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sábado, 16 de abril de 2016

“OTRO CATORCE DE ABRIL” por Francisco Gil Craviotto








“Con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros, la Primavera traía a nuestra República de la mano. La naturaleza y la historia parecían fundirse en una clara leyenda anticipada o en un romance infantil”. -Antonio Machado.

Todos los años el 14 de abril nos viene a la memoria el mismo tema: la malograda República, que vino tal día como hoy de 1931 y cinco años después se nos fue en un gran baño de sangre. Había llegado con la máxima legalidad –unas simples y anodinas elecciones municipales convertidas en plebiscito por el pueblo, y sin que se hubiese derramado una sola gota de sangre -, y se la llevaron unos generales felones, azuzados por la Iglesia, los banqueros y los grandes terratenientes. Mientras en una y otra zona moría la flor de la juventud española, en la parte dominada por los rebeldes, curas, obispos y cardenales, bendecían fusiles y cañones y paseaban bajo palio al dictador de las manos rojas. Tan rojas que jamás logró lavarse de tanta derramada.

Hoy, al echar la vista atrás, produce estupor contemplar todo lo que aquellos hombres realizaron en tan sólo cinco años -cinco años muy difíciles después del batacazo de la bolsa de Nueva York en 1929, el avance del fascismo en Italia y Alemania y caída de la peseta-, que, si les restamos los dos del bienio negro, quedan reducidos a tan sólo tres. Tres años de incesantes reformas: constitución de 1931, separación Iglesia y Estado, reforma agraria, reforma del ejército –España era el país de Europa que tenía más generales por metro cuadrado-, secularización de cementerios, casamiento civil, divorcio, lucha contra el analfabetismo, escuela laica, etc. etc. Quizás el gran pecado de la República fue querer recuperar en unos pocos años varios siglos de inercia.

En lo que concierne a la cultura su labor fue enorme. A más de la creación de numerosas escuelas –muchas más que todos los gobiernos que le habían precedido-, la República abrió bibliotecas, casas de recreo y cultura e incluso patrocinó un teatro ambulante, “La Barraca”, que, en manos de Federico García Lorca, llevaba a los más alejados pueblos de España las delicias de nuestro teatro clásico.

¿Por qué tanto afán pedagógico y culturalista? La razón es obvia y se venía repitiendo desde el siglo XVIII: casi todos los males de nuestro país tenían el mismo origen: la ignorancia y el analfabetismo. Hora era ya de superar aquellos años de oscurantismo en los que epidemias, sequías, hambrunas y otros males parecidos se intentaban atajar con procesiones, reliquias de santos, novenarios y quema de brujas.

A España, aunque tarde, le llegó su oportunidad en 1931. Se imponía crear una escuela moderna, que fuese capaz de acabar para siempre con el analfabetismo; para ello era indispensable separarla de curas y frailes. Si en los muchos siglos que la Iglesia había tenido la enseñanza en sus manos, no había logrado acabar con el analfabetismo (lo cual no quiere decir que acá o allá no hubiesen surgido dentro de ella casos dignos de elogio; baste, como ejemplo, Andrés Manjón), estaba claro que no era ese el camino. Como en Francia, también en nuestro país se impuso la escuela “gratuita, obligatoria y laica”, pero hubo en los receptores de la reforma una gran disparidad entre los dos países: mientras que la derecha del país vecino se limitó a denostar contra los maestros que retiraron el crucifijo, llamándolos “los maestros del diablo” y otras lindezas parecidas, aquí se les condenó a muerte. En cuanto se les presentó la primera ocasión –la felonía de varios militares contra la República-, allí estaba la flor y la nata de la beatería española azuzando a los pelotones de ejecución contra intelectuales y maestros. Eran los mismos fanáticos que siglos atrás encendían las hogueras inquisitoriales y gritaban “¡vivan las caenas!”. También los mismos que habían invitado a moros, “Legión Cóndor” alemana y “voluntarios” italianos a matar españoles; los mismos que, muy pronto, pasearían al dictador bajo palio. ¿Cuántos maestros fueron asesinados por estos “salvadores de patrias”, “cruzados del catolicismo” y asesinos enmascarados? Imposible es saberlo. Lo que sí puedo afirmar es que fueron los mejores, los maestros con más vocación y formación. Yo conocí en París a algunos de los pocos que lograron escapar.

Feneció la República después de una guerra que ella no provocó ni quiso. El tiempo y la muerte han unido en la paz de los cementerios a víctimas y verdugos. La Historia no vuelve hacia atrás y ahora nada indica que España vaya a tener mañana o pasado mañana una tercera república. Sin embargo, lo que a pesar de los cuarenta años de persecución franquista y otros muchos de olvido interesado, jamás debe morir es el espíritu que aquella República sembró: libertad, igualdad, tolerancia, progreso, cultura, laicismo… Ellos deben de ser nuestros más firmes anhelos frente a la barbarie y el fanatismo de los que, con la ayuda extranjera, lograron terminar con ella.

martes, 5 de abril de 2016

Arquitectura popular en la Alpujarra, por Francisco Gil Craviotto

Sorprende en los pueblos de la Alpujarra el blancor de sus casas y la originalidad de su arquitectura. Una arquitectura eminentemente popular, que jamás desentona con el entorno del paisaje. Tiene además el aliciente de que en ningún momento han intervenido arquitectos, aparejadores, promotores y demás calaña de especialistas ciudadanos que, sin la menor duda, la habrían adulterado y amanerado, como ya ha ocurrido en tantos pueblos y lugares de España. El aislamiento que, debido a sus malas comunicaciones, durante siglos ha padecido la Alpujarra ha obrado el milagro de que permanezca intacta esta arquitectura popular. Sólo el albañil, con su palustre, su regla y su plomo; el oficial y el peón, con sus palas y espuertas, y sin otros materiales de construcción que los que ofrece la zona –piedra, cal, lajas de pizarra, launa y las maderas de álamos y castaños-, han conseguido crear estos pueblos encalados y floridos que, salpicando de blanco el paisaje, se
extienden desde las playas del Mediterráneo hasta las inmediaciones de las cumbres de Sierra Nevada o Sierra de Gádor. En los pueblos costeros, en donde ha entrado el turismo bullanguero y alborotador, esta arquitectura tradicional ha dejado paso a la del arquitecto y el promotor. En estos pueblos playeros, al lado de lo poco que aún queda de la arquitectura tradicional, es posible darse
de bruces con las consabidas casas anodinas del ladrillo visto y el cemento, siempre de numerosos pisos y ventanas simétricas, que, diseñadas por arquitectos y delineantes, lo mismo podrían estar aquí que en Sao Paulo, Chicago, Sebastopol, o en cualquier otro rincón del planeta Tierra. Sin arte, sin alma y sin gracia son la nota discordante dentro de esta arquitectura del blancor y los balcones floridos. 

