-, el famoso curandero cuenta con “polvos para confortar la cabeza”, sin que nos sea dado saber en qué consistía ese confortamiento, “colirio para los ojos”, “bálsamo para el reumatismo”, “un específico que borra las cicatrices” y “un remedio para el pelo”, que, como ya hemos visto, lo mismo hace que renazca –salvo en las personas de avanzada edad- que elimina las canas. ¿Quién, después de leer tal cúmulo de maravillas, podía permanecer indiferente? La clientela debía ser numerosa.

De todos los grandes remedios de que hace alarde este hombre extraordinario los que más me han llamado la atención son los dos renombrados polvos ya mencionados, “el polvo de la coralina”y el “polvo etherino”. He consultado con personas de ciencias y me han dicho que el polvo de la coralina, posiblemente, era polvo obtenido a partir del alga coralina que todavía se emplea en medicina como eliminador de lombrices y otros parásitos del intestino, y el polvo etherino quizás fuese polvo obtenido a partir del éter. Habría que preguntarse si la industria farmacéutica de entonces estaba en condiciones de producir tal polvo. De todos los otros polvos, colirios y bálsamos, mencionados en el anuncio, no se nos ofrece la menor reseña sobre su composición. Tampoco del crece pelo y eliminador de canas. En resumen, unos medicamentos muy numerosos pero modestos, sobre todo si los comparamos con los asombrosos resultados que nos promete el anunciante.

El anuncio del periódico, sin pretenderlo, nos retrata a la perfección la figura del curandero en el siglo XVIII y, de soslayo, el estado de la medicina en la misma época. Otros anuncios, sobre el precio de las sanguijuelas, estos últimos en publicaciones del XIX, así como la información sobre misas, novenas y procesiones para alejar determinadas epidemias, - el cólera, por ejemplo-, vienen a completar la situación de la medicina en aquellos siglos. No vamos a entrar en esos vericuetos.

No quiero terminar estas líneas sin formularle una pregunta al lector -o lectora- de este artículo: si usted hubiese vivido en el siglo XVIII y hubiese sabido de la existencia del químico, oculista y dentista, don Joseph Guerrero, ¿se habría puesto en sus manos? ¿Habría probado sus famosos polvos, bálsamos y remedios?

Publicado en el "Faro de Ceuta" el 6 sep. 2015

martes, 1 de septiembre de 2015

El toro de la vergüenza por Francisco Gil Craviotto




Todos los años, por estas fechas, surge la polémica en torno al tristemente famoso espectáculo conocido con el nombre de “Torneo del Toro de la Vega”, que cada verano tiene lugar en Tordesillas, pueblo de la provincia de Valladolid de unos nueve mil habitantes, hoy conocido en todo el mundo debido precisamente a la mencionada salvajada.

Recuerdo que conocí la existencia de tal atrocidad hace unos veinte años o acaso un poco más. Fue a través de la tele francesa y el reportaje se llamaba España y los animales o algo así. La introducción fueron las corridas de toros, con las plazas llenas de un público fanatizado y vociferante, que había pagado una entrada para ver la muerte de seis animales convertida en espectáculo de masas; después, en la segunda parte, vino el recorrido por las fiestas populares de ciertos pueblos. Allí vimos toros con los cuernos convertidos en antorchas, animales lanzados desde la torre de la iglesia parroquial, cerdos sacrificados en plena calle, en medio de la expectación general, y, como postre, el toro de la Vega: un hermoso toro negro muerto a lanzadas por los mozos del pueblo, convertidos en matarifes. ¿Tendré palabras para expresar la vergüenza que como español tuve que soportar? Todavía no sé, cuando se toca el tema, que me indigna más: el espectáculo de sangre y lanzadas sobre el cuerpo del animal acorralado por los caballos y las lanzas o los sofismas de los exégetas de la barbarie que pretenden hacernos creer que la barbarie es cultura y arte.

