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lunes, 21 de diciembre de 2015

UN CUENTO DE NAVIDAD



GERMÁN ACOSTA ESTÉVEZ

 

Calles de Granada, envueltas de misterio y empedradas con leyendas que se lleva el aire hasta los bosques de La Alhambra; calles de curiosos nombres con las que fueron bautizadas por el ideario, la creatividad, la ironía y también, por qué no decirlo, por la “malafollá” del vulgo granadino; calles que, al nombrarlas, despertaban la risa hilarante de algunos estudiantes que celebraban el final de los exámenes cuatrimestrales de un febrero loco al calor de los efluvios de unos porrones de vino peleón y de una copa de champán de baja intensidad.
Calles con nombres de realengo moruno, de personajes señalados, de lugares cercanos, de profesiones perdidas, de las palabras y suspiros del agua, recogidas con gran pasión en la obra de Julio Belza: la calle Guatimocín en el Barrio de San Luis rememora la figura de aquel caudillo azteca al que Hernán Cortés mandó ahorcar por sublevarse; la calle Matamoros que escuchara los sones y las notas acompasadas del piano de Manuel de Falla; el Callejón de las Monjas, antaño nombrada por calle Ladrón del Agua, donde existía un cauchil o registro de agua que los vecinos manipulaban por las noches para llenar sus estanques o recipientes para el uso doméstico.
Pero, sin duda, llaman la atención de manera especial aquellas que tienen su razón de ser en lo  pintoresco y en lo legendario: próxima a Torres Bermejas se localiza la calle Niño del Rollo, llamada de tal guisa “por tratarse de un pilar de cantería, con un remate redondo” del que pendían unos garfios en los que se colgaban unas jaulas que contenían los miembros cercenados de los ladrones, como público escarmiento, y que daba la impresión de “un niño en pañales con los brazos en cruz”, al mirarlo desde una cierta distancia. La calle Poco Trigo, que comunica la avenida de Murcia con la calle Cristo de la Yedra, debe su nombre por haber sido habitada en la antigüedad por algunos hidalgos venidos a menos y bautizados por el común granadino como “señores de poco trigo”.
Aunque, puestos a elegir, me quedaría con la historia que hay detrás de la calle Niños Luchando, un relato que transcribo a mi manera, encontrado por casualidad en las páginas de un amarillento diario olvidado de 1905, y que parece más propio de un guion norteamericano para una de tantas películas dulzonas que llenan nuestros televisores por estas fechas, ensalzando el ideario del espíritu navideño.

Eran las nueve de la noche del 24 de diciembre de 1540 y los primeros copos de nieve empezaban a caer sobre Granada. En el interior de una humilde casa situada en un callejón que nace de la placeta de la Encarnación y desemboca en la calle Tendillas de Santa Paula, por un lado, y en la calle Arandas, por el otro extremo, dos niños hermosos, que frisaban una edad de entre seis y ocho años, ataviados con pobres y escasas vestiduras, lloraban con desconsuelo y en sus rostros angelicales se podía apreciar las huellas de las cornadas que da el hambre.
En el extremo opuesto de la  pequeña estancia, una bella mujer, su madre, los miraba con una expresión de pena estremecedora. Vestida con limpios andrajos, intentaba ahogar los suspiros y disimular las lágrimas que velaban sus ojos, dirigiendo anhelantes miradas de soslayo a su marido, un hombre también joven, de tez pálida y mirada perdida, de porte distinguido, aunque envuelto en una raída capa y calzado con unas modestas alpargatillas, signos de un pasado más próspero que se había basado en el comercio de la seda con los moriscos de la ciudad, ahora asfixiados hasta la extenuación y con, ello, su mala ventura.
El mobiliario de la estancia estaba compuesto por un baúl forrado de baqueta y con unas puntillas doradas hechas de ganchillo, una mesita de pino, dos sillas con asiento de anea, dos jergones plegados y superpuestos en un rincón de la habitación y un cuadro de Nuestra señora de los Dolores; para alumbrar tenuemente la estancia, un cabo de vela introducido a presión en el cuello de una botella. Ni un mísero tronco de leña para poder combatir el frío que se estaba cerniendo sobre la casa del sombrío callejón. La nevada continuaba arreciando.
Las campanas de la vecina iglesia de los Santos Justo y Pastor repicaron alegremente, y entonces uno de los niños, ahogando momentáneamente el llanto, dijo con voz entrecortada – Papica, un poquillo de pan.
-Espera un momento, no desesperes, que pronto lo tendrás- repuso el padre con semblante de circunstancias y comenzando a dar vueltas sin norte de forma nerviosa por el cuarto.
- No desesperes, Pedro- dijo la mujer.
Pedro, que era un descendiente de una estirpe de cristianos viejos y fuertes convicciones religiosas al igual que su mujer, replicó – María, Dios aprieta pero, no ahoga; pero en esta noche en que la cristiandad conmemora el hecho más maravilloso de la historia, mis hijos tienen hambre, me piden pan y no tengo medios para procurárselo-.
-Ten fe, el Señor muchas veces permite el mal, para luego sacar el bien de él, -respondió la mujer.
- Ya ves que la esperanza de que don Luis nos socorra también se desvanece. De nada ha servido la carta que el otro día le dejé en su casa. Y, como último recurso he tenido que empeñar tu abrigo, mis calzas y mi jubón,- sentenció amargamente Pedro.
-Todavía puede venir, es un hombre de buen corazón, tu amigo desde la infancia y ha hecho mucho por nosotros,- replicó María, con dureza.
En efecto, Luis Mohanchas había llegado a Granada con apenas cinco años procedente de una alquería alpujarreña. Este morisco convertido, había aprovechado su nueva condición para surtir de vino y pasas de la comarca alpujarreña a las nuevas élites granadinas  y terminó por asentarse en el Barrio del Albaycín, ocupando una suntuosa vivienda cercana a la plaza de San Miguel Bajo.
Abajo en la placeta, las clarisas franciscanas de clausura del convento de la Encarnación habían cerrado las puertas de su morada, tras atender las peticiones de última hora de mantecados y yemas a través del torno; mientras, ya se oía en la calle un alegre son de panderos, castañuelas y zambombas, y una joven moza entonó este villancico:
                                               Esta noche es Noche-Buena
                                               Y no es hora de dormir,
                                              Que está la Virgen de parto
                                              Y a las doce ha de parir.