El viajero necesita adentrarse en los pueblos del interior, en lo que llamamos la Alpujarra profunda, para disfrutar del encanto de los pueblos auténticos. Caracteriza esta arquitectura, además del empleo de los materiales autóctonos ya señalados, un diseño especial de la casa, siempre de dimensiones aceptables –por lo general de dos plantas, con huerto y corral-, pero lo que más llama la atención del que llega por primera vez a estos pueblos, es la gran profusión de terrazas. En la Alpujarra los llaman terraos y van cubiertos de launa, (una arcilla gris impermeable al agua) que en la época de verano también hacen de secadero de tomates y pimientos. Esta sucesión de terrazas, que achata las casas, da a los pueblos alpujarreños cierto aire de pintura cubista –casas cubistas, antes de que existiera el cubismo- que la verticalidad de las chimeneas
–blancas y armoniosas chimeneas-, desmiente. Las ristras de pimientos rojos y verdes que en verano, aquí y allá, cuelgan en las chimeneas ponen su nota de color en medio de la interminable sinfonía de blancos y grises. Otra novedad de la arquitectura alpujarreña son los cobertizos que en estos pueblos llaman tinaos. Debieron nacer del hecho de que una persona tuviera a izquierda y derecha de la misma calle una propiedad. ¿Cómo no caer en la tentación de unir por arriba ambas propiedades? Ahora parece inconcebible tal apropiación del espacio público, pero, en los siglos pasados, era la voluntad del cacique lo que prevalecía. Cobertizos que unen un lado y otro de la calle los hay en todos estos pueblos y ahora forman parte del tipismo alpujarreño que tanto entusiasma al turista extranjero. El viajero, cansado tras de una larga caminata, puede descansar a la sombra de estos cobertizos mientras contempla el paisaje. 

Hay en todos estos pueblos alpujarreños un color que se impone sobre todos los demás: el blanco. Blanco de las fachadas, blanco de las chimeneas, blanco de los cobertizos y tapias de los huertos. Desde la lejanía los pueblos son blancas manchas que salpican la inmensidad de la Sierra. La profusión de flores y macetas que adornan ventanas y balcones pone su nota de color en medio de esta interminable sinfonía de blancos.

Las tres Ritas por Francisco Gil Craviotto

Rita Maestre ha sido multada con 4.230 euros por haber mostrado las tetas en el acto multitudinario que tuvo lugar el año 2011, en la capilla de la Complutense de Madrid. El hecho, además de pecado mortal, merecedor del infierno con todas sus penas y tormentos, constituye un delito de blasfemia penado por la ley.

Cuando yo era niño y adolescente no era Rita Maestre, que naturalmente no existía, la que con sus senos al aire hacía pecar a los hombres, sino otra Rita mucho más popular y provocadora: la entonces famosísima Rita Hayworth; y, según aseguraban curas y frailes, sólo ver su película “Gilda” suponía tener billete de primera clase para el infierno. Más aún: el simple hecho de oír la canción “Amado mío”, que canta Gilda en la parte central de la película, era pecado mortal que exigía una sincera y reparadora confesión. Así estaban las cosas cuando a mi amigo José García Ladrón de Guevara, ahora importante poeta y entonces estudiante con ganas de fiesta y jarana, se le ocurrió darle una broma al eximio don Balbino Santos y Olivera, a la sazón arzobispo plenipotenciario de Granada. Era la época de las cantantes en las cafeterías que entonces las llamaban vocalistas. En Granada el café Alameda, antaño sede de la tertulia “El Rinconcillo” de García Lorca y sus amigos, se había especializado en esta modalidad folclórica. Todas las noches se llenaba la sala de un público masculino, ávido no de oír coplas de la tonadillera, sino de ver sus piernas cada vez que al grito de “¡Aire, aire!” de la clientela, se daba media vuelta. Las más atrevidas dejaban ver hasta las bragas. Era norma de la casa que el público pudiera pedir la canción que más le gustara. Unos pedían “Ojos verdes”; otros, “Mari Cruz”; y otros, “Mi jaca galopa y corta el viento”. Ladrón de Guevara, después de haber ingerido varias copas, tuvo la ocurrencia de pedir “Amado mío”, la canción más pecadora de aquellos años, y firmar la petición con el nombre del arzobispo de Granada. La chica, que no era de la ciudad y no tenía la menor idea de quien firmaba aquella petición, tomó el micro y, muy ufana y decidida, anunció: “Y ahora, a petición del simpatiquísimo Balbino Santos y Olivera, voy a interpretar “Amado mío”. Y, muy en su papel de calentadora de hombres, comenzó con voz susurrante, a cantar:

Amado mío, te quiero tanto...

No había llegado a la mitad cuando ya estaban los grises repartiendo hostias y mandobles. Hubo varias detenciones pero jamás se pudo averiguar quién había sido el autor de la broma. Treinta años después fue el propio Guevara el que me contó que había sido él. 

Ahora no es delito ni pecado cantar “Amado mío”, pero todavía lo es que una mujer enseñe los senos. Los expertos en el tema dicen que el delito no es enseñar los senos, sino el lugar elegido para ejecutar tal exhibición: una capilla de la universidad Complutense de Madrid. Al leer la noticia me he preguntado: ¿Hubiese podido Rita Maestre cometer el mismo delito en una universidad extranjera? No sé en las demás universidades del mundo, pero al menos en la Sorbona de París, donde yo hice una licenciatura de letras, Rita Maestre jamás hubiera podido cometer tal delito. La razón es obvia: no existe ninguna capilla. Los alumnos van a la universidad a recibir conocimientos y los profesores a impartirlos. A nadie se le ocurre ir a la universidad a rezar. Para eso están las iglesias, mezquitas y sinagogas. En España no es así y Rita ha podido comprobarlo en su propia persona. Ya lo decía, Fraga Iribarne, el ministro de Franco que lanzaba la policía contra los estudiantes: “España es diferente”. Claro que sí.

Si fuésemos mal pensados acaso se nos habría pasado por la mente la idea de que quizás, al sacar a relucir la “hazaña” de Rita Maestre, - algo que ocurrió hace ya la friolera de cinco años-, alguien ha tratado de restar protagonismo y poner sordina a la historia de otra Rita, la veterana alcaldesa de Valencia, la insigne Rita Barberá, la mujer que desde hace unos días viene ocupando la primera plana de todos los periódicos. Ahora no se trata de exhibición de tetas ni de película erótica, sino del caso más insólito de mujer isla: toda rodeada de corruptos, pero ella ni los vio ni le afectó en nada tal corrupción. Todo un misterio del credo político de este país que exige un acto de fe parecido al que nos exigían cuando niños con aquello de “virgen antes del parto, en el parto y después del parto”. Se podría formular así: incorrupta antes de investigarla, durante la investigación y después de ella”. ¿Verdad que resulta hermoso para todo creyente?