El argumento estrella de los exégetas de la salvajada es el de la tradición. Dicen que lancear a un toro hasta matarlo a lanzadas es una tradición que viene de la Edad Media y, en consecuencia, hay que mantenerla y fomentarla. Olvidan sin embargo que toda tradición, que se basa en el dolor de un ser, por muy arraigada que esté, debe ser desterrada. Es indudable que las hogueras inquisitoriales mantenían una gran tradición y que esa tradición venía de la Edad Media, y hoy están suprimidas; la misma tradición mantenían las ejecuciones de reos en plazas públicas y hoy también están suprimidas. No deja de tener su poquito de ironía el hecho de que estos grandes defensores de la Edad Media y la tradición, cuando llega la noche, ninguno enciende el candil y, cuando tienen que viajar, tampoco toman el coche de caballos, el carro de mulas o la diligencia. La Edad Media, con todas sus delicias, la dejan reservada a los actos de exaltación del salvajismo y la barbarie que Tordesillas lleva dentro.
Es verdad que en otros países, hoy considerados extremadamente civilizados, en el pasado existieron prácticas parecidas. Ahora mismo me vienen a la memoria ciertas páginas de Octave Mirbeau en las que nos cuenta las cacerías del ciervo en los aledaños del Sena, zona Este de París. Una auténtica atrocidad, que la gente iba a presenciar con la misma insensible frivolidad con que en la España actual van a presenciar el lanceado del toro de la Vega o los cuernos prendidos de gasolina de cualquier pueblo de nuestro país. El espectáculo consistía en perseguir con gran estruendo de trompetas y jaurías de perros, unos cazadores a pié y otros a caballo, a los ciervos de un bosque próximo al Sena, todos los años el mismo. Acosados por la jauría de perros y el tronar de las trompetas los ciervos corrían y corrían hasta que se encontraban con el río. Entonces se lanzaban al agua, donde, lanza en ristre, ya había otros cazadores esperándoles en varias barcas. Esta segunda parte del espectáculo era la que la gente, apostada a ambos lados de los malecones, unos con la merienda en el bolso y otros sin ella, iba a ver y presenciaba con gran deleite. Mirbeau nos lo cuenta así.
Traduzco: Es el delirio. Empujones, gritos, voces furiosas de los hombres animando a los perros. Y los jinetes que llegan de todas partes. Los cascos de los caballos resuenan en el empedrado. Algunos caballos se cuelan entre los coches. Se agitan pañuelos, sombreros. Una matanza, un saqueo, la entrada a saco en una ciudad conquistada. Todas las voces, ruidos, gritos, gestos, tienen un carácter salvaje, de exaltación homicida. Veo muy bien lo que ocurre. De tiempo en tiempo, sobre la superficie blanca, columbro al ciervo que desaparece oculto por el agua. Y veo a su alrededor los hocicos feroces de los perros que se adentran en el agua. Y veo un picador, que ha tomado una barca del río, que conduce un barquero vestido de rojo. Lanza en ristre llegan al ciervo...

Todos los años el río se teñía de rojo. Una auténtica salvajada, denunciada entre otros, por Mirbeau. Pero esta salvajada, reliquia de la barbarie medieval, ya no existe. Llegó hasta el XIX: ni el siglo XX ni el XXI han conocido tal cacería. Esa es la diferencia con la salvajada española de Tordesillas: ésta persiste y, por si fuera poco, los catetos del pueblo se enorgullecen de ser los más bestias y sanguinarios.

Frente al argumento de la tradición, que tanto airean los manipuladores de Tordesillas, yo esgrimo el de la vergüenza. La vergüenza de que en el extranjero, cuando se habla de maltrato animal, siempre salga a relucir la palabra España; la vergüenza de que, por estas cosas y otras como éstas, fuera se nos considere poco menos que salvajes. Frente a la voluntad de un grupo de catetos, más o menos manipulados por el caciquismo local, debe imponerse la ley y los principios universales de humanidad y respeto a los animales. Dejar las cosas como están hace que, tanto el gobierno regional de Castilla-León como el de España, se conviertan en cómplices.

         Este artículo se ha publicado en la revista Wadi-as el 29 de agosto de 2015