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domingo, 24 de enero de 2016

Michel Tournier de Gil Craviotto

Michel Tournier, sin la menor duda uno de los escritores más importantes de Francia en la segunda mitad del siglo XX, se marchó de este mundo el pasado día 18 de enero. El deceso tuvo lugar en Choisel, valle de la Chevreuse, departamento de los Yvelines, en donde el escritor, huyendo del mundanal ruido, había decidido pasar la última etapa de su vida. Tenía 91 años y, galardonado en 1970 con el Goncourt y propuesto varias veces para el premio Nobel, sin obtenerlo jamás, deja una obra de extraordinaria calidad literaria, aunque muy poco extensa –sólo nueve novelas-, y no demasiado conocida en España. 

Michel Tournier vino al mundo en París el día 19 de diciembre de 1924, en el seno de una familia bien acomodada y muy vinculada a la cultura germana, lo que le permitió realizar frecuentes  viajes a Alemania y conocer desde dentro la ascensión y evolución del nazismo. Su estancia en Alemania en los años que siguieron a la segunda Guerra Mundial, exactamente de 1945 a 1949, estudiando filosofía en la universidad de Tübingen, (ciudad universitaria a 40 kilómetros de Stugart), completaron su formación germanófila, a la que ya había precedido su formación francesa en la Sorbona. Clave en su etapa de formación fue su amistad con Gilles Deleuze, filósofo cuyo pensamiento habría de influir años después en toda la obra de Tournier. Cuando, después de sus estudios filosóficos en Tübingen volvió a Francia, se dedicó a la radio y televisión y a la traducción de autores alemanes al francés para la editorial Plon. Entre otros, tradujo la mayor parte de las obras de Erich María Remarque. Otra de sus pasiones fue la fotografía. 

Fue en 1967 cuando Michel Tournier saltó a la fama con su primera novela, Vendredi ou les limbes du Pacifique, (“Viernes o los limbos del Pacífico”) publicada por Gallimard y basada en el mito del Robinson, cuyo éxito fue inmediato -Gran premio du la novela de la Academia francesa- y le abrió las puertas del mundo literario. Poco después hizo una versión juvenil de la misma obra, Vendredi ou la vie sauvage. (“Viernes o la vida salvaje”), que obtuvo un extraordinario éxito de ventas.

Pero su consagración definitiva como escritor le llegó tres años después con su obra maestra Le Roi des aulnes (“El rey de los alisos”), que le valió el premio Goncourt de 1970, por unanimidad del jurado, y la entrada en la Academia Goncourt. El título lo tomó de un poema de Goethe y la obra cuenta la historia de Abel Tiffauges, un francés preso en Alemania en los comienzos de la Segunda Guerra Mundial. En toda la obra, cuya acción transcurre en la parte más oriental de Alemania, Michel Tournier nos muestra sus extraordinarios conocimientos de la cultura alemana, sus mitos, costumbres, geografía, folclore, etc., todo expresado en un francés impecable. La crítica de la época calificó el libro de “escritura en la que se conjugan realismo y magia”. En Les Météores, (« Los Meteoros »), su tercera novela, vuelve al tema de los mitos, en este caso el de Castor y Polux, a través de dos hermanos gemelos, y en Gaspard, Melchior et Balthazar (1980), al mito de los Reyes Magos añade un toque de misticismo.

Hacia finales del siglo XX la estrella de Michel Tournier comienza a eclipsarse. Sus últimos libros ya no tienen ni la fuerza y el interés de las primeras publicaciones. Recluido en su rincón de los Yvelines y alejado del mundillo literario de París, poco a poco, va dejando de estar en candelero en la vida cultural francesa. Las entrevistas que de vez en cuando concede a algún periódico o revista literaria, con algunas declaraciones y opiniones dignas de los sectores más reaccionarios, lejos de hacerle regresar a la actualidad perdida, sólo crean polémica. De todas ellas ninguna tan criticada como la que en 1989 vertió en el semanario americano Newsweek. Traduzco:

Los abortistas son los hijos y nietos de los monstruos de Auschwitz. Yo desearía restablecer la pena de muerte para esa gente.