Estas son las tres Ritas a las que me refería al comienzo de este artículo. ¿Con cuál de ellas se queda?

miércoles, 23 de marzo de 2016

Los españoles según Botkin


Hace dos días cayó en mis manos “Cartas sobre España” de Vasili Petróvich Botkin y, hoy, hasta se me han pegado las lentejas porque se me ha perdido el “santo” entre sus líneas. Botkin, viajó a España a mediados del XIX, tras visitar diversos países europeos; se detuvo en Granada y habló de nosotros en un libro recientemente traducido al español. En él deja reflejado el carácter de los españoles, un análisis actual y certero.

Dice en uno de sus parrafos: “la propia España ignora su destino, ignora a dónde conduce su camino, va sin objetivo determinado, sin ningún plan y en una completa ignorancia del día de mañana y queda todo sometido a esa despreocupación española que lo deja al destino de la casualidad... Así, en España se hacen y rehacen las costituciones y nadie cree en ellas, se redactan leyes y nadie se somete a ellas; se promulgan medidas y nadie les hace caso”.

Encima de mi mesa tengo “El Mundo” del día 20 de enero donde dice: Rajoy y Sánchez se reúnen; el segundo está convencido de que “con la ley solo no basta”, se refiere al problema de Cataluña. Lamentablemente es de lo mismo que habla Botkin; ninguna de sus páginas me ha resultado extraña, ni siquiera ajena.

 Será Andalucía, sobre todo en Granada donde se sienta feliz. En su libro alaba sobremanera a la mujer, el carácter anarquista del alma española; habla de las dificultades para hallar un concepto definido de unidad nacional, de “las dos Españas”, de las tertulias; se enamora de la pintura de Murillo, de los toros, del bandolerismo. Bostkin se adentra en el alma española y concluye: “España,¡qué refugio para la gente a quién le aburre Europa!”. Destaca la amabilidad, la valentía, el patriotismo, “el apego a la memoria de los héroes”; “ningún país es tan crítico y al mismo tiempo orgulloso de su nacionalidad”.

Así habla de su estancia en Granada: "cuando se ponía el sol, solía apoyarme contra la baranda del balcón y contemplaba el encantador panorama que se abría ante mis ojos, un panorama iluminado por el cálido sol del Sur. La cumbre nívea de Sierra Nevada brilla en el cielo azul como un hierro candente; un vapor rosado y ondulante se cierne, abajo, sobre la ciudad y el verde valle como un velo transparente.
A lo lejos, en la neblina azul clara se vislumbra la cordillera montañosa. El pico angular de Sierra Nevada, tras el cual desaparece el sol, como cubierto de oro brillante, deja a su alrededor sombras violáceas… Cielo y Tierra arden y se derriten en un inexplicable brillo radiante". "La Alhambra era la ciudadela de Granada. Construida sobre una alta colina, domina la ciudad. Aquí, rodeada por una alta muralla, están los restos del palacio de los soberanos moros.
La colina sobre la cual se erige la Alhambra, por una parte, precisamente hacia la ciudad, configura un pronunciado declive, y, por el otro lado, el orientado hacia Sierra Nevada, forma un barranco abrupto que la separa de la otra colina un poco más elevada, adyacente a Sierra Nevada, sobre la que fue construido el palacio de verano de los soberanos moros, el Generalife y sus jardines, que se consideraban entre los moros lo más majestuosos del mundo".

jueves, 17 de marzo de 2016

Una pelea entre curas

Don José García Morón, natural de Cadiar, un pueblo de La Alpujarra granadina –donde nació allá por los años 60 del siglo XIX—, era un sacerdote de gran elocuencia que llegó a Marbella en 1908 y permaneció como párroco de la ciudad casi un cuarto de siglo.

Poco antes que él, había llegado el médico don Félix Jiménez de Ledesma y se instaló en el número 3 de la calle Fortaleza con una sirvienta, Ana Martín, y un perro, “Vicario”. Según nos contó el que fuera cronista oficial de la ciudad, Fernando Alcalá, en su “Crónica de Marbella”, don Félix, que era vecino de su abuelo –el republicano de abolengo don Fernando Marín Vázquez—, cuando veía pasar al párroco, “llamaba a voces a su animal: ¡Vicario! ¡Vicario!, y el perro ladraba, lo que fastidiaba soberanamente al cura Morón”. Y es que don Félix, además de anticaciquil, era anticlerical, como nos enseña la historiadora Lucía Prieto en su artículo sobre “el médico de los pobres”.

Al “cura Morón” le gustaba asistir a los mítines políticos de los partidos católicos –carlistas e integristas—. Así, en 1910, el arcipreste de Marbella presidió la “nutrida comisión” que desde Marbella asistió al “mitin integrista de Málaga” del cual, el diario católico madrileño “El Siglo Futuro” –propiedad del líder nacional del Partido Integrista, don Juan de Olazábal—, el 14 de abril –todavía faltaban 21 años para mi nacimiento—, se hacía eco de la reseña publicada por su “queridísimo compañero” malagueño “La Defensa” –un diario antiliberal, fundado en 1909 que en Marbella, parece que leía la familia Roldán-Domínguez, al menos doña Manuela se había retratado en el patio de su casa del Puente Ronda con el periódico en la mano—.

El vicario, también organizó algún que otro de esos mítines, como el celebrado a finales del mes de julio de 1912 “contra la blasfemia”, en La Alameda de Marbella –en coordinación “con los elementos del periódico La Defensa”—, en el que participaron los siguientes políticos católicos: Enrique Huelin, presidente del Circulo Antiliberal y director del diario malagueño; un abogado de Marbella, Martínez Ruiz, y el jefe regional del Partido Integrista, don Ignacio Fernández de la Somera que disertó sobre “La blasfemia en la política”.

La República trajo el laicismo, articulado por la Constitución de 1931, y en Marbella se dejaron ver y oír más anticlericales. Entre otros, los socialistas Esteban Guerrero y Antonio Figueredo, dos concejales preocupados por la construcción de nuevas escuelas, como leemos en la “Enseñanza Liberal” del profesor Rodríguez Feijoo –para tal menester, el “Convento” era un buen lugar y lo sigue siendo—; el republicano, Juan Medina Ezquerro –yerno del mencionado más arriba, don Fernando Marín— que intentó se retirase la imagen de la Inmaculada Concepción de la fachada del Ayuntamiento para que se cumpliese con la Constitución “a raja tabla” o Juan Becerra, miembro del Comité de Acción Anticlerical –después militante del PCE— que hizo gran propaganda entre la “clase trabajadora”.

Pero la República trajo también un nuevo párroco a Marbella, el padre don José Vera Medialdea –como “el cura Morón”, había nacido en un pueblo de La Alpujarra granadina, Ugijar—. Cuando llegó en 1932, el joven cura tenía 34 años y enseguida organizó los grupos de Acción Católica, convirtiéndose en el director espiritual, sobre todo de los jóvenes y las mujeres, de esta asociación, principal apoyo del partido de Acción Popular.