El resto de los presentes replicaron a coro:
                                              Ha de parir un niñito
                                              Blanco, rubio y colorado,
                                             Que lo quieren los pastores
                                             Para guardar el ganado.

A los pequeños se les pasó por un momento esa sensación de angustia mientras escuchaban atentamente aquella copla, preguntando de forma atropellada a su madre el porqué de aquellos cánticos en la calle en plena nevada. Y entonces, de repente, llamaron a la puerta. Pedro salió a abrir con precipitación y poco después, casi sin aliento dijo:
-María, niños, vamos a cenar. Don Luis nos ha mandado con uno de sus criados una enorme cesta repleta de provisiones-.
Mientras María rezaba de rodillas frente al cuadro de la Virgen que había colgado en la pared, Pedro dispuso sobre la mesa varios paquetes con comestibles y turrones que los rapaces devoraron con especial fruición, y a los que la madre pidió que diesen gracias al Señor y a don Luis por permitirles disfrutar de aquellos manjares.
Pero en mitad de aquella copiosa e inesperada cena, los chicos comenzaron a discutir por el trozo de turrón que a uno de ellos le había tocado en suerte, pues parecía más grande que el de su hermano. Se entabló entre ambos una lucha a porfía y, antes de que los padres pudieran intervenir, fueron a darse un fuerte golpe contra la pared.
En aquel instante sonó un ruido metálico. Pedro y María se miraron extrañados, en tanto que los asustados y pequeños combatientes se quedaron como paralizados. Pedro golpeó la pared, notando un sonido hueco, por lo que se valió de la mano del almirez para dar unos cuantos golpes en el testero y, como consecuencia, cayeron algunos cascotes y yesones y una orza que, al romperse, esparció por la estancia numerosas monedas de un color dorado e intenso.
Durante un buen rato quedaron paralizados y absortos, contemplando aquella riqueza y sin poder articular palabra. Una vez recuperados de la impresión, procedieron a separar los escombros de las monedas cuadradas de oro con inscripciones árabes; junto a estás descubrieron también un pergamino cuya escritura parecía también arábiga.
Ayudado por el cura de la parroquia, las reticencias de Pedro a quedarse con el tesoro encontrado fueron desapareciendo, sobre todo, cuando la traducción del pergamino desvelaba que: era la voluntad del que había escondido aquel dinero, que lo disfrutara en pleno dominio quien lo hallase, sin distinción de que fuese moro o cristiano. Su única obligación sería la de dar limosna a todos los pobres que llegasen a su casa el primer día de cada luna.
Pedro acabó comprando aquella casa y, para hacer honor a aquel extraordinario suceso, dispuso que en la fachada de la misma se colocase una escultura que representase a dos niños luchando, la que dio a la calle el nombre que aún conserva.

P.D. Tal vez, mañana, el sonido metálico de los bombos y la disputa pacífica de las voces de los niños de San Ildefonso, nos traigan una buena cantidad de monedas y nos hagan algo más felices, como a Pedro y a su familia.