 Ni siquiera excluye los tres casos que incluso los más decididos enemigos del aborto suelen aceptar: violación, feto con deformaciones, peligro de la vida de la madre. Cuando aún no se habían apagado las protestas de las feministas sobre estas declaraciones, llegaron otras sobre el Holocausto que provocaron las iras de toda la comunidad judía. Fueron estas afirmaciones y otras parecidas las que, además de vincularlo a los sectores más carcas y conservadores de la vida francesa, acabaron por arrinconarlo hasta casi convertirlo en un muerto-vivo. Tras su fallecimiento deja una obra muy valiosa, aunque no muy extensa, y una popularidad que en los últimos años ha ido decreciendo. Seguro que, con el paso del tiempo, los críticos olvidarán sus desastrosas salidas de tono y sólo prevalecerá la calidad de su obra literaria.


Este artículo se publicará en "El Faro de Ceuta" el domingo 24 de enero de 2016

martes, 29 de diciembre de 2015

El embrujo de Shanghai

“Ahora esta ciudad y los días que nacen en ella tienen una luz transitoria y un aire encalmado: dirías que el huracán de la vida pasa lejos de aquí, lejos de tu cama, y que te ha olvidado. Pero no es verdad. Porque inevitablemente y quieras que no, y con más saña y de forma más duradera que la enfermedad que ahora te aqueja, el mundo te contagiará su fiebre y su quimera y tendrás que aprender a vivir con ellas”.
Juan Marsé. El embrujo de Shanghai.

Encuentro un libro olvidado, no sé por qué, durante mucho tiempo en mi biblioteca. Un libro que tenía muchas ganas de leer, al que se le han adelantado otros por una colocación descuidada; un libro con película que no quise ver hasta después de haber leído el libro. “El embrujo de Shanghai”, de Juan Marsé.
Y ahora está en mis manos y yo decidido. Veo, también olvidada, la silla de playa entre los rosales, que no entienden de fechas, repletos de yemas. Es Navidad, y tengo ganas de olvidarme un poco de lo que sucede, y tengo tiempo de leer todas las mañanas bajo la parra recién podada y este suave sol de diciembre que se cree de octubre.

Abro el libro por fin, y me encuentro, nada más levantar la tapa, con su frase introductoria, una cita de Luis García Montero:

La verdadera nostalgia, la más honda, no tiene que ver con el pasado, sino con el futuro. Yo siento con frecuencia la nostalgia del futuro, quiero decir, nostalgia de aquellos días de fiesta cuando todo merodeaba por delante y el futuro aún estaba en su sitio.”

 Entonces presiento que el libro será una maravilla. Y me acerco a los rosales con mi gorra parisina, atraído por Marsé y comienzo a leer embrujado ya por Shanghai, embrujado por el futuro que pudo ser. Aquel futuro que, entonces, estaba donde debía estar.

Olor de Santidad


Hace unos días se presentó en Granada un libro colectivo titulado “Dolor tan fiero”, integrado por 27 relatos en homenaje a Teresa de Ávila, cuyo centenario –el sexto de su nacimiento, si no he contado mal-, se celebra en el presente año. El prólogo y la recopilación de los relatos son obra de la escritora Ana Morilla Palacios y la edición, muy cuidada, la ha realizado Port-Royal. El libro se aproxima a las doscientas páginas y el título, como ya habrá adivinado el lector, hace alusión al famoso poema de la santa que en la parte final dice así:

Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero
que muero porque no muero.


Uno de esos veinte y siete relatos, ya aludidos, es mi cuento titulado “Teresica”, que ocupa ocho páginas del libro; exactamente de la 81 a la 88. En él cuento la vida y andanzas de una tal Teresica, eximia beata de Alcor de los Caballeros, mi pueblo, que, en la época en que yo era niño, ella ya había pasado el medio siglo. Es, comentando el final de la protagonista, cuando digo textualmente que “murió en olor de santidad”. Alguien, muy ducho en temas de santos y olores, me
ha reprochado la expresión, añadiendo, de pasada, que debería haber escrito en loor de santidad. Sin el menor deseo de entrar en polémica, pero también sin rehuirla, si hubiera necesidad, me va a permitir el lector que aporte las razones por las que he preferido el sustantivo olor a loor y por qué insisto en mi elección.