Pero no serían los anticlericales de Marbella quienes la mañana del sábado 7 de septiembre de 1935 interrumpieran la Santa Misa que estaba celebrando el padre Vera en la iglesia parroquial de la Encarnación. Fue el jubilado “cura Morón” quien se presentó en el templo “y le arrebató violentamente el culto en medio de la estupefacción de los fieles”. Según la agencia “Febus” que difundió la insólita noticia del “Incidente entre dos sacerdotes en la iglesia de Marbella” a toda la prensa española, lo ocurrido era “consecuencia de una antigua querella existente entre los dos sacerdotes, que pertenecen a partidos distintos” y añadía que “el señor Vera pertenece al que controlan las damas católicas” –ya sabemos que don José García Morón era seguidor del Partido Integrista—. Por aquel entonces, el gobernador civil de Málaga era don Alberto Insúa, un republicano lerruxista que ese año había dado el pregón de la Semana Santa malagueña por la radio y que el anterior había estado, en el mes de la feria, obsequiado por el Sr. Laguno en el recién inaugurado “Hotel Miramar” e invitado por la familia Roldán-Lavigne, también visitó el “Cortijo de Miraflores” –desconozco si se le apareció la niña—, mediante telegrama, las mujeres de Acción Católica, recurrieron a él “dándole cuenta del hecho y expresando su protesta por lo ocurrido”.

Esta historia está tomada del blog “El Rincón Cultural” de Marbella, con la etiqueta de “Historias y leyendas del Viejo Pérez”, cuaya dirección en la red es:
http://elrinconcultural.blogspot.com.es/2013/03/una-pelea-entre-curas-por-culpa-de-la.html

Llegó a mí por un whasap de mi pariente José Antonio “Chimango” con el mantuve una breve conversación:

- Pariente, hay que profundizar en esta historia ¡Dos curas de la Alpujarra!
- El problema no es político, ni siquiera religioso, el origen está en algo tan terrenal como la rivalidad entre pavicos y pajizos. Ya sabe que nunca nos llevamos bien.
- ¿Y no tienes más información? Me gustaría publicarlo en el blog de La Alpujarra.
- Ese cura era pariente mío, tío de mi abuela, por eso, después, muchos años de mi familia hemos ido allí.
- Intentaremos ahondar en esta cuestión de sotanas.
- ok.

Ni que decir tiene que si un pavico que desde, muchos años, es el dueño de un gallinero y, lejos de su tierra, donde menos lo podía esperar, ya en el otoño de su apostolado, llega un pajizo joven y guapo y le arrebata todos sus fieles discipulos, es la mayor de las desgracias que podía esperar. Ya sabéis todos nuestros lectores que, antes, las fronteras las teníamos en el mismo huerto de la casa, cosa que por fin, cuando nos hemos mirado de frente, en La Casa de La Alpujarra, hemos descubiero nuntra identidad alpujarreña, superado casi todos los desencuentros anteriores, quedando como mucho una leve rivalidad en los campeonatos de “boli”.

jueves, 10 de marzo de 2016

A la mujer alpujarreña


Con todo nuestro amor
Poesia popular surgida expontáneamente en el grupo de whatsapp de La Casa de la Alpujarra con motivo del del 8 de marzo día de la mujer.

Si bonitos son los claveles,
más bonitas son las rosas,
las cosas de las mujeres,
todas resultan preciosas.
A. Lorenzo Blanco

Como España así lo adora
tengo que felicitar
a la mujer trabajadora,
porque exista la igualdad,
poque ya va siendo ora
Juan Morón

Es para mi la mujer
la flor de mas regocijo.
Ante todo da placer.
Tambien nos da nuestros hijos.
Nunca se puede ofender
Juan Morón

Una mujer es bandera
de un continente profundo,
la más dulce enredadera,
la religión de este mundo,
y la mejor compañera.
Germán

Como Morón desafía
a esos hombres que maltratan,
yo de castigo pondría
lo que lleva entre las patas,
a ras se lo cortaria
Juan Morón

La alpujarreña es condesa,
y sus quereres son sabios;
candil y luz de pavesa
que amante besa los labios
del mar de la Contraviesa.
Germán

Casa, familia,bancal,
la alpujarreña sabe "tela"de eso.
El Alpujarreño no ha sido cabal,
suponiendo que era eso
su cometido principal.
Manolo

Si buscas un hombre formal
que admira a sus mujeres
las protege de todo mal;
creo que tú no lo eres
el alpujarreño es siempre cabal
Antonio

¡Guapa!... piropean todos
al paso de tu figura,
reteniendo la clausura
por insatisfechos modos
que llevan a la locura.
Pepe Alvarez

Que bonito aquel que sueña
todo lleno de alegria,
la mujer alpujarreña,
la mujer de Andalucia,
la mujer guapa y risueña
Juan Morón

Se compara a la mujer
con la flor más hermosa o bonita
Y no puedo darles la razon
me resulta casi hiriente
la belleza de la flor se marchita
la de la mujer, dura siempre.
Mesa Esperidón

Quiero a todos agradecer,
con palabras de corazón,
los alagos a la mujer,
pues merecido galardón
tiene ganado ese ser.
Mari

Doy gracias de corazón
a tanto hombre alpujarreño,
por tanta felicitación;
y no dejéis el empeño,
solo en dicha celebración
Teresa

Sólo siento la pena
que hombre alpujarreño
sólo tenga faena
Y no célebre día ni año,
aunque la bodega tenga llena
Mari Arenas

miércoles, 9 de marzo de 2016

Un soldado llamado Miguel de Cervantes



Los reyes inauguraron el pasado día 4 en la Biblioteca Nacional la exposición “Miguel de Cervantes: de la vida al mito (1616-2016) ››, con la que se abren los actos conmemorativos del 400 aniversario de su muerte. La exposición se estructura en tres ejes: ‹‹Un hombre llamado Miguel de Cervantes, Una imagen llamada Miguel de Cervantes y Un mito llamado Miguel de Cervantes”.

Desde mi punto de vista se han olvidado de una faceta importantisima que yo , siguiendo la anterior línea habría titulado: “Un soldado llamado Miguel de Cervantes”, y a guisa de explicación habría puesto, “Un soldado de Infantería, la mejor del mundo”.

Nuestros soldados eran grandes de España fuera el que fuera su origen. Entonces formaban en los Tercios de Flandes, nobles, segundones de casas nobles, caballeros, arrapiezos o rufianes. Todos soldados. Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Pedro Calderón de la Barca, Francisco de Aldana. La nobleza era ser soldado por la fe católica y la lealtad al rey. No fue soldado Shakespeare, ni Corneille o Goethe como muy bien nos recuerdan Fernando Martínez Laínez y José María Sánchez de Toca en su magnífico libro Tercios de España. La Infantería legendaria.