                                                                                                                                          Felices Fiestas

martes, 15 de diciembre de 2015

Divino tesoro

En la puerta del Cunini, con mis compañeros
Un domingo del pasado noviembre, raro en mí, decidí madrugar y con la fresquita, dar un paseo por la ciudad. Por prescripción médica, primero, anduve un poco por las calles casi desiertas del centro, mirando los rostros abstraídos de quienes se cruzaban conmigo. Caminé deprisa y mirando el reloj según las indicaciones de mi cardiólogo -mínimo media hora todos los días-, y me senté a tomar un cafeconleche con churros frente al cunini, mientras, por debajo de la mesa, le hacía unos cortes de mangas al doctor recordando sus consejos sobre la vida sana.
De camino a la ciudad, en mi emisora de radio favorita, venía escuchado un informe sobre el futuro demográfico que nos aguarda en España, donde, según decía y parece cierto, tenemos la natalidad más baja del mundo. Comentaba el aguafiestas de la radio que la mitad de la población española tendrá más de sesenta años en la segunda mitad del siglo. No sé porqué, en ese momento, con el churro en la mano, no podía dejar de darle vueltas al tema, y de nuevo me sorprendí mirando las caras de los pocos transeúntes que pasaban por delante de mi mesa.
De inmediato tuve la impresión de que la profecía del agorero locutor se había cumplido, o quizás, pensé para mis adentros, que en lugar de en mi fordfocus había llegado a sanagustín en la máquina del tiempo, hallándome de pronto, bebiéndome mi cafeconleche y comiéndomeme unos churros, en el año 2070, pero eso sí, en una terraza con ambiente de principios de siglo, con una antigua música futurista (La neumática artista, Lenina Crowne cantaba aquella feliz y melódica canción titulada “no hay en el mundo ningún Frasco como mi querido Frasquito”), con sillas de enea entorno a las mesas, y gorriones hambrientos que revoloteaban a mi alrededor buscando alguna miga que llevarse al pico. La impresión del 2070 me la llevé por los rostros y la apariencia de aquellos que miraba, todos muy decorosos pero bien entrados en años. Como en todas partes a donde vayamos, vi a turistas británicos con su piel abarcocá, y entre ellos se distinguían los escoceses de rubios mostachos y pelos fritos, vestidos con los calzones cortos y sandalias con calcetines blancos, llevando en la mano guías turísticas arrugadas y cubriéndose con sombreros de tela blanca llena de candiles; también pasó un señor mayor bien vestido, con un impecable sombrero cordobés, sin ningún candil en su ala, paseando a un caniche con un lazo rosa bien planchado en el cuello; y después pasó una anciana cogida del brazo de una mujer joven, pero no tanto, entrada en carnes, más bien bajita y de piel tostada con un jersey de punto de múltiples colores. Antes de lo del churro, cuando el que paseaba era yo, había atravesado laspasiegas pasando por la puerta del sagrario donde había un grupo de gente entre los que no vi a nadie al que echarle menos de treinta años. Por todos lados gente mayor. ¡Madurez, divino tesoro!
Pero ahora por fin veo a un joven que, con cara de despiste, pasa por delante de mi mesa leyendo el ideal, ¡pero que digo, joven! si éste estuvo conmigo en Talarn. Será que le he visto su cara de antes, con mis ojos de antes. Esa facilidad mía para desmaterializarme y viajar por el tiempo sin ni siquiera sacar billete. Me ha mirado de soslayo, con el rabillo del ojo -como el que le pitó el penalti al Barcelona-, por encima de sus gafas y ha respondido con un leve gesto a mi tímido saludo. No me ha reconocido, o quizás no son horas para charlas inútiles ni mentiras piadosas, y ese joven que ya no cumplirá los sesenta, se pierde, indifente a mis cavilaciones, en dirección a Bib-rambla.
Ensimismado en mis propios pensamientos y tomando mecánicamente mi desayuno, barruntando en los días felices, salto de 2070, era del jubilado, a 1970, era de la juventud, y recuerdo aquel mensaje de una canción roquera, que a mis amigos y a mí, indómitos sin causa, jóvenes de secano, modernos de pueblo recóndito entre montañas, nos parecía atinado como tantas cosas que llegaban de fuera, que venía a decir algo así como que no nos fiáramos de nadie que fuese padre, que te diera consejos y vistiera corbata. Era entonces el comienzo de la creencia que la juventud, divino tesoro, más que una circunstancia pasajera de la vida, era una condición inherente para los que eramos jóvenes, que nos definía a los nuestros para siempre. Los demás podrían morirse, envejecer o crecer, pero los nuestros, los nuestros siempre seriamos así. Eramos jóvenes e intentábamos vestirnos de una manera determinada -ridícula cuando, ahora, miro las fotos de antaño-, y teníamos preferencias y opiniones que por fuerza debían de ser contrarias a los de los mayores, esa gente siniestra, enigmática e incombustible que sólo pensaban en trabajar sin apenas sacar rendimiento a su trabajo.
Cuando aún no he acabado con mi desayuno, me pregunto por el dudoso genio que inventó la consigna, quién sería, qué será del él: los genios del rock, que sería su origen más probable, ya se sabe, murieron jóvenes, como vivieron, o con los años se enriquecieron, se aburguesaron, incluso hasta se pusieron corbata, como es el caso de ese de la sgae que, hace poco, tanto salió en la prensa. Y lo que es notorio, aunque nos pese, es que nadie permanece joven para siempre, ni siquiera los nuestros, pero lo cierto es que aquello que se acabó convirtiendo en una especie de dogma oficial, está hoy día presente en el arte más ideológico de todos que sin duda es la publicidad. En las vallas, en la televisión, en el cine, en la prensa, en las redes sociales, la utopía de los pasados setenta se ha cumplido: no hay nadie que tenga más de treinta años, a no ser un padre muy guai o un político acartonao. Ambos, para su promoción personal, han de hacerse presentes también en los mensajes publicitarios, el político pareciendo simpático y enrrollao, y el padre mostrándose coleguita de su hijo, yendo de copas o jugando al fútbol con él, aunque al final no sólo no engañan a nadie, sino que además hacen el ridículo queriendo ocultar su lamentable condición de adultos.
Pero, como he apuntado, si los de nuestra generación hemos hecho realidad la utopía de la eterna juventud, por lo que estamos oyendo, y por lo que estamos viendo, nuestros hijos protagonizarán la conquista de la sociedad por los jubilados. Claro que, para poder jubilarse, o mucho tendrán que cambiar las cosas, o nuestros nietos tendrán que matarse a trabajar, echando horas como chinos, para poder sacar adelante el cotarro que se les avecina. Visto con los parámetros de hoy, a medio plazo, la actual hegemonía de la juventud dará entrada a un mundo espectral donde proliferará la vejez. Para el 2070 tendremos que convertir las aulas de la universidad en hogares de la tercera edad, y los campos de rugby y fútbol en pistas de petanca y minigolf, y el calimocho o el mojito de las noches de botellón darán paso a tímidas tardes aderezadas de partidas de dominó con la atrevida licencia de una cervezasin o un salobreña como excitante de uso tópico.

sábado, 5 de diciembre de 2015

Los míos o los otros: verdad o herejía

Hoy día, cuando hablamos de izquierda o derecha no estamos refiriéndonos a la Guerra Civil, ni a la Segunda Guerra Mundial, ni a la Revolución Rusa, sino a los partidos que se ponen esa etiqueta. Resulta evidente que, desde el primer gobierno bolchevique en 1917, en Europa ha habido notables transformaciones: por ejemplo, ayer la izquierda y la derecha parecían representar clases o niveles económicos, pero hoy abundan los millonarios estruendosamente izquierdistas  y asalariados modestos que, con todo derecho, se sienten de derechas.