La razón principal es histórica. Fue en los inicios de la Edad Media cuando la Iglesia comenzó a predicar el odio al agua y al jabón. El gran filósofo Bertrand Russell, (premio Nobel de Literatura de 1950), en su libro “Por qué no soy cristiano”, nos habla de la leyenda, muy extendida en aquella época, de un santo, cenobita del desierto, que malvivía en una cueva a cuya vera manaba una fuente. Él sólo utilizaba el agua para beber, pero un día, agobiado por el calor de las arenas caldeadas por el sol, se atrevió a lavarse y refrescar un poco sus abrasadas carnes. Al momento la fuente dejó de manar. Sólo después de un sincero arrepentimiento y grandes oraciones y sacrificios logró que la fuente volviera a manar. Esto, según la leyenda, le hizo comprender que había utilizado el agua para un fin que no era el que Dios había previsto cuando la creó. Desde entonces jamás se le ocurrió utilizar el agua para otra cosa que no fuese beber. La leyenda, como muy bien explica a continuación el filósofo, no puede ser más expresiva de la posición de la Iglesia respecto al agua. El  mismo escritor, en otro libro, su monumental “Historia de la Filosofía”, página 424, nos dice lo siguiente sobre el mismo tema:

La limpieza les daba horror. Los piojos fueron llamados “perlas de Dios” y eran signo de santidad. Los santos y las santas se jactaban de no haber usado nunca el agua, excepto cuando tenían que cruzar el río.

Todo esto –sigo parafraseando a Bertrand Russell-, explica que santos y santas, tanto en vida como a la hora de su fallecimiento, siempre estuviesen acompañados del inconfundible halo de “perfume” que es fácil adivinar y que, con el tiempo, empezaron a llamar “olor de santidad”. Como ocurría que, cuanto más santos eran, más perfume exhalaban, muy pronto cundió la expresión “vivió y murió en olor de santidad”. Parece evidente que, lo mismo que ahora, cuando oímos decir “olor a nardos” u “olor a jazmines”, todo el mundo comprende al instante en qué consiste dicho perfume, entonces el olor de santidad también tenía su estímulo de comprensión de olor enemistado con el agua y el jabón. Fue precisamente ese ancestral odio al agua el que hizo que, poco después de la conquista de Granada, Isabel la Católica diera orden de cerrar todos los baños públicos de la ciudad. Eran una incitación a la molicie y el pecado. Cuando en el siglo XVIII, debido sobre todo a la influencia francesa, vino de nuevo el gusto por el agua y el jabón, la Iglesia, aunque recibiera tal uso con muchas reticencias, cambió la expresión “olor de santidad” por “loor de santidad”. Es evidente que toda loa supone un elogio, una subida al pedestal de los honores y la gloria. La Iglesia tiene todo su derecho en encumbrar a sus santos, beatos y potestades, pero el escritor, por muy secundario y marginal que sea, también tiene derecho a emplear la expresión que considere más adecuada para verter al papel lo que su mente desea expresar. Es simplemente eso lo que he hecho al inclinarme por olor en lugar de loor. Ocurre además que mi expresión coincide con un pasado medieval de mugre y santos piojos que ahora, en nuestro siglo de playas repletas y con el hábito de al menos una ducha al día, más de uno se avergüenza en recodar.

Artículo publicado en el "Faro de Ceuta" el día 27 diciembre de 2015

lunes, 21 de diciembre de 2015

UN CUENTO DE NAVIDAD



GERMÁN ACOSTA ESTÉVEZ

 