“Sábete Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro”.
Mucho han cambiado las cosas. Ahora, los soldados son declarados “non gratos” o, cuando menos, cuesta reconocer el oficio de Cervantes, soldado, gloria de las letras, una vida de armas y letras. Ahora se trata del homenaje a un hombre, el más insigne escritor español, don Miguel de Cervantes, un soldado de Lepanto.

Lepanto: ¡Victoria! Resonaba sobre el ancho mar. Don Juan de Austria, el vencedor. Allí estaba el poeta -siempre hay un soldado poeta- , que reclama su puesto a la hora del combate. No es una broma o un juego, es la vida con muchas probabilidades de perderla, casi todas. Aquel soldado herido escribió la mejor crónica de la batalla: “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”. Profeta. “Si me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella acción prodigiosa, que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella… que las heridas que el soldado muestra en el rostro y en el pecho estrellas son que guían a los demás al cielo de la gloria”. Don Juan clava a su “Cristo de las Batallas” en lo alto del estanterol. El soldado fija en él la mirada antes de mirar su espada. Empieza la batalla ¡se crea un mito! Es la vida diaria, la de un soldado en campaña.

A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros,
no fuera, en verdad.

Miguel de Cervantes, combatiendo en Lepanto desde la arrumbada, camino de la proa de la galera enemiga, recibe tres disparos de arcabuz, dos en el pecho y uno en la mano izquierda. Se convierte en soldado aventajado.

Novarino, Túnez, La Goleta, Corfú. De guarnición en Sicilia, Cerdeña y Nápoles regresa a España. Quiere la patente de capitán y levantar una compañía. Meritos tiene y su espíritu brilla entre sus heridas. Una tormenta dispersa las naves y Cervantes es hecho prisionero y conducido a Argel. Adalid de los miles de cristianos allí presos, logra escapar y en Orán de nuevo es hecho prisionero. Vuelta a escapar, organiza una sublevación de cautivos y las traiciones le llevan de nuevo preso hasta que fue rescatado por dos trinitarios. A su llegada a España en 1580 al soldado Cervantes se le asigna la que sería su última misión: agente secreto a Orán. Contaba treinta tres años.

Fue la vida de Cervantes la de un soldado. La misma vida que ahora, siempre agitada y olvidada por todos. Después de darla, si esta te queda, se convierte en la búsqueda de empleo para sobrevivir. Nada ha cambiado después de 400 años.
Este es el soldado Miguel de Cervantes, condición que ahora ocultan cuando es la base de sus páginas de gloria, de su literatura de valores castrenses por encima de todo, de amor a unos principios, a una religión y a una patria. Por mucho que indaguemos, leamos y discutamos, no me queda la menor duda de que don Miguel de Cervantes era, y esa es su grandeza, uno de los miles de españoles que a lo largo de la historia muestran su talla en el difícil arte de la vida. Cervantes lo dejó escrito y fue, como la mayoría de ellos, un humilde soldado de los que a menudo combaten con y por la vida, aunque encuentren la muerte por el camino.

Hace tiempo me hice eco de este perfil que un legionario tiene en las redes sociales: “Director, escritor, cantante, poeta, pintor, actor, compositor, escultor y ni aún así triunfo… Así que legionario”. Lo mismo me confesó un paisano al final de sus días, estaba un tanto deprimido, ya no era el director de la banda de musica del pueblo, la salud no le iba bien, con la familia tampoco; le pregunté como estaba y me contestó: “ de lo único que me siento orgulloso es de haber sido legionario”. Me impactó. Es la vida. Todos somos en ella soldados y poetas.

Cervantes sigue entre nosotros, solo hay que abrir los ojos y mirar hacia el lugar adecuado.

miércoles, 24 de febrero de 2016

El Papa y la filósofa por Gil Craviotto


La gran noticia de estos días pasados ha sido el descubrimiento de unas cartas, más o menos secretas, que en vida se cruzaron entre el papa Juan Pablo II y una filósofa polaco-norteamericana, Anna Teresa Tymieniecka, que, si creemos los comentarios de la prensa española, “llegaron más allá de la amistad”. Ninguno de los periódicos consultados nos precisa dónde está el límite entre la amistad y ese “más allá” que todos dejan sin concretar, pero con un punto de perversa sospecha que el final de la información –el Papa jamás rompió el celibato-, no logra del todo eliminar. En el supuesto que así hubiera sido, ¿se les habría ocurrido llamar a testigos? Es evidente que, por mucho que intenten ahondar los investigadores en el caso, como en toda historia de amor, siempre quedará un halo de intimidad y secreto al que nadie logrará acceder.

Por lo que cuentan los periódicos parece que esta amistad, que el Papa calificó después como “un gran regalo de Dios”, surgió a raíz de una carta que la filósofa escribió al entonces cardenal Karol Wojtyla pidiéndole consejo sobre un libro de tema filosófico que por aquellas fechas pensaba publicar. A esta carta siguieron otras y otras, cada vez más íntimas y personales, y la correspondencia continuó cuando el cardenal ascendió a Papa. Incluso la filósofa se atrevió, en la época en que Karol Wojtyla aún era cardenal, a invitarlo a que pasara un día en su casita de campo en la campiña de Nueva Inglaterra, en los Estados Unidos. La prensa nos ha ofrecido una foto del futuro papa en pantalón corto y camiseta acompañado de la filósofa, ambos de excursión en un paraje idílico. También ella le hizo varias visitas al Vaticano.

Hay muchos puntos que llaman la atención en esta historia. El primero de todos es que a finales del siglo XX, con lo que ha llovido desde que el mundo es mundo hasta esas fechas, se le ocurra a una filósofa, por muy católica que sea, consultar la opinión de un cardenal antes de publicar un libro. Con su gesto Anna-Teresa Tymieniecka vuelve la filosofía a su antigua posición de criada de la teología, que era lo que pedía la Iglesia a todo lo largo de la Edad Media. A partir del Renacimiento filosofía y teología se separaron y ahora nos cuesta mucho trabajo imaginar a cualquier filósofo de nuestra época, antes de publicar un libro, pidiendo consejo a un cardenal. ¿Imagina el lector a Jean Paul Sartre o Michel Onfray pidiendo consejo al cardenal de París?

Otro punto que llama la atención es la insistencia de los periódicos españoles en el tema de que el Papa jamás rompió su celibato. Cabe preguntarse: ¿Sería muy grave si lo hubiese roto? La verdad es que ni habría sido el primero ni tal ruptura hubiese tenido la menor importancia. Alejandro VI rompió el celibato infinidad de veces y eso no se impidió ejercer su función de papa. El único afectado en el caso de Juan Pablo II y la filósofa, habría sido el sufrido marido de ésta. Pero ocurre que en esta historia de amor espiritual y secreto el esposo de la filósofa aparece un tanto olvidado en su secundario papel de convidado de piedra. Sólo sabemos que, cuando ella conoció al cardenal, ya era madre de tres hijos. Imaginamos que, si el romance de amor hubiese seguido adelante, el marido habría pedido el divorcio y ahí habría quedado todo. No ocurrió así y, lo que parecía un romance de amor carnal, se limitó a un idilio de amor espiritual y platónico del que el marido nada tenía que objetar. Sabido es que los cuernos espirituales ni pesan ni oprimen la frente.