A menudo nos tropezamos con quienes no tienen reparo en declarar que ser de izquierdas ahora es apoyar las exigencias nacionalistas o separatistas, la asimetría o el diálogo con los terroristas, y en política exterior tener como referentes a Cuba o a Venezuela. Y que pertenecer a la derecha exige embestir contra el Estado del Bienestar, considerar la homosexualidad una enfermedad y el matrimonio entre personas del mismo sexo una aberración, un delito el aborto o la experimentación genética, y tener a los padres por exclusivos responsables de la formación ética de sus hijos aún en cuestiones cívicas, o a considerar inalterable la distribución de la renta y resignarse ante la pobreza de millones de hombre y mujeres. 

Es un falso dilema esta cuestión de etiquetarse en una de las dos posturas, puesto que todo obrero quisiera que su hijo lograra llegar a ser abogado, ingeniero o industrial y que viva mejor que él. Y cualquier empresario sensato, quiere para su hijo que nada le sea regalado, al contrario, que se lo gane con su esfuerzo, como lo hizo él. Lo importante es luchar contra toda tiranía que degrade la democracia formal, así como contra la miseria y la ignorancia que imposibilitan la democracia material. 

Los grandes partidos se pelean por ocupar el centro, hacia la derecha o hacia la izquierda, porque no quieren perder el voto indeciso. Hay que ser capaces de aprovechar los elementos positivos de unos y de otros, pero sin tener que cargar con sus prejuicios y vicios reaccionarios, que existen en los dos campos. Sabemos que en democracia el pueblo elige a sus representantes y que el sistema se rige en base a una Constitución aprobada por la ciudadanía. Por lo tanto, si hay algo fundamental en el sistema, más que otra cosa, es la Justicia, en el sentido filosófico del término, y las leyes que emanan que son las herramientas que la permiten aplicar. Son esas leyes que todos debemos respetar, que todos debemos exigir; esas que, con los mecanismos que nosotros nos hemos dado, podemos cambiar. 

Los ciudadanos no podemos excluirnos de la vida política, ni renunciar a exigir el respeto a nuestros derechos y libertades. Porque, queramos o no, es en nuestro nombre en el que se legisla y se gobierna: luego no hay más remedio que mojarse para que nuestras ideas tengan voz y estén lo mejor representadas que sea posible. Mojarse no es alinearse con un partido, no es ser fiel a una doctrina hasta morir por ella. En nuestro tiempo, conociendo la confusión filosófica en la que se mueve el cotarro político, tan importante como ser fiel a un ideal es vigilar a quien nos guía y hacerle ver que podemos buscarle un recambio si nos desfrauda.

Lo detestable en democracia es la infalibilidad. Esos aparatos que adoctrinan a sus fieles para que todo lo bueno esté en casa y lo execrable fuera de ella, una división de la especie humana en grupos rivales de fanáticos, cada grupo firmemente persuadido de que las tonterías de su cuño son verdad sagrada, en tanto que las del otro bando son herejía condenable. 

Franco y el Santo Grial, por Francisco Gil Craviotto

La prestigiosa revista “Historia y Arqueología” ha publicado un extenso artículo titulado “El Caudillo bebió del Santo Grial para hacerse inmortal”. Ilustran el artículo varias fotos del dictador; en la más significativa aparece de rodillas ante un cardenal que le da a beber, en el santo Grial el vino consagrado que si, aceptamos la fe de la Iglesia, se ha convertido en la sangre de Cristo. La suma de estas dos peregrinas circunstancias -santo Grial y vino convertido en sangre de Cristo-, serían las que, según la leyenda, produciría la inmortalidad. Para estar más seguro de esta inmortalidad, según el mencionado artículo, la noche antes de tal evento durmió Franco con el brazo incorrupto de santa Teresa a la vera de la cama y, al comenzar el acto litúrgico, besó el lignus crucis (fragmento
de la cruz en que murió Cristo) de la catedral de León. Después de esta larga y un tanto medieval ceremonia, Franco se sintió inmortal y apto para seguir eliminando a todo enemigo o amigo sospechoso que se cruzara en su camino. Detalle curioso: el artículo no nos dice si la esposa del dictador, Carmen Polo, más conocida por La Collares, bebió también en el santo Grial el licor inmortal.

Ahora, observando las distintas fotos que ilustran el reportaje, se diría que el caballero, arrodillado ante el imponente cardenal de León, jamás había roto un plato; también llama la atención la particularidad de que en todas las fotos sólo se vean sotanas y uniformes militares. A fin de cuentas es algo normal: fueron los que, tras el golpe de Estado que degeneró en guerra civil, ganaron la guerra.
Los otros dos vencedores -Hitler y Mussolini- en esa fecha ya habían perdido su propia guerra y, sin creerse ni una tilde de la inmortalidad de nuestro dictador, se hallaban en el otro mundo esperando la llegada del pedáneo Francisco Franco.

Que tal leyenda era un descarado timo debió comprenderlo en los días que precedieron su fallecimiento, cuando toda una cohorte de médicos se esforzaba en alargarle hasta lo imposible la vida, mientras su familia, por lo que pudiera suceder, se afanaba en llevar a buen recaudo todo cuanto él y la Collares, a la calla callando, habían logrado robar durante su larga y sangrienta dictadura de casi cuarenta años. Fue una prolongada y cruel agonía de más de un mes. Yo viví el culebrón en París y recuerdo que las noticias de la tele francesa siempre comenzaban con la misma cantinela: “Le Codillo, très malade”. Me hacía gracia que la rutilante palabra española Caudillo, al pasarla al francés, se convirtiera en Codillo, que tanto recordaba el exquisito codillo de cerdo. También recuerdo
que en la colonia española, integrada por los refugiados de la guerra civil y los emigrantes que la penuria de la dictadura había producido, la frase que más se oía era ésta: “¿Tienes ya la botella de champagne?” Como la agonía fue tan larga todo el mundo tuvo tiempo suficiente para comprar su botella de champagne y guardarla en la nevera. Al fin el veinte de noviembre, sin que sirviera para nada el vino consagrado del santo Grial, el lignus crucis, ni el brazo incorrupto de santa Teresa, el hombre que más españoles había matado, -muchos más que todos los generales de Napoleón y el almirante Nelson juntos-, dejaba este mundo. En la colonia española, ampliada por una multitud de amigos franceses, fue un incesante descorchar de botellas. No se me va de la memoria la visión de dos españoles que, cogidos del brazo, iban por las inmediaciones del metro Saint Fargeau cantando “Asturias, patria querida.”