Calles de Granada, envueltas de misterio y empedradas con leyendas que se lleva el aire hasta los bosques de La Alhambra; calles de curiosos nombres con las que fueron bautizadas por el ideario, la creatividad, la ironía y también, por qué no decirlo, por la “malafollá” del vulgo granadino; calles que, al nombrarlas, despertaban la risa hilarante de algunos estudiantes que celebraban el final de los exámenes cuatrimestrales de un febrero loco al calor de los efluvios de unos porrones de vino peleón y de una copa de champán de baja intensidad.
Calles con nombres de realengo moruno, de personajes señalados, de lugares cercanos, de profesiones perdidas, de las palabras y suspiros del agua, recogidas con gran pasión en la obra de Julio Belza: la calle Guatimocín en el Barrio de San Luis rememora la figura de aquel caudillo azteca al que Hernán Cortés mandó ahorcar por sublevarse; la calle Matamoros que escuchara los sones y las notas acompasadas del piano de Manuel de Falla; el Callejón de las Monjas, antaño nombrada por calle Ladrón del Agua, donde existía un cauchil o registro de agua que los vecinos manipulaban por las noches para llenar sus estanques o recipientes para el uso doméstico.
Pero, sin duda, llaman la atención de manera especial aquellas que tienen su razón de ser en lo  pintoresco y en lo legendario: próxima a Torres Bermejas se localiza la calle Niño del Rollo, llamada de tal guisa “por tratarse de un pilar de cantería, con un remate redondo” del que pendían unos garfios en los que se colgaban unas jaulas que contenían los miembros cercenados de los ladrones, como público escarmiento, y que daba la impresión de “un niño en pañales con los brazos en cruz”, al mirarlo desde una cierta distancia. La calle Poco Trigo, que comunica la avenida de Murcia con la calle Cristo de la Yedra, debe su nombre por haber sido habitada en la antigüedad por algunos hidalgos venidos a menos y bautizados por el común granadino como “señores de poco trigo”.
Aunque, puestos a elegir, me quedaría con la historia que hay detrás de la calle Niños Luchando, un relato que transcribo a mi manera, encontrado por casualidad en las páginas de un amarillento diario olvidado de 1905, y que parece más propio de un guion norteamericano para una de tantas películas dulzonas que llenan nuestros televisores por estas fechas, ensalzando el ideario del espíritu navideño.

Eran las nueve de la noche del 24 de diciembre de 1540 y los primeros copos de nieve empezaban a caer sobre Granada. En el interior de una humilde casa situada en un callejón que nace de la placeta de la Encarnación y desemboca en la calle Tendillas de Santa Paula, por un lado, y en la calle Arandas, por el otro extremo, dos niños hermosos, que frisaban una edad de entre seis y ocho años, ataviados con pobres y escasas vestiduras, lloraban con desconsuelo y en sus rostros angelicales se podía apreciar las huellas de las cornadas que da el hambre.
En el extremo opuesto de la  pequeña estancia, una bella mujer, su madre, los miraba con una expresión de pena estremecedora. Vestida con limpios andrajos, intentaba ahogar los suspiros y disimular las lágrimas que velaban sus ojos, dirigiendo anhelantes miradas de soslayo a su marido, un hombre también joven, de tez pálida y mirada perdida, de porte distinguido, aunque envuelto en una raída capa y calzado con unas modestas alpargatillas, signos de un pasado más próspero que se había basado en el comercio de la seda con los moriscos de la ciudad, ahora asfixiados hasta la extenuación y con, ello, su mala ventura.
El mobiliario de la estancia estaba compuesto por un baúl forrado de baqueta y con unas puntillas doradas hechas de ganchillo, una mesita de pino, dos sillas con asiento de anea, dos jergones plegados y superpuestos en un rincón de la habitación y un cuadro de Nuestra señora de los Dolores; para alumbrar tenuemente la estancia, un cabo de vela introducido a presión en el cuello de una botella. Ni un mísero tronco de leña para poder combatir el frío que se estaba cerniendo sobre la casa del sombrío callejón. La nevada continuaba arreciando.
Las campanas de la vecina iglesia de los Santos Justo y Pastor repicaron alegremente, y entonces uno de los niños, ahogando momentáneamente el llanto, dijo con voz entrecortada – Papica, un poquillo de pan.
-Espera un momento, no desesperes, que pronto lo tendrás- repuso el padre con semblante de circunstancias y comenzando a dar vueltas sin norte de forma nerviosa por el cuarto.
- No desesperes, Pedro- dijo la mujer.
Pedro, que era un descendiente de una estirpe de cristianos viejos y fuertes convicciones religiosas al igual que su mujer, replicó – María, Dios aprieta pero, no ahoga; pero en esta noche en que la cristiandad conmemora el hecho más maravilloso de la historia, mis hijos tienen hambre, me piden pan y no tengo medios para procurárselo-.
-Ten fe, el Señor muchas veces permite el mal, para luego sacar el bien de él, -respondió la mujer.
- Ya ves que la esperanza de que don Luis nos socorra también se desvanece. De nada ha servido la carta que el otro día le dejé en su casa. Y, como último recurso he tenido que empeñar tu abrigo, mis calzas y mi jubón,- sentenció amargamente Pedro.
-Todavía puede venir, es un hombre de buen corazón, tu amigo desde la infancia y ha hecho mucho por nosotros,- replicó María, con dureza.
En efecto, Luis Mohanchas había llegado a Granada con apenas cinco años procedente de una alquería alpujarreña. Este morisco convertido, había aprovechado su nueva condición para surtir de vino y pasas de la comarca alpujarreña a las nuevas élites granadinas  y terminó por asentarse en el Barrio del Albaycín, ocupando una suntuosa vivienda cercana a la plaza de San Miguel Bajo.
Abajo en la placeta, las clarisas franciscanas de clausura del convento de la Encarnación habían cerrado las puertas de su morada, tras atender las peticiones de última hora de mantecados y yemas a través del torno; mientras, ya se oía en la calle un alegre son de panderos, castañuelas y zambombas, y una joven moza entonó este villancico:
                                               Esta noche es Noche-Buena
                                               Y no es hora de dormir,
                                              Que está la Virgen de parto
                                              Y a las doce ha de parir.