La historia de la filósofa polaca me ha traído a la mente el nombre y la historia de otra filósofa: Hipatia de Alejandría, última representante del neoplatonismo, que murió asaltada por una turba de fanáticos cristianos azuzados por san Cirilo. El también filósofo Bertrand Russell, en su monumental “Historia de la Filosofía”, nos cuenta así la muerte de Hipatia: San Cirilo era hombre de celo fanático. Usaba su posición de patriarca para incitar matanzas contra la colonia judía, muy numerosa en Alejandría. Es principalmente conocido por el linchamiento de Hipatia, dama distinguida, que en una época de fanatismo, mostró su adhesión a la filosofía neoplatónica. (...) Fue tirada de su carro, despojada de sus ropas, arrastrada a la iglesia y matada inhumanamente por Pedro el Lector y una horda de fanáticos salvajes y despiadados. (...) Después de esto, Alejandría ya no fue turbada por los filósofos.

Quince siglos separan a una filósofa de la otra. Una representa la independencia de la filosofía frente al poder la Iglesia, la otra el total sometimiento y dependencia. ¿Tendré necesidad de explicarle al lector que, a pesar de los quince siglos que separan a ambas mujeres, la filósofa de Alejandría me parece mucho más moderna y actual que la polaca?


Este artículo publicó el pasado domingo en el "Faro de Ceuta".

miércoles, 17 de febrero de 2016

La Magdalena de Proust por Francisco Gil Craviotto

He bajado al pozo. El pozo de los recuerdos lejanos. Allí me he encontrado a mí mismo, con una veintena de años, paseando por los alrededores de una iglesia. Noventa o cien pasos calle arriba; noventa o cien pasos calle abajo. Sabía que, en cuanto terminara la misa, minuto antes o después, tenía que aparecer. También sabía que no iba a poder hablar una sola palabra con ella, pero quería verla; ver, aunque sólo fuese de soslayo y a unos metros de distancia, ese cuerpo que yo tanto había amado y había perdido para siempre. Consulta al reloj. Otros noventa o cien pasos hacia arriba, otros noventa o cien pasos para abajo. Así durante más de un siglo. Al fin, tras una especie de lejano rumor, empezó a salir gente. Eran sobre todo hombres. También parejas, señoras y caballeros endomingados que a veces se paraban en las inmediaciones del templo, saludándose unos y otros y formando pequeños corrillos. Después vino el torbellino: niños, viejos, parejas, chicas apetecibles, beatas... Yo sabía que en ese torbellino tenía que estar ella. Y así fue. Venía con su tía, uno de los enemigos más poderosos que yo jamás he tenido -me tildaba de come curas y volteriano-, ambas cubiertas con el velo -inequívoco símbolo de sumisión y acatamiento-, a buen paso y, por las apariencias, sin ánimo de hacer parada en ninguno de los corrillos que se habían ido formando. Decidí avanzar, sereno y pausado, en dirección contraria, de manera que, al cruzarnos, aunque fuese como un relámpago, tuviese un instante para mirar aquel rostro y acaso, con un poco de suerte, rozarme con ella. Y así fue. Ni un gesto ni una palabra, sólo una mirada a la que su tía respondió con una especie respingo de cabeza y ella mirando en dirección opuesta. Pero, al tiempo que pasaba, noté que una mano se paraba en la mía y que algo muy tenue rozaba mis dedos. Creo que ha sido una de las sorpresas más grandes y felices de mi vida. Así con fuerza aquella insignificancia, continué sin inmutarme mi camino y, sólo cuando estuve a prudente distancia, subí y abrí la mano. Era un papelito, un insignificante papelito cortado con premura de las páginas de un periódico, y en él tan sólo había escritas estas seis palabras: “Viernes, a las 7, puerta iglesia.” Era muy poco, pero suficiente. Aquellas seis palabras me hacían el hombre más feliz de la Tierra.

Sólo eran cinco días, pero tardaron en pasar como si hubiesen sido cinco siglos. Cuando al final llegó aquel viernes de felicidad aún no eran las siete menos cuarto y ya estaba yo en la puerta de la iglesia. Llovía. Otra vez noventa o cien pasos para arriba, noventa o cien pasos para abajo, pero esta vez cubierto con un paraguas. A las siete de la tarde en diciembre es completamente de noche. Con la lluvia y los paraguas era muy difícil saber quien se cruzaba conmigo, sólo los andares denotaban si era una mujer joven o vieja. Sucesivas consultas al reloj. Noventa o cien pasos para arriba, noventa o cien pasos para abajo. Así una y mil veces. Al fin un paraguas se paró junto al mío y una voz me susurró muy quedo:

-- Sígueme.

La seguí. Entró en la iglesia y yo, después de dudarlo un momento, -¿será posible que me haya citado para esto?- entré también. El templo estaba en penumbra y vacío. Sólo cuestión de cinco o seis viejas se arremolinaban junto al confesionario. Otras dos rezaban en uno de los altares de la derecha. Ella permanecía de rodillas en uno de los bancos de la entrada; yo seguía de pie junto a la cancela. Noté que, más que rezar, lo que hacía era observar el ambiente del templo; al cabo de unos minutos, vi que se levantaba, cogía el paraguas y se dirigía a una segunda puerta de la iglesia, que daba a otra calle. Yo la seguí a una prudente distancia. Tomó acera adelante y, al llegar a cierto portal, cerró el paraguas y entró en la casa. Yo hice exactamente igual. Justo en el momento de cerrar el paraguas oí en la oscuridad su voz que me preguntaba.

--¿Has visto si nos seguía alguien?
-- Nadie.
--¿Seguro?
-- Completamente seguro.

Sólo entonces se atrevió a llegar hasta mí. Empezamos a abrazarnos y besarnos -te quiero, te quiero, te quiero- y, en tanto nos devorábamos, nuestras manos se convirtieron en ansiosos tentáculos que recorrían las más recónditas intimidades.

--Todo lo que tú quieras, menos lo que sabes que es imposible.
--¿Cómo has conseguido que te dejen salir sola?
-- Porque voy a confesar.
--¿A confesar?
-- Sí, a confesar.
--¿Cuánto tiempo tenemos?
--Un cuarto de hora o veinte minutos; quizás un poco más, pero ya hemos consumido los primeros cinco minutos.
--Nos quedan poco más de diez.
--No pienses en el tiempo y disfruta lo poco que tenemos.
--¿Por qué has elegido este portal?
--No lo he elegido: es el primero que he encontrado abierto y sin portera.
--Dime en el oído que me quieres.
--Te quiero.
--Dímelo otra vez.
--Te quiero, te quiero.