--¿Son asturianos?-Les pregunté.
--No, somos andaluces.
--Entonces, ¿por qué cantan lo de Asturias?
--Porque es lo que cantan los borrachos.

Se perdieron, haciendo eses, por la avenida Gambeta. Algún tiempo después leí en la prensa que en noviembre del 75 se había vendido en Francia un veinte por ciento más de champagne que en ese mismo mes del año anterior. El periodista lo relacionaba con la muerte del Caudillo y, con cierto humor, terminaba su información diciendo que aquella había sido la última hazaña del caudillo Franco.


De todo esto hace ahora cuarenta años. No está mal recordarlo. La revista “Historia y Arqueología” hace muy bien en sacar a la luz esta olvidada historia del santo Grial que, además de evidenciar que todos somos mortales y que contra la muerte no hay truco que valga, de soslayo, también pone al descubierto la calidad
cultural del dictador de España.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Este año, la lotería es mía

Lotería de La Casa de la Alpujarra


   Días atrás, mientras desayunaba en un bar de mi pueblo, oía la conversación de unos conocidos que, con disgusto, hablaban a mi lado, con el propósito de que nos enteraramos todos los allí presentes aquella fría mañana. Comentaban el duro trabajo diario para poder salir adelante; la humedad, que aquí, se te mente en cuerpo estos días de otoño; que este año no llueve y por lo tanto hay muy pocas setas; y para colmo el partido, exigiendo demasiado tiempo, especialmente en esta época de elecciones. Después de hacernos ver su sacrificada vida, uno de ellos expresa el deseo de que le toque la lotería, y el otro le manifiesta con rotundidad que este año, con toda seguridad, les va a tocar en el número del partido. Tan convencido se muestra que, con solo oírle, me induce a mí que, en ese mismo momento, me propongo comprar un décimo. Dando cuenta de mi tostada, les escucho desde la distancia cercana, pero sin mediar en la conversación; les oígo relatar detalladamente cómo va a ser su vida a partir del próximo año, un proceso de intenciones burguesas, que en otro tiempo chocaría con la doctrina que se supone que abrazan. Hoy día, la modernidad lo permite todo y la derecha y la izquierda se dispersan en un amalgama intenciones y modos de vida confusos.

Ahora, recordando aquella conversación mientras guardo el décimo de lotería, no sé por qué recuerdo, capricho de mi memoria seguramente, o tal vez, porque el asunto viene al caso, mi subconsciente me lo sugiere. Me refiero al caso del bético moribundo que hace años escuché en el programa de Herrera. Era un sevillano de muchos años que, en el lecho de muerte, le pidió a su nieto un útimo deseo: bórrame del Betis y date prisa en sacarme el carnet del Sevilla. El nieto que, según confesó a Herrera, pensaba que el abuelo estaba delirando, le contestó que cómo le pedía algo así, si él había sido bético toda su vida, a lo que el abuelo le contestó: por eso mismo hijo, por eso mismo, porque el día que me muera, que se muera uno del Sevilla y no uno del Betis.

De igual manera he pensado en mi amigo Júdez, un joven rebelde, al que conocí en Talarn, en la Academía de suboficiales, en el año 1974. Al año siguiente, ya separados, me tropecé con él por las calles de Madrid. Portaba un aspecto contradictorio, como él era, con el pelo muy corto y un bigote un tanto facha, y debajo del brazo el “Mundo obrero” arrugado y con manchas de grasa. Pasados unos años, coincidimos de nuevo en Madrid, en la Academía de oficiales. Comimos todo un año en la misma mesa, donde renovamos nuestra amistad de antaño. Seguía mostrando su ambigüedad, saltando continuamente de una orilla a otra del Manzanares. El día que nos entregaron el despacho, recuerdo que le pregunté si iba a continuar leyendo la prensa que acostubraba, a lo que me contestó: amigo Alvarez, sigues sin estar al loro, el día que nos dieron las notas el mes pasado, borré mi suscripción al Mundo Obrero y me apunté al ABC.

 Dando por sentado que a los socialistas de mi pueblo nos va a tocar la lotería; me incluyo en el equipo por derecho de sangre, y para corroborar mi pertenencia, esa misma mañana compré el décimo que ahora guardo. Y es que se me ha pegado el entusiamo, conociendo que lo que no consigamos nosotros en Andalucía, no sé quien lo va a conseguir. Bueno una duda si tengo, que la influencia de San Roque sea mayor. Hasta ahora va a la cabeza del ranking en los premios de la lotería de navidad, así que, para curarme en salud, tendré que comprar también un décimo del santo, y para no traicionarlo, otro de San Blas que es mi patrón. Pero.. Y los que somos de derechas, cómo no vamos a comprar al menos un billete del PP.

 En mi asociación “La Casa de La Alpujarra”, estamos ilusionados con que este año sea el nuestro. De hecho, después de diecisiete años jugando, sin que siquiera hayamos cogido una terminación, nuestra lotería se está vendiendo este año con el lema: “Si la estadística es una ciencia, este año toca que nos toque”. Pero he de confesar que me estoy desinflando, al ver que tenemos competidores con mucha mayor influencia que nosotros, bien sea política o teológica.

Supongamos que hoy es día 23 de diciembre. ¿Qué coño nos importa a nosotros ya los pactos poselectorales, si el que menos lleva, lleva un par de décimos? Ahora que otros acudan al tajo, que nosotros ya hemos cumplido.