El resto de los presentes replicaron a coro:
                                              Ha de parir un niñito
                                              Blanco, rubio y colorado,
                                             Que lo quieren los pastores
                                             Para guardar el ganado.

A los pequeños se les pasó por un momento esa sensación de angustia mientras escuchaban atentamente aquella copla, preguntando de forma atropellada a su madre el porqué de aquellos cánticos en la calle en plena nevada. Y entonces, de repente, llamaron a la puerta. Pedro salió a abrir con precipitación y poco después, casi sin aliento dijo:
-María, niños, vamos a cenar. Don Luis nos ha mandado con uno de sus criados una enorme cesta repleta de provisiones-.
Mientras María rezaba de rodillas frente al cuadro de la Virgen que había colgado en la pared, Pedro dispuso sobre la mesa varios paquetes con comestibles y turrones que los rapaces devoraron con especial fruición, y a los que la madre pidió que diesen gracias al Señor y a don Luis por permitirles disfrutar de aquellos manjares.
Pero en mitad de aquella copiosa e inesperada cena, los chicos comenzaron a discutir por el trozo de turrón que a uno de ellos le había tocado en suerte, pues parecía más grande que el de su hermano. Se entabló entre ambos una lucha a porfía y, antes de que los padres pudieran intervenir, fueron a darse un fuerte golpe contra la pared.
En aquel instante sonó un ruido metálico. Pedro y María se miraron extrañados, en tanto que los asustados y pequeños combatientes se quedaron como paralizados. Pedro golpeó la pared, notando un sonido hueco, por lo que se valió de la mano del almirez para dar unos cuantos golpes en el testero y, como consecuencia, cayeron algunos cascotes y yesones y una orza que, al romperse, esparció por la estancia numerosas monedas de un color dorado e intenso.
Durante un buen rato quedaron paralizados y absortos, contemplando aquella riqueza y sin poder articular palabra. Una vez recuperados de la impresión, procedieron a separar los escombros de las monedas cuadradas de oro con inscripciones árabes; junto a estás descubrieron también un pergamino cuya escritura parecía también arábiga.
Ayudado por el cura de la parroquia, las reticencias de Pedro a quedarse con el tesoro encontrado fueron desapareciendo, sobre todo, cuando la traducción del pergamino desvelaba que: era la voluntad del que había escondido aquel dinero, que lo disfrutara en pleno dominio quien lo hallase, sin distinción de que fuese moro o cristiano. Su única obligación sería la de dar limosna a todos los pobres que llegasen a su casa el primer día de cada luna.
Pedro acabó comprando aquella casa y, para hacer honor a aquel extraordinario suceso, dispuso que en la fachada de la misma se colocase una escultura que representase a dos niños luchando, la que dio a la calle el nombre que aún conserva.

P.D. Tal vez, mañana, el sonido metálico de los bombos y la disputa pacífica de las voces de los niños de San Ildefonso, nos traigan una buena cantidad de monedas y nos hagan algo más felices, como a Pedro y a su familia.

                                                                                                                                          Felices Fiestas