Seguían las manos su recorrido de placer. No había intimidad que se quedara sin caricia. A la alegría de disfrutar de la hermosura de aquel cuerpo, se unía mi victoria contra la intolerancia y el fanatismo de su familia.

--No traes bragas.
--Es así como a ti te gusta, ¿no?
--Sí, así es.
--Por eso me las he quitado.
--Estás húmeda. Tienes aquí un manantial.
--De tanto como te quiero. Me vuelves loca.
--¿Haces estas cosas con tu novio?
--Sabes perfectamente que no.
--¿Lo intenta?
-- Claro que lo intenta.
--¿Y cuándo te cases?
--Eso está por ver.
--¿Cuándo viene el general?
--Teniente. Sabes perfectamente que sólo es teniente.
--Pero yo lo asciendo a general.
-- Siempre con tu ironía
--Bien. ¿Cuándo viene el teniente?
--No lo sé. Cuando tenga permiso. Cuanto más tarde, mucho mejor, porque en cuanto venga, lo nuestro se acaba.
--¿Tanto lo quieres?
--No, a quien quiero es a ti y la única manera de evitar que te mate es que lo nuestro acabe.
--¿Y si nunca se entera?
--Para que no se entere lo mejor es que se acabe.
--¿Quién te buscó ese novio? ¿Tu madre o tu tía?
--No, el padre Bienvenido.
--Mejor aún. Y tú tan obediente.
--No me dejan otra opción. Tú no sabes el infierno que estoy viviendo.

Los faros de un coche, que en ese momento pasaban por la calle, iluminaron dos lágrimas que le resbalaban mejillas abajo.

--Te voy a pedir un favor.
--¿Qué favor?
--Que cambies de tema. Disfruta este momento y no pienses en nada más. No me amargues los cinco o seis minutos que todavía nos quedan.
--Favor concedido.
--Te quiero.

Estábamos ya llegando al séptimo cielo del paraíso cuando, al tiempo que se encendía la luz, oímos que por las escaleras bajaba gente.

--Viene alguien.
--Es en los pisos últimos. Nos da tiempo a largarnos sin prisas.

Pero al cabo de unos instantes comprendimos que era una vecina que iba al piso de otra vecina. Incluso oímos el timbre de la puerta. Volvió a apagarse la luz y nosotros seguimos amándonos.

--Saca el pañuelo. En el suelo no debe caer una gota.
--Lo tengo en una mano.
--No, prefiero que me lo pases a mí. No quiero pensar si me mancharas. Si en mi casa notaran algo, yo creo que me mataban.
--Nunca sería tanto.
--Sí, estoy segura que me mataban. Pero no me importa después de haber estado en tus brazos.
--Te quiero.
--Piensa que este cuerpo siempre será tuyo, que te quiero con toda mi alma, que...

Leves quejidos sucedieron a las voces. Al fin, reclinada en mi hombro, me preguntó:

--¿Has sido feliz?
--Mucho. ¿Y tú?
--Muchísimo.
--¿Repetimos?
--No puede ser.
--¿Por qué?
--Tengo que ir a confesar.
--¿No puedes dejarlo para otro día?
--No. Pueden venir a comprobar si es verdad que he salido a confesar.

Se bajó la falda, me abroché el pantalón y, protegidos con nuestros respectivos paraguas, salimos a la calle. Seguía lloviendo, pero con menos intensidad. Cuando llegamos a la iglesia, de las cuatro o cinco viejas que merodeaban en torno al confesionario, no quedaba más que una y, justo en ese preciso momento, se acercaba al confesionario. Ella se instaló en un banco próximo, se prendió con varias horquillas el velo y luego, con el rostro oculto entre ambas manos, empezó a hacer examen de conciencia o algo que se le parecía. Fue entonces cuando me di cuenta de que yo no tenía pañuelo. Llegué a ella en el preciso momento en que se levantaba para acercarse al confesionario.

--¡El pañuelo!

Me miró pasmada al tiempo que lo sacaba del bolsillo del abrigo y me lo ponía en la mano.

--No quiero pensar la que te habrían armado si lo llega a encontrar tu madre.

Suspiró asustada:

--Me matan.
--¡Oye! De lo nuestro al cabrón ese, ni una palabra.
--Descuida.

Salí de la iglesia pensando en que hasta el viernes siguiente, si todo iba bien, no volvería a visitar el paraíso. También con la zozobra de que un día volviese el general y nuestra felicidad se fuese al carajo. Justo en el momento en que yo salía, por la otra puerta de la cancela, me pareció ver una sombra o pájaro de mal agüero que entraba en la iglesia. Fuera había dejado de llover y una luna creciente y pálida se deslizaba entre dos masas de nubes.

Había sido una chiquita del embarcadero de Hardricourt la que me había traído todos estos recuerdos. La había columbrado en la lejanía y, fue verla y tener que acelerar el paso, no fuese a desaparecer antes de que yo llegara. De lejos se parecía enormemente a ella. Pero no, en modo alguno era ella; una mujer como ella es, por esencia, irrepetible.

Ahora pienso que, si una simple magdalena derramada en una taza de café, le permitió a Proust encontrar un tiempo aparentemente perdido, nada de particular tiene que esta náyade del Sena, de pantalón corto y blusa ceñida, con su sola presencia, me haya traído a la mente este mar de recuerdos. ¡Dichosa ella que ha tenido la suerte de nacer, crecer y vivir en un mundo libre y civilizado, sin trabas ni fanatismos, y es dueña absoluta de su vida y su cuerpo!

jueves, 4 de febrero de 2016

¿Quién le ha dicho a Carmena que Calvo Sotelo era franquista?


Una de las primeras medidas del Ayuntamiento Madrid ha sido la de cambiar el nombre franquista de treinta calles de la capital. No soy un erudito de la historia, simplemente he leído algunos libros que por aficción a nuestro pasado han caido en mis manos. He de añadir que antes de avivar el enfrentamiento de las dos españas estoy por eso tan ñoño de la reconciliación. Admito que se pueden realizar algunos cambios en aquellos personajes que por sus hechos se significaron de una forma especialmente violenta y sólo justificable desde la optica del odio y la guerra. Ahora, en febrero de 2016, lo que me ha sorprendido es ver que en el moderno y progresista Ayuntamiento de Madrid, consideran a José Calvo Sotelo un franquista.
Calvo Sotelo es claramente un político de derechas, pero lo era antes que franco fuese conocido y le asesinaron días antes de que Franco cruzara el estrecho, cuando éste era un militar preocupado por su carrera que nadaba entre dos aguas, tanto que, en esos días, concretamente el 23 de junio, unos veinte días antes del asesinato, escribe al Presidente del Gobierno con calculada ambigüedad, ofreciendose para calmar «el grave estado de inquietud» del ejército, que crecía día a día debido a malentendidos y desencuentros con el gobierno.
Calvo Sotelo murió asesinado el 13 de julio de 1936, antes del alzamiento, por lo tanto no pudo ser Franquista.