Para nosotros los socialistas el que nos toque la lotería, es como una recompensa por la lucha llevada a cabo durante tanto tiempo. ¿A quién mejor que a nosotros? Evidentemente la recompensa no va a ser la misma para todos. Curiosamente no tiene nada que ver con el compromiso con el partido, ni con los años de seminario, sino con lo que nos hemos arrascado el bolsillo a la hora de adquirir uno o varios décimos. Lo que si podemos es hacer un juego: ver quién permanecerá fiel, incluso más allá de la muerte, como el bético; o quién, como el pragmático de mi amigo Júdez, creyendo que su estatus ha mejorado, no tardará ni un minuto en cambiarse de chaqueta. Por nuestros hechos nos conoceréis.

sábado, 24 de octubre de 2015

Puentedura por Francisco Gil Craviotto



Hay preguntas que merecen pasar a la Historia y la del concejal de IU, Francisco Puentedura, al alcalde de Granada, don José Torres Hurtado, es una de ellas. Pero, antes de traer a la palestra la pregunta del concejal, me parece indispensable poner al lector al corriente del tema. Se trata de un viejo rito o ceremonia que, desde tiempos inmemoriales, -trescientos treinta y cinco años, precisa el periódico Ideal del pasado día 3 de octubre-, se viene repitiendo en Granada: todos los años, con la excepción del paréntesis de la República, el alcalde, rodeado de la corporación municipal, renueva el voto de la ciudad al Cristo de San Agustín y, posteriormente, ya en diciembre, a la Virgen de las Angustias para que entre ambos libren a Granada de terremotos e incendios. La última rememoración de tal voto tuvo lugar el pasado 14 de septiembre y la prensa del día siguiente dio cumplida información de acto. Ha sido precisamente a raíz de esta solemne ceremonia cuando ha surgido la pregunta del concejal Puentedura. Dice así:

«¿Qué datos técnicos tiene el Ayuntamiento de Granada de reducción de movimientos sísmicos e incendios en la ciudad desde que, todos los años, la corporación municipal renueva su voto con el Cristo de San Agustín para que nos proteja de los incendios y con la Virgen de las Angustias para que nos proteja de los terremotos?».

Imagino que, mientras yo escribo este artículo, los servicios técnicos del Ayuntamiento de Granada estarán redactando un descomunal y sesudo informe en el que nos darán cuenta de todos los terremotos e incendios que, gracias a las mencionadas imágenes, han pasado de largo por nuestra querida ciudad sin herirla ni mancillarla. Puentedura se va a quedar de piedra cuando le entreguen
y lea el informe de los técnicos municipales que ahora estarán preparando. Seguro que se va a encontrar frases como ésta o incluso más contundentes que ésta: “En la fecha tal, del año tal, Granada habría sufrido un descomunal terremoto de equis grados en la escala Richter, de no haber sido por la oportuna y rápida intervención del Cristo de San Agustín y de la Virgen de las Angustias, que tuvieron el acierto de enviar el terremoto a una zona deshabitada o habitada por no creyentes”. Tres líneas más abajo encontrará todos los pormenores de un terrible incendio que iba a tener lugar en Granada y, gracias a la intervención divina, se fue con la música a otra parte. Así páginas y páginas hasta el final del informe.

Pero no queda ahí la intervención del Cristo de San Agustín y de la Virgen de las Angustias. Puedo dar fe de otro caso de auxilio de la Virgen de las Angustias tan sorprendente como todos los anteriores, acaso más. Hace cuestión de quince o veinte días asistí en la Escuela Superior de Arquitectura de nuestra ciudad a un acto pseudocultural que organizaba la asociación “Granada siempre”, en el que hubo entrega de premios, pregones -dos pregones-, canciones y reunión de la élite más distinguida y fervorosa de Granada. La verdad es que, ante tan devota y selecta gente, yo me sentía algo peor que gallo en corral ajeno; pero, cuando quise darme cuenta de la situación, vi que, para escapar, habría tenido que levantar a media fila de butacas. Decidí echarle valor al toro y aguantar discursos, sermones, arengas, ditirambos y lo que me echaran sobre las espaldas. Fue así como me tragué los dos sermones o pregones de dos eminentes lumbreras de las letras granadinas, cuyos nombres lamento haber olvidado. Creo que fue en el segundo pregón-sermón cuando oí la frase que jamás podré olvidar y que reproduzco a continuación: “Si el Granada aún continúa en primera se lo debe a la Virgen de las Angustias, que a finales de la pasada temporada, tuvo que echarle una mano para que no pasara a segunda”
. Así de claro y contundente, amigo lector. No vi a mi alrededor ninguna risa ni sonrisa y tuve que hacer grandes esfuerzos para ahogar mi movimiento de labios que, a pesar de la solemnidad del acto, querían irónicamente sonreír. Fue de esta original manera cómo supe que la Virgen de las Angustias, además de librarnos de incendios y terremotos, también protege al Granada C. F. y, gracias
a su enorme poder, evita que descienda a segunda. Un detalle que toda la afición granadina debería agradecer. A mí el fútbol ni fu ni fa -ni siquiera he ido a un solo partido y opino que el honor de cualquier ciudad no está en las botas de sus futboleros-, así que dejo la meditación sobre el tema a los expertos en la materia.