 Así relata el historiador Juan Eslava Galán, en “Una historia de España que no va a gustar a nadie”, lo sucedido alquel fatíco mes de junio del 36:

“En la calle de Augusto Figueroa, el teniente de la Guardia de Asalto José Castillo se despide de su mujer, Consuelo Morales, y sale de su domicilio para dirigirse al cuartel de Pontejos, junto a la Puerta del Sol, donde instruye a las jóvenes milicias socialistas. Cuando Castillo alcanza la esquina de la calle de Fuencarral alguien dice a su espalda: «¡Ese es...!» El pistolero falangista Alfonso Gómez Cobián dispara sobre el teniente su pistola ametralladora. Herido de muerte, Castillo se agarra al transeúnte Fernando Cruz y lo arrastra en su caída. Mientras Cruz busca a tientas las gafas que ha perdido escucha murmurar a Castillo: «¡Mi mujer! ¡Llevadme con mi mujer!» En un taxi trasladan a Castillo al equipo quirúrgico de la calle de la Ternera, donde certifican su muerte. Una de las balas se le ha alojado en el corazón.
La capilla ardiente del teniente se instala en la Dirección General de Seguridad. Al pie de féretro, la joven viuda llora desconsoladamente. No hacía ni dos meses que se habían casado.A escasos metros, en el cuarto de banderas del cuartel de Pontejos, algunos compañeros y correligionarios del finado se conjuran para asesinar a algún significado derechista esa misma noche. A las órdenes de Fernando Condes, capitán de la Guardia que viste de paisano, sacan del garaje la camioneta número 17. El guardia Orencio Bayo la conduce a través de las calles animadas de paseantes. La víctima designada es el líder monárquico Goicoechea, pero no lo encuentran en su casa. Entonces se dirigen al domicilio del líder derechista Gil-Robles. También está ausente.
Cuando transitan por la calle de Velázquez, uno de los guardias recuerda que allí cerca vive Calvo Sotelo. Aparcan la camioneta junto a la acera, en el número 89. En el portal, una pareja de policías monta guardia. En, el cuarto piso viven Calvo Sotelo, su mujer, Enriqueta Grondona, sus hijos, dos chicos y dos chicas de edades comprendidas entre los nueve y los catorce años, la institutriz francesa Renée Pelus, la cocinera, la doncella y un mandadero. Después de escuchar la retransmisión radiofónica de La Bohéme, Calvo Sotelo y su esposa se han retirado a su alcoba. El capitán Condes se identifica ante los guardias del portal.
—Sin novedad en el servicio, mi capitán —saluda el guardia más viejo. Condes y sus acompañantes, los guardias José del Rey, Victoriano Cuenca y otros dos de uniforme, suben al piso del político. Condes pulsa el timbre. La doncella abre la puerta.
—¿El diputado Calvo Sotelo?
—El señor está durmiendo.
—Pues despiértele. Venimos a hacer un registro de parte de la Dirección
General de Seguridad.
Las criadas lo despiertan. Calvo Sotelo se pone un batín negro sobre el pijama y sale al recibidor. El capitán Condes le muestra el carnet que lo acredita como capitán de la Guardia Civil.
—¿Un registro a estas horas? —se extraña el político—. En fin, permítanme que prevenga a mi mujer para que no se alarme. Calvo Sotelo se asoma al balcón del comedor y pregunta a los guardias de la calle si realmente es la policía la que está a su puerta. Los guardias se lo confirman. Ve, además, la camioneta de la Guardia de Asalto. Los guardias registran someramente el piso.
—Tiene que acompañarnos a la Dirección General de Seguridad —le advierte Condes.
—Eso ya no —se resiste Calvo Sotelo—. Ningún ciudadano puede ser detenido sin una orden de la autoridad competente; pero yo, además, gozo de inmunidad parlamentaria como diputado. Para detenerme es necesario que un juez pida un suplicatorio a las Cortes y que éstas lo concedan. Calvo Sotelo intenta utilizar el teléfono, pero un guardia arranca el cable de un tirón. Se terminaron las contemplaciones. Calvo Sotelo comprende. Se deja conducir al dormitorio y se pone ropa de calle. A todo trance quiere alejar a aquella gente de su familia.
Escoltado por los guardias, el diputado sale a la calle. Antes de subir a la camioneta dice adiós con la mano a su esposa, que presencia la escena desde un balcón. Después se sienta donde le indican, en el tercer banco del vehículo, entre dos guardias. Condes se acomoda junto al conductor y le ordena:
—¡A la Dirección General de Seguridad!
En el cruce de la calle de Ayala, el pistolero Victoriano Cuenca, que se ha situado detrás de Calvo Sotelo, empuña su pistola Astra del 9 largo y le descerraja un tiro en la nuca. Cae Calvo Sotelo hacia la derecha. El pistolero se inclina sobre él y le dispara una segunda bala.
—¿Eso ha sido un tiro? —inquiere el conductor.
Los otros guardan silencio.
—Ahora, al cementerio del Este —ordena Condes.
En el camposanto, los asesinos entregan el cadáver a dos vigilantes del cementerio.
—Lo hemos encontrado en la calle.
Mientras tanto, la familia del secuestrado está telefoneando a amigos y correligionarios para denunciar la detención del líder. En la Dirección General de Seguridad niegan haber enviado a un piquete de guardias para detenerlo. Pasan todavía unas horas antes de que se esclarezca lo ocurrido. Finalmente se divulga la noticia: han asesinado a Calvo Sotelo.
—Este atentado significa la guerra —comenta desolado Martínez Barrio.”

Paul Preston, en su libro “El holocausto español” comenta lo siguiente referido a este episodio:

“Tras el asesinato de Faraudo, la petición de las represalias se había acallado, pero cuando mataron a Castillo, varios guardias de asalto del cuartel de Pontejos, ubicado justo detrás de la Dirección General de Seguridad, se mostraron decididos a vengar a su compañero. Los acompañó quien fuera amigo íntimo tanto de Faraudo como de Castillo, el capitán Francisco Condés García, uno de los pocos socialistas que había en el cuerpo de la Guardia Civil. Calvo Sotelo fue detenido en su domicilio. A pesar de que la intención de Condés era llevar al líder monárquico a la Dirección General de Seguridad, poco después de que subiera a la camioneta, uno de los guardias de asalto le disparó. Llevaron su cuerpo al cementerio municipal, donde no sería descubierto hasta la mañana siguiente. La muerte causó gran consternación entre los dirigentes republicanos y socialistas, y las autoridades emprendieron inmediatamente una investigación a fondo. Para la derecha, sin embargo, fue la oportunidad de poner en marcha los preparativos para el tanto tiempo acariciado golpe de Estado.”