La memoria me llevó a otro acto parecido ocurrido muchos años atrás, tantos que yo era niño. En este caso la protagonista era la Virgen de Fátima que, en un largo periplo por la Alpujarra, visitaba aquel verano mi pueblo. Todos los vecinos de la aldea fuimos hasta el límite del término municipal y allí esperamos que llegara la Virgen procedente del pueblo vecino, que había visitado el día antes. En cuanto apareció -venía en un camión cubierto de hiedras y flores- el cacique de mi pueblo subió a una terrera y desde allí nos endilgó un florido discurso sobre la envidia que los extranjeros sienten hacia España. Era un tema que ya lo había sacado a relucir en otras ocasiones, -“Nos envidian porque ellos, ¡pobrecillos!, no tienen ni Cruzada, ni Caudillo, ni Falange”-, pero esta vez esgrimió a los cuatro vientos un argumento nuevo y convincente: “¡Ni Virgen de Fátima!”. Un nutrido aplauso puso final a sus palabras, pero a mi vera oí a un cortijero que le decía a otro: “Se le ha olvidado mentar las cartillas de racionamiento y el estraperlo”. Las últimas palabras del cortijero casi nadie las oyó porque, justo en ese preciso momento, el coro de beatas había comenzado a
cantar:

“El trece de mayo en Cuova de Iría, radiante aparece la Virgen María ”

Todo esto, que he intentado resumir en las breves líneas de un artículo, forma parte de un conglomerado de anhelos, milagros y prodigios que va del altar al campo de fútbol, pasando por las barretas del Corpus y las tortas de la Virgen. El concejal Puentedura de IU no sabe o no quiere ver la transcendencia que alienta y engalana todos estos actos que son savia y tradición de un pasado glorioso, al que sólo le faltan las hogueras inquisitoriales en las que morían entre alaridos de dolor los no creyentes. ¡Ay, como deben echarlas de menos más de uno! Suerte que tenemos un alcalde y una corporación municipal, incluida la oposición, que sabe ver la transcendencia de estos actos que, aunque no nos libran del alcalde Torres Hurtado, nos evitan incendios y terremotos y que el Granada descienda a segunda. Puentedura es la excepción. Pero, ¿qué importancia puede tener uno solo frente a todo el resto de la corporación municipal, incluida la oposición? Tampoco tiene la menor importancia que sea el único que tiene razón.


Francisco   Gil    Craviotto 
Publicado en Wadi-as  24 DE Oct. DE 2015

Cerveza y cordero, una buena pareja de baile

Cerveza y cordero, una buena pareja de baile

jueves, 22 de octubre de 2015

Carolina Molina, por Francisco Gil Craviotto

Carolina Molina
La escritora Carolina Molina (Madrid, 1963) cuenta en su página web que, cuando vino por primera vez a Granada, ya conocía el nombre de sus  principales calles y plazas: Zacatín, Elvira, Alcaicería, Bibarrambla, Mesones, etc. Las conocía a través de las lecturas que habían llenado su infan cia y adolescencia. Unas lecturas que, en su caso, van del romancero medieval a García Lorca, pasando por los románticos y todos los viajeros que han hecho parada y fonda en nuestra ciudad. Después, ya adulta y escritora, de las cinco novelas que hasta ahora tiene publicadas, cuatro se las ha dedicado a Granada “La luna sobre la Sabika”, “Guardianes de la Alhambra” , “Sueños del Albaicín” y “Noches de Bib-Rambla” y una a su Madrid natal.

Este amor de Carolina a Granada es algo que, desde que conozco su obra literaria, me viene martilleando la mente. Cierto que tiene precedentes, pero no por eso deja de ser menos impactante. Los casos más llamativos para mí son los de Merimé y Manuel de Falla. Don Próspero, sin conocer aún nada de España, sólo la conocía por las referencias de los hermanos Hugo, sobre todo Abel que fue paje de José I, situó en Granada el primero de los relatos que integran su libro primerizo “El teatro de Clara Gazul”: una deliciosa historia de amor entre un inquisidor y una gitana -indudable precedente de Carmen-, que termina con el triunfo del amor sobre el fanatismo inquisitorial. No podía ser de otra manera en un romántico. Falla -todo el mundo lo sabe- creó su obra musical “Noches en los jardines de España”, pensando especialmente en los jardines de Granada, que sólo conocía por las referencias de María Lejárraga y Martínez Sierra. Cuando al fin la conoció decidió quedarse a vivir para siempre en Granada. Aquí hubiese permanecido hasta el día de su muerte si las atrocidades de la guerra y los crímenes fascistas no lo hubieran animado a hacer la maleta y largarse.

Carolina es otro caso de amor parecido. Nacemos donde el azar dispone, pero después amamos la tierra que nosotros elegimos. Ella ha elegido Granada para escenario de sus novelas y lo más curioso es que, como en los casos precedentes, antes de conocerla ya la tenía elegida. Otra curiosidad es que esa Granada que ella llama “mi referencia y refugio”, no se parece en nada o en casi nada a la Granada actual. Era más bella, más exótica y arbórea que la actual, cada día más anodina y ramplona. Federico García Lorca, que la vivió y pateó antes de que promotores y munícipes entraran a saco en ella, la definió así: “Granada tiene dos ríos, ochenta campanarios, cuatro mil acequias, cincuenta fuentes, mil y un surtidores y cien mil habitantes”. Esta Granada, que ya no existe más que en los libros y en la mente de algún viejo centenario, es la que ha enamorado a Carolina. Por ella y para ella ha echado a volar su imaginación y su pluma. Novelas históricas, pues, pero también novelas de lo cotidiano, de lo que fue y ya no es; unas veces con la mirada puesta en el lejano medievo; otras, como es el caso de “Los guardianes”, en los románticos. La primera de estas novelas, “La luna sobre la Sabika”, publicada en primera edición en Madrid hace cuestión de siete u ocho años, ha sido reeditada en segunda edición por la muy granadina editorial Zumaya de Mari Luz Escribano. Fue presentada hace ya unos meses en Granada. Entre ambas ediciones hay dos diferencias que, antes de entrar en otros pormenores, conviene señalar: en esta última edición Carolina Molina ha añadido un epílogo que nos cuenta el final de los amores entre Hamid y Maryem, protagonistas de la novela, que, en la edición anterior, todo lector debía imaginar y concluir a su gusto y antojo. A esta novedad la autora ha añadido otra: la reducción al mínimo de algo más de trescientas notas a pie de página, que más estorbaban que aclaraban. Con ellas la escritora trataba de dar fe histórica de cada episodio novelado, algo imprescindible en un ensayo o una tesis doctoral, pero completamente superfluo en un relato o una novela, donde el lector tan sólo pide que, lo que se le cuente, sea verosímil y, en algunos casos, -surrealismo o realismo mágico- ni siquiera eso. Era también qué duda cabe una evidente señal de primitivismo novelesco y falta de entrenamiento que, afortunadamente, en la nueva edición ha desaparecido. Es indudable que la novela ha ganado. Lo mismo que, con la nueva portada, también ha ganado en presentación y calidad editorial.

Hora es de entrar en la novela. “La luna sobre la Sabika” está localizada en la Granada del siglo XIII -entonces, Garnata-, y sus protagonistas son Hamid, un joven cocinero del cadí -todo un prodigio en el uso de especias y creación de platos y manjares- y una concubina del mismo, la bella e inteligente Maryem. Ambos son jóvenes y se aman. Amores clandestinos, por supuesto. Junto a ellos pululan por la novela otros muchos personajes de diversa condición y laya que dan diversidad y amenidad al relato: el ya mencionado cadí, un médico judío cuyas intervenciones rozan lo inverosímil, un caballero cristiano que en la parte final de la novela alcanza cierto protagonismo, el padre y la esposa de Hamid, el viejo y sufrido filósofo de la Asociación sin Nombre, esclavos, negociantes, criados, eunucos, etc. etc. Todo un cosmos de creación y recreación que aquí es imposible enumerar. El lector asiste maravillado a todos los acontecimientos de la época: bodas, banquetes, entierros, juicios, batallas, persecuciones, venta de niños...Y, para que nada falte, incluso hay un temblor de tierra que deja en la calle a una buena parte de los presos de las mazmorras. Pero es indudable que el núcleo principal de la obra son los amores de Hamid y Maryem. Amores clandestinos y llenos de peligros, esenciales para la trama de la novela, que dejamos al lector el placer de descubrir y gozar. Son éstas las páginas más cuidadas de la obra y, a través de ellas, vamos conociendo la psicología de los protagonistas, sobre todo la de Maryem, una feminista “avant la lettre”, que, huelga añadirlo, encarna los ideales de libertad y tolerancia de la autora.

El estilo completa los atractivos del libro. Carolina escribe en un español claro y  diáfano que hace la novela asequible a todo tipo de lector.

jueves, 1 de octubre de 2015

La libertad de jurar la Bandera


El Ejército lleva años fomentando y facilitando que cualquier español pueda jurar ante la Bandera su compromiso con la defensa de España.

En esa línea, el Regimiento de Transmisiones Estratégicas 22 de Prado del Rey, vecino de RTVE, en el que yo estuve catorce años de mi vida profesional después de hacer el curso de “Microondas y guerra electrónica” en el año 1977, cuando solo una alambrada nos separaba de TVE, el pasado día 26 de septiembre cursó a sus vecinos, invitación, que no es la primera, para que el personal que lo desee pueda participar en el acto de juramento o promesa de la Bandera que se celebrará en el acuartelamiento el próximo día 31 de octubre.

Algo tan sencillo, tan normal en Francia, Italia, Reino Unido y no digamos en los EEUU, donde, igual que aquí, se hace de manera voluntaria, y que en España responde al mandato constitucional, artículo 30.1: ‹‹los españoles tienen el derecho y el deber de defender a España››, ha tenido una reacción incalificable. Los sindicatos Comisiones Obreras y UGT han puesto el grito en el cielo recurriendo a un lenguaje inaceptable para la libertad y el patriotismo:
‹‹El patriotismo es el último refugio de los canallas››, dice Comisiones Obreras y
‹‹¿También nos invitan a rezar?›› se pregunta UGT.

No las voy a comentar, solo decirle que a mí, siendo yo quien soy, me han dolido. Juzguen ustedes.

El acto de invitar es tan libre como el acto de renunciar a la invitación, pero al acto de ofender no tiene otra respuesta democrática y civilizada que la de enseñar y educar.

Empecemos por ahí. Estoy de acuerdo en que nadie es quién para exigir patriotismo a nadie, aunque siempre pensé que un diputado de España debería ser un patriota. Está claro que estaba equivocado. De lo que no tengo la menor duda es del derecho de libertad que tenemos para asistir a cualquier acto democrático. El jurar o prometer ante la Bandera es uno de ellos.

¿Qué quieren decir recurriendo a la frasecita de Samuel Jhonson :‹‹El patriotismo es el último refugio de los canallas››? ¿La entienden ellos?, creo que no. Yo que ahora me siento patriota (quiero decir que siento la necesidad de decir que soy español y de defender esta idea) estoy dispuesto a poner mis cartas boca arriba junto a quien defienda esa frase tan oportuna cuando se dijo en las trincheras de la Francia invadida, como desafortunada aquí. El Coronel Dax, en “Senderos de gloria”, se la dice a su jefe cuando lo envía a una misión perdida de antemano que, a pesar de todo, cumple.

Eso es lo que le pediría yo a los sindicatos, que cumplan su misión de luchar por el empleo digno, y que respeten las decisiones individuales de los trabajadores. Como se lo diría a Trueba, también les diría que, en los días que vivimos, no les den alas a los malos, a los que se saltan la ley, a esos que apoyados en su delirio acosan y adoctrinan a su propio pueblo.

En nuestra línea de apartidismo, por lo instutucional del acto, creo que sería oportuno organizar una Jura de Bandera para los socios de La Casa de la Alpujarra. Voluntaria por supuesto